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Sobre el método y las fuentes 12
ОглавлениеLa elaboración de este trabajo se basó en la revisión de distintos documentos. En el capítulo 3, la información proviene sobre todo de diccionarios biográficos y fuentes electrónicas. El capítulo IV fue elaborado a partir de una amplia revisión de revistas culturales de los años 30 y 40; sin embargo, por razones que se expondrán más adelante, se destaca solo una de ellas. El capítulo V se ha elaborado a partir de la revisión de un fondo documental, el Fondo José Antonio Osorio Lizarazo (en adelante: FJAOL), depositado en la Biblioteca Nacional de Colombia. El capítulo VI se basa en la revisión de la extensa correspondencia de otro fondo documental, el Fondo Germán y Gabriela Arciniegas (en adelante: FGGA), depositado también en la Biblioteca Nacional. El capítulo 7 acude de nuevo a la prensa literaria, en especial a un semanario de la época, Sábado, y a las revistas Pan y Revista de las Indias.13 Todos estos documentos, y algunos más del Archivo Eduardo Santos (en adelante: AES), fueron consultados en la Biblioteca Nacional de Colombia (en adelante: BN), en la Biblioteca Luis Ángel Arango (en adelante: BLAA) y en el Archivo General de la Nación (en adelante: AGN).
Respecto al método empleado en este estudio, he tratado, en primer lugar, de interrogar los documentos a partir de mis preguntas de investigación. Esto significa no hacer un “uso literal” de ellos, es decir, un uso que confiaría en su capacidad de revelar de manera clara, directa y espontánea la realidad (Silva, 2007). Con tal propósito, he empleado algunos procedimientos: comparar las fuentes y corroborar sus datos, tener en cuenta las condiciones generales y particulares de su elaboración, prestar atención al lenguaje utilizado: contenido, géneros, forma, intenciones, códigos.14 En todo ello hay, desde luego, un trabajo de interpretación. Al respecto, solo puedo decir que he intentado controlarlo, para lo cual he querido hacer un uso prudente de la teoría y de la información disponible, evaluando constantemente el alcance de mis hipótesis.15
En segundo lugar, he partido del supuesto según el cual ningún documento es una vía de acceso directo a la realidad, pero puede informar acerca de ella. Por lo tanto, en los documentos consultados no he ido solo a la caza de discursos, sobre todo si estos se entienden como formas de comunicación separadas de cualquier “base social específica” (Giddens y Sutton, 2015, p. 19). Por el contrario, los discursos pueden concebirse como formas “de hablar y pensar sobre un tema que está[n] unida[s] por presupuestos comunes, y que sirve[n] para dar forma al modo en que las personas comprenden y actúan respecto a ese tema” (Giddens y Sutton, 2015, p. 17). Una de las teorías más influyentes sobre el discurso es la de Foucault (1992; 2009), que lo consideraba como un marco estructurante de la vida social por medio del cual se ejercía el poder.16 Sin embargo, entre esta última noción de discurso, muy útil para estudiar los mecanismos sutiles y cotidianos de control social, y la de representación (Chartier, 2002a), más centrada en las formas de clasificación y recomposición de las diferencias sociales, he optado por la segunda, porque considero que se aviene mejor a los objetivos de mi estudio.
Según Chartier (2005a), dos ideas esenciales del linguistic turn17 fueron: 1) “que el lenguaje es un sistema de signos cuyas relaciones producen por ellas mismas significaciones múltiples e inestables, fuera de toda intención o de todo control subjetivos”, y 2) “que la ‘realidad’ no es una referencia objetiva, exterior al discurso, sino que siempre está construida en y por el lenguaje”. “Esta perspectiva –continúa el autor– considera que los intereses sociales nunca son una realidad preexistente, sino siempre el resultado de una construcción simbólica y lingüística; también considera que toda práctica, cualquiera que sea, está situada en el orden del discurso” (pp. 32-33).
Y enseguida agrega:
En contra de estos postulados, es necesario recordar que, si bien las prácticas antiguas no son, frecuentemente, accesibles más que a través de los textos que intentan representarlas u organizarlas, prescribirlas o proscribirlas, ello no implica afirmar, como consecuencia, la identidad de dos lógicas: aquella que rige la producción y la recepción de los discursos, y aquella que gobierna las conductas y las acciones (pp. 32-33).
Chartier no descarta la relación entre prácticas y discursos, entre prácticas y representaciones, pero tampoco postula su identidad. De hecho, este último punto de vista, según el historiador francés, llevaría a suponer que el conocimiento de un problema pude limitarse al conocimiento de los discursos que lo enuncian.
En la actualidad, las ciencias sociales han aceptado que sus formas de conocimiento son provisionales y contingentes, históricas, y que la información empírica con la que trabajan (documentos, estadística, entrevistas, notas de campo, etc.) no es una vía de acceso directo a la realidad, sino un resultado de la acción humana y, por lo tanto, en sí misma una “construcción”. Han aceptado, también –según una perspectiva compartida en esta investigación–, que la realidad social no está construida fuera de los discursos, pero tampoco se reduce a ellos.
