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EL ARTE NUEVO EN TELA DE JUICIO

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Hasta los ensayos más relevantes de Vela parecen inspirados en hechos casi triviales: la audición de la sinfonietta de Halffter en abril de 1925 sirve en «El arte al cubo» como punto de partida para una de sus más acabadas reflexiones estéticas. La dependencia de la orteguiana «deshumanización del arte», que ha sido ya bien señalada35, se refleja en la tesis principal, referida al distanciamiento que la modernidad se impone en su relación con el objeto artístico y en virtud del cual crea una percepción insólita de este, una suerte de extrínseco incremento de su valor estético. En la moderna percepción del arte, observa Vela, el abandono a la fruición de la obra no se da sin una simultánea actualización de la imagen hecha del tiempo pretérito que esa obra evoca. Tal sobrecarga, que puede acabar enturbiando la percepción de la obra misma, ofrece sin embargo sólo un goce pasivo, insatisfactorio sin «la complicación de otro exponente más elevado»: la ironía, el juego, la mueca burlona ante la sublimidad del arte antiguo en su más convencional sentido. Vela analiza con lucidez esa ulterior potenciación que, aun siendo definitoria del arte moderno, tiende a pasar inadvertida a la mayor parte del público y es, en última instancia, responsable del rechazo —de la «impopularidad», por decirlo con el célebre término orteguiano— que suelen suscitar las obras más novedosas. Y ello pese a que no pueda haber en estas una completa ruptura con la herencia artística, pues sólo a través de la mirada irónica a las formas pretéritas afirma el arte contemporáneo su propia singularidad. Vuelta a la tradición que es ya una crítica de esa tradición; y más que una crítica, un enfrentamiento y una tentativa de superar sus límites.

Toda esta argumentación queda circunscrita al doble problema de la esencia del arte nuevo y de la recepción del arte en general. Observa Vela que la distancia temporal ha permitido contemplar con actitud diversa el arte antiguo y ha abierto espacio a inéditas experimentaciones, pero esa perspectiva acaba por alterar la percepción de las formas artísticas del presente. La música moderna más innovadora y la pintura cubista abandonan todo propósito de subyugar al espectador para ofrecer el andamiaje, la desarticulada disposición de sus elementos constitutivos: la obra no se nos da conclusa, sino en estado provisorio. Toca al espectador buscar solución a los problemas propuestos y armar el mecanismo artístico; en ello radicará su goce estético. Pero ese arte que renuncia a la ilusión de ofrecérsenos concluido y exige tan extraordinario esfuerzo de participación revela también lo deficitario oculto en las formas presuntamente acabadas del arte pretérito. El arte nuevo somete esas formas a un desmantelamiento que nos muestra su frágil armazón desnudo. Se vale para ello no sólo de la ironía, sino también de un engañoso aire de intrascendencia en que el impulso desacralizador se manifiesta en toda su pujanza. Superficialidad sólo aparente: en el difícil equilibrio entre atadura a la tradición y afirmación polémica de la propia identidad a través de la ruptura —tensión que no deja espacio alguno a lo acomodaticio, y menos aún a la frivolidad— se juega el arte moderno su persistencia.

