Читать книгу La literatura como oficio. Colombia 1930-1946 - Felipe Van der Huck - Страница 6
Introducción1
ОглавлениеEn este libro estudio a un grupo de escritores colombianos del periodo 1930-1946 unidos no solo por el oficio de la literatura, sino también por su relación con la política partidista: además de escribir novelas, ensayos y poesías, amén de otros géneros, estos escritores estuvieron por lo general ligados a los dos partidos dominantes de la época, el Liberal y el Conservador. Los más prestigiosos entre ellos participaron, de hecho, en los sucesivos gobiernos liberales de esos años. En las páginas que siguen, sostengo que no es posible comprender su oficio de escritores sin comprender su actividad y sus vínculos políticos.2
Los escritores de la República Liberal (como se conoce el periodo que cubre mi estudio) no ejercían una profesión. Tampoco asistían al proceso de “profesionalización de la literatura”. Una profesión, considerada sociológicamente, es una actividad social específica, compuesta por conocimientos y habilidades adquiridos a lo largo de un proceso de instrucción formal, y refrendados por un título. El ejercicio de una profesión cumple funciones sociales y económicas esenciales y es, por lo común, retribuido en dinero. Los representantes de una profesión encuentran en ella una forma de integración social y están sujetos a diferentes tipos de normas (particulares de la profesión, pero también contratos y leyes). Las profesiones, además, moldean aspectos significativos de la vida personal (Voss, 2006).
Por supuesto, hoy en día se pueden visitar prestigiosas carreras de escritura creativa, se ofrecen talleres sobre cómo escribir novelas y cuentos y se transmiten con mayor o menor éxito las habilidades requeridas para hacerlo. Lectores, escritores y gente de la cultura dirían también que la literatura cumple funciones sociales indispensables: alimenta la fantasía, estimula la capacidad de soñar, da un sentido más profundo de lo humano, por no mencionar que puede ser también un negocio: hay personas que “viven de la literatura”, como editores, impresores, distribuidores, libreros, críticos literarios y, si tienen suerte, algunos autores. También podría aceptarse que el escritor es una figura reconocida socialmente, y, por esta vía, es incluido en el mundo de sus semejantes; que está sujeto a las normas no escritas del campo literario (existen, además, las asociaciones de escritores, así como normas que regulan la propiedad intelectual), y que, como en otros casos, y posiblemente con más intensidad, su vida está influida por su profesión.
Sin embargo, de ser la escritura literaria una profesión, no lo es en el mismo sentido que la medicina, el derecho o la carrera docente. Una diferencia fundamental consiste en que, en la mayoría de los casos, los escritores no derivan la parte más importante de su sustento de la literatura (un hecho tan cierto para los autores colombianos de hoy como para los de los años 30 y 40 del siglo pasado). A este hecho alude Lahire (2011) con su imagen de la “doble vida” de los escritores: por un lado, la vida que tiene lugar en el campo literario, según una posición más o menos afortunada que es posible experimentar como vocación; por otro lado, la que se desarrolla en otros campos de actividad y hace posible la supervivencia.
Por cada escritor que tiene éxito económico y la suerte de estar vivo, contratos estables con editoriales, invitaciones permanentes a conferencias y una agitada vida intelectual, ¿cuántos hay que se emplean en oficios varios, cuya obra permanece inédita o apenas conocida, ajenos al reconocimiento público? Por cada escritor que consigue una entrada en un diccionario biográfico, ¿cuántos hay que no alcanzan el “derecho a la biografía”?
Para referirse a lo que hacían los escritores colombianos de las décadas de 1930 y 1940, la palabra profesión no parece, pues, la más apropiada: no existían entonces programas de escritura creativa; casi ningún escritor podía dedicarse plenamente a la literatura y derivar de ahí su sustento y el de su familia; las instituciones que hubieran permitido el desarrollo más o menos autónomo de la vida literaria eran débiles –mercado editorial, premios, asociaciones y centros literarios, librerías y bibliotecas, no menos que el público lector– y la figura social del escritor, aunque visible, no dejaba de ser ambigua: la escritura era una actividad valorada, pero no una carrera independiente, y ser escritor no equivalía a ocupar una posición segura en la sociedad, si bien podía abrir las puertas del periodismo y la burocracia. ¿Qué noción, entonces, podría caracterizar mejor lo que hacían los escritores colombianos de la primera mitad del siglo XX, así como las condiciones en que lo hacían? Entre la noción de profesión, en el sentido antes señalado, y la de trabajo, con su amplio significado antropológico o aquel más restringido de trabajo asalariado, oficio parece la mejor opción.
En historia y sociología, oficio es un concepto que suele relacionarse con la tradición del artesanado, un mundo del trabajo en el que las relaciones capitalistas de producción e intercambio no han triunfado aún completamente. Un mundo, por ejemplo, donde el trabajador de oficio conoce los secretos de su tarea y, por consiguiente, tiene mayor control sobre ella; donde el trabajo manual no ha sido desplazado del todo por la máquina y el saber-hacer del obrero se transmite mediante la interacción en el taller. Donde es posible, además, encontrar una forma de orgullo vinculada a la capacidad técnica y a la satisfacción por el trabajo bien hecho (Coriat, 2001).
Aunque tampoco sería preciso referirse a los escritores como artesanos, ni mucho menos idealizar su labor –como suele pasar con el trabajo artesanal–, en la noción de oficio pueden reconocerse las contradicciones de una actividad que, como la literatura, basa una parte considerable de su valor en la negación del interés económico y, sin embargo –al menos en las sociedades modernas–, debe contar para su supervivencia con esa poderosa institución llamada mercado. Quizás como nunca antes desde el inicio de la vida republicana, los escritores colombianos de los años 30 y 40 se vieron sorprendidos y atemorizados por la fuerza creciente del mercado como institución social. Su gran contradicción fue tratar de sostener la creencia en un mundo artístico noble y desinteresado, que no contaba, sin embargo, con los soportes necesarios para llevar una existencia menos precaria: un público lector educado y dispuesto a comprar libros, una industria editorial que mediara entre las fuerzas generales del mercado y las reglas ideales del arte, estímulos públicos y privados para la creación y unos medios eficientes de distribución y promoción literaria.