Al respecto, merece citarse un artículo de Chartier (2002b), titulado “La construcción estética de la realidad. Vagabundos y pícaros en la Edad Moderna”:
¿Es posible distinguir entre la realidad social y sus representaciones estéticas y, por ende, considerar el estudio de las primeras como el dominio propio de los historiadores y reservar el análisis de las segundas a aquellos que interpretan formas y ficciones? Seguramente hace quince o veinte años una semejante división de las tareas habría sido aceptada sin reservas. Pero hoy en día hay diversas razones para poner en duda tal distinción. En efecto, no se puede más pensar las jerarquías o divisiones sociales fuera de los procesos culturales que las construyen (p. 2).
Historiadores y sociólogos trabajamos con documentos que tratamos como fuentes: es decir, como testimonios que informan sobre el pasado. Pero ¿de qué manera informan esos documentos (escritos, visuales, orales, etc.) sobre las sociedades del pasado? He intentado no perder de vista esta pregunta a lo largo de mi investigación.
Lo que sigue es una versión revisada de la tesis doctoral que defendí en el Instituto de Historia de la Universidad de Berna el 22 de febrero de 2017.
Vínculos que, como se verá más adelante, constituyen una forma de capital social. “[El capital social] está constituido por la totalidad de los recursos potenciales o actuales asociados a la posesión de una red duradera de relaciones más o menos institucionalizadas de conocimiento y reconocimiento mutuos” (Bourdieu, 2001, p. 148 [cursivas en el original]).
Sobre la caridad y la beneficencia como formas de tratar la pobreza en Colombia, ver Castro (2007). Sobre las protestas populares y la respuesta estatal, ver Vega (2002).
Esta parte se basa principalmente en Arias (2007; 2011) y Silva (2005).
Las polémicas literarias de la época están bien descritas en Jiménez, D. (1992; 2002a) y Pöppel (2000).
Para información sobre el periodo y las reformas modernizadoras de los liberales, ver Pécaut (2001), Sierra (2009), Silva (2005) y Muñoz (2009). Un buen balance historiográfico de la República Liberal, en Muñoz y Suescún (2011). Para el asunto de la modernidad y la modernización en Latinoamérica, ver Scheuzger y Fleer (2009).
Sobre la figura del intelectual moderno, especialmente en su “versión” francesa –la de mayor influencia en Colombia–, ver Charle (2000) y Ory y Sirinelli (2007).
La expresión “Atenas suramericana” fue empleada a fines del siglo XIX por el escritor español Marcelino Menéndez Pelayo para referirse a Bogotá como ciudad de ilustre tradición letrada. El epíteto no pasó desapercibido entre los literatos capitalinos y comenzó a utilizarse para distinguir a Bogotá como una ciudad notablemente culta. Ver Zambrano (2002).
Sobre la expresión “República de las Letras”, ver Álvarez, J. (1995a). En esta investigación se utiliza no para designar una casta aparte y autónoma, sino el hecho de que los escritores del periodo “hayan tenido consciencia (…) de pertenecer a un grupo más o menos cerrado, en el que a su vez había clases y diferencias entre unos y otros” (Álvarez, J., 1995a, p. 7).
Para la concepción de la literatura como Bellas Letras, compartida por diferentes humanistas latinoamericanos de fines del XIX, ver Jiménez, D. (2002b). En Colombia, un representante ilustre de esta concepción fue Miguel Antonio Caro (1843-1909), para quien el arte solo era verdadero en alianza con las virtudes cristianas. Una visión más amplia de Caro y sus amigos humanistas, en Deas (2006). Ver también Brown (1980).
Para la noción de hombre de letras, ver Chartier (1995) y Álvarez, J. (1995b). Aquí se utiliza como sinónimo de escritor, en un momento en el cual géneros no ficcionales como el ensayo histórico, el discurso político y el artículo periodístico podían considerarse a veces géneros literarios.
Ofrezco en esta parte una descripción somera de las fuentes documentales de mi investigación; la información se ampliará en los capítulos siguientes.
Sobre Sábado y Pan, ver, respectivamente, Duque (1991) y Dora Ramírez (1989). Sobre la Revista de las Indias se ofrecerá información más adelante.
Siempre me ha parecido que Darnton (2002) ofrece un excelente ejemplo sobre el método o análisis documental, sin ser un tratado al respecto.
Para una discusión interesante sobre el lugar de la interpretación en las ciencias humanas, ver Collini (2002). Sobre hermenéutica, la bibliografía es inabarcable. Una buena síntesis se encuentra en Forster (2007).
Como se sabe, bajo la expresión “análisis del discurso” se agrupan diferentes propuestas teóricas y metodológicas.Una buena síntesis se encuentra en Van Dijk (2001a; 2001b).
Sobre el significado del linguistic turn para las “ciencias de la cultura”, ver Bachmann-Medick (2006).