Tal vez porque «el arte nunca ha sido ingenuo»36, ciertas manifestaciones de la vanguardia en que predomina una atmósfera de gratuidad próxima a la inconsciencia son vistas por Vela con franco recelo. Ejemplo de ello es un desdeñoso artículo, publicado en España de Tánger bajo el seudónimo Héctor del Valle, donde se aborda la novedad vanguardista representada por el letrismo37, el movimiento epigónico lanzado por el rumano Isidore Isou en 1946, cuando en el terreno de la vanguardia «ya no quedaba nada por hacer», en palabras de Guillermo de Torre38. Pese a la provocadora presunción de Isou al presentarse como término de la moderna corriente lírica inaugurada por Baudelaire; pese a sus casi demenciales afirmaciones a propósito de las nuevas conexiones entre las letras «conocidas» del alfabeto y la creación de signos yuxtapuestos, y a pesar de lo jovial e irreverente de una actitud que remite a la mejor tradición del manifiesto vanguardista, los resultados fueron mediocres y tuvieron escasa resonancia. Vela se suma de muy buen grado a la mofa con que la novedad había sido acogida. Para empezar, niega a este movimiento toda originalidad, y no sin cierta razón, si se tiene en cuenta que a la tradición literaria hispanoamericana pertenece la llamada «poesía negra», que tuvo su difusión desde principios de los treinta, o la «jitanjáfora» de Mariano Brull39 —cuya invención atribuye Vela al argentino Ignacio Braulio Anzoátegui—, y también en la tradición española se dan ejemplos de una poesía eminentemente lúdica y jocosa, construida a partir del mero efecto sonoro de las palabras y la combinación de sílabas. Vela ironiza sobre el hecho de que en Francia haya querido presentarse como novedad vanguardista lo que ha sido poco más que una ingeniosa tomadura de pelo. Sus palabras son, más que un examen crítico, un desahogo, pero en 1948 el letrismo ha sido ya objeto de tan general y merecida rechifla que la cosa no tiene mayor importancia. Lo interesante es que el desdén se haga extensivo, desde las primeras líneas del artículo, a movimientos de vanguardia mucho más significativos:

«Por el Manifiesto del Superrealismo de André Breton yo daría todas sus obras y las de sus acólitos; por los Manifiestos Dadá, todos los poemas de los dadaístas y a Tristán Tzara, su pontífice, con ellos. Yo me declaro coleccionador y lector de los programas estéticos de las modernas escuelas, capillas y capillitas literarias. Son la única buena literatura de nuestros días, la única buena poesía; apenas hay otra. Si en un incendio general se salvasen únicamente esos programas, la historia literaria no habría perdido nada, y sus autores ganarían una fama que sus obras no podrían desmentir con su deleznable realidad»40.

Esta actitud, una vez más cerradamente orteguiana41, comporta la condena sin paliativos de una parte sustancial de la literatura de vanguardia. Ahora bien, ¿son «deleznables» estos productos nacidos de tan sugestivos programas por su escasa calidad literaria? Sin duda Vela ha apreciado poco los arbitrarios textos dadaístas y surrealistas; el valor de Poisson soluble le parece muy discutible: apenas le había dedicado unas pocas palabras despectivas en su artículo «El suprarrealismo»42. Pero más allá de la gratuidad o la carencia de espesor artístico que Vela haya podido advertir en estas manifestaciones, un cierto menosprecio suele acompañar a sus alusiones a la vanguardia. Ortega había hablado en 1924 de «intrascendencia» del arte nuevo, refiriéndose con ello no a una pérdida de atributos de ese arte, sino a la posición excéntrica que empezaba a ocupar en la jerarquía de intereses del hombre contemporáneo, y había elogiado sin sombra de ironía la humildad del artista moderno resignado ante la insignificancia de su obra y dispuesto a hacerse a un lado. Su interpretación del arte «deshumanizado» suscitó larga polémica, debida menos a las ideas expuestas que a la ambigüedad del discutido término, y quizá también a cierta acusación de trivialidad que podía leerse entre líneas. Pero si Ortega concebía el arte como una magnífica ocasión para el pensamiento, no era ese el único punto de vista de Vela. Se diría que en Vela el malestar ante la vanguardia literaria es más agudo porque la literatura es para él una manifestación artística de suprema importancia: sus diversas tentativas en terreno poético y narrativo, los artículos dedicados a Clarín o el último en Revista de Occidente sobre sus lecturas de Dostoyevski revelan una pasión literaria que no lo abandonó nunca. Esa alta concepción de la literatura imponía un rigor crítico que no debe confundirse con ceguera estética ante lo moderno o con alguna especie de ardor inquisitorial mal satisfecho. La misma actitud exigente que le valiera enemistades incómodas en los primeros años de la Revista de Occidente es la que adopta para su análisis de los que juzga deméritos de la literatura de vanguardia.

