Читать книгу La literatura como oficio. Colombia 1930-1946 - Felipe Van der Huck - Страница 8
El problema
ОглавлениеComo ya se dijo, la mayoría de los escritores colombianos de los años 30 y 40 del siglo pasado tuvieron en común su vinculación más o menos directa con la política partidista.Confirmar que los escritores mantenían entonces relaciones muy intensas con la política partidista no es difícil: basta con dar una mirada a las revistas, periódicos y suplementos culturales de la época, en donde los temas literarios alternaban con manifestaciones de apoyo o rechazo al gobierno de turno; poemas modernistas con desmesurados elogios o diatribas políticas y escritores extranjeros con numerosos escritores-funcionarios locales.
Bastaría también con una revisión somera de las biografías de los escritores. Como comprobaría esta revisión, la mayoría de ellos ocuparon a lo largo de su vida diversos cargos públicos (en los partidos, en el Estado, en el Congreso, en la diplomacia) obtenidos gracias a sus actividades y vínculos políticos. Algunos se inclinaron más hacia las letras que hacia la política, algunos renegaron de su “doble vida” más que otros, pero todos, o casi todos, tuvieron que ver de diferentes modos con la política partidista.
A partir de la década de 1930, los escritores colombianos no solo desempeñaron un papel novedoso en la vida pública, sino que adoptaron nuevos ideales sobre su oficio, a pesar de que su situación social, su apego no siempre confesado a ideales del pasado y su relación con la política –de la que obtenían la conciencia de pertenecer a una élite culta con una elevada misión civilizadora– hacían muy difícil su realización. En este desfase se encuentra el origen de muchas de sus contradicciones.
Así, por ejemplo, estos escritores adoptaron el vocabulario de los intelectuales modernos, que se había difundido en el mundo occidental a fines del siglo XIX. Palabras como independencia, autonomía, crítica y responsabilidad se repitieron en sus discursos. Proclamaron la independencia del mundo de la cultura respecto a los poderes sociales, económicos y políticos, aunque la mayoría de las veces su vida estuvo ligada a estos y no en última instancia su supervivencia. Elogiaron la actitud crítica como un deber de la inteligencia, pero en sus opiniones casi siempre predominó su visión partidista. Advirtieron, como sus contemporáneos en otros lugares, la presencia de “las masas”, a veces como promesa y otras como peligro (Carey, 2009; Romero, J., 1999), pero nunca lograron deshacerse del todo de su elitismo cultural ni de la creencia de que la sociedad se dividía entre aquellos aptos para dirigir y aquellos que debían ser dirigidos (Braun, 2008). Quisieron renovar el mundo de las letras, pero a menudo fueron grandilocuentes, orgullosos y estuvieron demasiado satisfechos de sí mismos.7
En medio de tales contradicciones, a los escritores colombianos no debió serles desconocida su posición marginal en la “República mundial de las Letras” (Casanova, 2001; Zapata, 2012). Y, aunque a veces se burlaron de él, parecían en realidad poco dispuestos a abandonar el sueño de la “Atenas suramericana”.8 Por un lado, ellos eran conscientes de su importancia pública –sus cargos, su posición social, sus relaciones, el constante intercambio de elogios la confirmaban–, pero, por otro lado, no podían negar la debilidad de su medio: eran escritores sin lectores (sin el tipo y número de lectores que hubieran deseado), sin mercado editorial (sin el mercado editorial que hubieran deseado), sin estímulos (sin el tipo de estímulos que creían merecer). Esta situación amenazaba con poner en duda su valor, no solo ante sí mismos, sino ante la comunidad imaginada de la República de las Letras.9
Por lo tanto, los escritores comenzaron a reclamar la deuda que, según su parecer, la sociedad tenía con ellos: interpelaron al público y reprocharon su desinterés; criticaron la desconfianza de los editores, y se quejaron del escaso apoyo estatal a su labor creativa. De este modo, fueron dando forma a una representación del trabajo intelectual opuesta a la del escritor como cultor de las Bellas Letras, despreocupado de su situación material, orgulloso de su aislamiento y seguro de su valor. Una figura que, si bien parecía del pasado, continuaba resonando con fuerza en la inapelable metáfora de la Atenas suramericana.10
Durante la República Liberal, el prestigio literario estuvo tan ligado al prestigio político –y este a la posición ocupada en la burocracia o en la prensa partidista– que el “polo simbólico dominante” de los escritores no fue el del “arte por el arte”, si es que algo así existió, sino el del intelectual público o intelectual-dirigente, como en adelante se nombrará a esa categoría de escritores cuya existencia estuvo determinada por su doble condición de hombres de letras y funcionarios.11