Читать книгу Infierno verde - Federico Aliende - Страница 13
La espera
ОглавлениеGonzalo Pizarro decidió hacer una avanzada y partir con ochenta hombres para saber qué nos depara el oriente desconocido. Irán a pie, puesto que los caballos no pueden atravesar la enrevesada vegetación que aquí domina.
La lluvia cae tan fuerte y a toda hora que se convierte en un verdadero suplicio, como si los poderes del infierno se encontrasen invertidos y emanasen desde los cielos gobernados por Dios.
Los soldados bromean de Orellana y sus hombres malheridos; los miran y aseguran que no son más que resurrectos que la selva nos ha mandado para atormentarnos en nuestra marcha. Orellana y su legión de muertos. Algunos han bromeado con devolver esos demonios al infierno del que han logrado escapar; adquiriendo las ironías carácter probable con las borracheras y desesperanzas nocturnas.
Me es difícil de describir el olor de la selva cuando la lluvia deja de golpearla. Un sabor agrio como de muerte se funde y se confunde con un sentimiento de pureza virginal manifestado en el canto y grito de los animales. La tierra eleva su humedad en aire caliente y se agolpa en las hojas de los árboles y en nuestras ropas y se transforman en sudor; cargando la selva con cada paso que logramos dar. Llueva o no llueva, sentimos el acecho de los espíritus salvajes queriendo ingresar en nuestros cuerpos para confundir nuestra fe y provocar el fracaso de nuestra misión. De mi misión.
La segunda carta se encuentra protegida entre mis hábitos. Sé que debo destruirla, que no puede llegar a manos de ninguno de ellos y, sin embargo, algo hace que aún no me haya desprendido de ella.
Se mataron unos seis perros que venían acompañándonos desde Quito y los comimos en silencio, con la selva y Dios observándonos, envueltos en una comunión que sentí impura y pagana.
El teniente Orellana ha mandado soldados a internarse media lengua en la selva a buscar raíces y frutas. La comida es un apremio constante, una ironía de este entorno tan aparentemente basto y fértil.
Los compañeros del teniente recuperan su vitalidad poco a poco y los soldados de Pizarro que se han quedado aguardándolo ya no bromean de las parcas apariencias que mostraron cuando, apenas llegados, se unieron al campamento real.
*
Dios, Creador de todas las criaturas, ¿extendiste, acaso, demasiado profundo tu aliento aquí?, ¿fue acaso tu hálito divino el que hace esconder el rastro de tu misericordia en estas tierras ignotas?
Hay mañanas en que los nervios y la desconfianza le ganan al campamento real. Son esos días donde mi servicio a Cristo me da las fuerzas necesarias para celebrar una misa frente a estos cristianos temerosos y débiles.
El teniente Orellana se muestra más activo que nunca; personalmente se interna por días en lo desconocido a buscar provisiones, regresando con frutos, raíces y animales pequeños.
Por su parte, la pesca se ha vuelto fructífera después de tantos intentos frustrados; y desde hace cinco días que nos alimentamos de los pescados conseguidos en las orillas de este río.
*
El teniente ordenó rodear el campamento de fogatas. Ayer uno de los compañeros fue atacado por una fiera y arrastrado a algún lugar, sólo conocido por Dios.
He soñado con una laguna, colmada de vapor y burbujas que, al explotar, expedían un líquido venenoso y denso. Al norte de este espejo de agua caían y reposaban unas ramas lánguidas con hojas marrones y negras que parecían moverse ante cada estímulo del ambiente. Mi visión atravesaba toda la laguna y se detenía en el punto exacto donde la caída de aquellas ramas en el agua impura camuflaba la entrada a una cueva. El hedor era imposible de resistir, y en mis sueños sentí deseos de vomitar y huir, mas no pude hacerlo; una maldad palpable y densa me impedía retroceder y desviar la mirada; como si cientos de manos pertenecientes a seres del averno me obligasen a adentrarme a lo indómito y asqueroso. Mi visión, porque aclaro que nunca pude ver mi cuerpo en este espanto, comenzó a avanzar aún más, y descubrí esa gruta, viscosa y húmeda y de un frío extremo. Sentí las hojas negras hiriendo mi cuerpo inexistente y, cuando creí que la pesadilla había llegado a su súmmum, la sombra de una bestia sentada sobre un trono de piedra apareció ante mí. Descubrió sus ojos carmesí, aunque la negrura del ambiente escondía su vil rostro. Ha llegado al infierno verde, Xalinde; pronunció abalanzándose hasta mí.
Cuando logré escapar de aquella pesadilla y atendí al entorno donde me encontraba, una pesadez inundó mi cuerpo y también mi alma. ¿Por qué aquel vil demonio me había llamado Xalinde? ¿Qué significaba para mi misión esas imágenes salidas del mismísimo infierno?
*
La espera se acrecienta y se convierte en desesperanza en las noches hastiadas de sonidos animales. Los rugidos de las fieras se escuchan, a veces distantes, y a veces tan cercanos que hasta creemos que nos aguardan impacientes detrás de las columnas de fuego que nos cercan y protegen.
Uno de los hombres ha sido mordido por la vil criatura que repta y murmura al avanzar. Nuestro compañero no ha sobrevivido siquiera seis horas a su veneno ponzoñoso.
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¿Sienten mis compañeros, al igual que mi persona, la conspiración de la selva, camuflada en la vegetación batida por el viento y la lluvia? ¿Se percatará alguno de ellos de la emboscada que prepara para lanzarse sobre todos?
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Seguir aquí, ocioso e impaciente, no ayudará a mi misión. He acompañado a mis compañeros en búsqueda de provisiones, justificando mi insistencia ante ellos, en la protección de Cristo con mi presencia. Me gano su confianza de a poco; sin blandir espada ni arcabuz alguno, sólo con la Cruz como única arma de defensa y ataque.
*
No se encuentra en el caos, la armonía; como no se encuentra en el desierto la vida de una flor o después de una barrera de demonios una columna de santos. ¿O, acaso estoy equivocado? ¿No existirán acaso celestiales planes capaces de enmascarar lo divino con barreras paganas y caóticas?