En «El suprarrealismo», el más temprano análisis del primer Manifeste de Breton realizado en España43, reconoce Vela la transparencia con que el movimiento ha declarado su vocación de experimento artístico, pero la crítica a la nueva escuela no se hace esperar. Observa en primer lugar que en su intento de «eludir la realidad» y «sustraerse a la lógica» —esta es la discutible interpretación que da del movimiento—, el surrealismo se ha valido de un instrumento insólito, el sueño, que ocupa así el lugar que hubiera podido corresponderles a la imaginación y la fantasía. Inspirado en los hallazgos de Freud, Breton ha llevado las pretensiones de su manifiesto más allá de lo artístico, llegando a sostener que el conocimiento de los mecanismos ocultos del sueño tendrá como necesaria consecuencia una sustancial indistinción entre este y la vigilia, y el consiguiente desvelamiento de una realidad humana de insospechada riqueza. Nada podía desagradar más al racionalista Vela que el elogio del aspecto que tan antipática hace a sus ojos la doctrina freudiana: el descubrimiento de que lo irracional e inconsciente constituye una fuerza capaz de sobreponerse a las contenciones de la vida consciente y ejercer su dominio en el ser humano44. Vela no concede mayor relevancia a las consideraciones programáticas del manifiesto de Breton, tan ajenas a sus convicciones racionalistas de fuerte impronta orteguiana; para quien la vida es conquista incesante del espíritu lo irracional no puede sobreponerse a la razón y a la conciencia o confundirse con ellas. Además, al hacer de lo inconsciente la fuente única de todo hallazgo estético, los surrealistas han condenado su actividad creativa a un inevitable empobrecimiento, el mismo que puede observarse en tantas otras «escuelas extremistas», pues las diversas corrientes de la vanguardia europea han procedido de modo análogo, reduciendo los elementos constituyentes de la obra de arte a uno solo —línea, color, volumen, ritmo, metáfora—, al que han convertido en exclusivo. Lo que confiere interés a estas obras son los elementos que las escuelas consideraban superfluos y aun así no han sido eliminados, lo cual hace de cualquier programa o manifiesto vanguardista, por muy entretenida que pueda resultar su lectura, poco más que la declaración de un esencial error estético. De ahí que el surrealismo haya sido, a juicio de Vela, sólo un incidente más de la vida literaria francesa, y el discurso teórico de Breton, más ameno, más «divertido», acaso algo menos vano que tantos otros resultados literarios de cuya nimiedad Poisson soluble es muestra suficiente.

Las principales objeciones contra la vanguardia se relacionan, pues, con el empobrecimiento deliberado que parece constituir su rasgo preponderante. Una limitación que es para Vela, como irá viéndose, signo de los tiempos, consecuencia de la general desorientación que viene aquejando al arte contemporáneo occidental desde el fin de siglo. Pero esta reluctancia frente a la vanguardia no implica incapacidad para comprender la modernidad literaria y artística en sus manifestaciones más innovadoras. El interés de Vela por la reflexión sobre la poesía de Mallarmé45, la incitación desde las páginas de Revista de Occidente a un debate español sobre la «poesía pura» a imagen del que en Francia se realizaba allá por los años veinte, el análisis de la experimentación llevada a cabo en el teatro pirandelliano o el temprano interés por las posibilidades del nuevo arte cinematográfico, por ejemplo, denotan preferencia por formas artísticas que nada tienen de acomodaticias o tradicionales. Lo que Vela registra son las dificultades que la fragmentación del modelo artístico y literario precedente, y el desmoronamiento de sus pretensiones totalizadoras, han comportado para una contemporaneidad que ha de buscar entre esas ruinas los signos de una identidad propia. Y tampoco ha de confundirse aquí el descontento de Vela ante un arte que debe y no acierta a estar a la altura de su tiempo con ninguna especie de añoranza de las formas obsoletas del arte pretérito. Desde 1917 declaraba su distancia de unos modelos literarios decimonónicos en los que había formado su gusto; aquellas «antiguas devociones» no pueden ya satisfacerlo, han dejado de interesarle o, por decirlo con sus propias palabras, «se le caen de las manos»46. Lo que ocurre es que el arte nuevo no siempre alcanza a superar su desorientación y erigirse en válida alternativa. En su análisis del célebre debate francés sobre la poesía pura, las afirmaciones de Vela a este respecto se harán sumamente explícitas.

El 24 de octubre de 1925 Henri Bremond había pronunciado ante las cinco Academias francesas el discurso sobre «La poésie pure» que daría espacio a un nuevo y animado capítulo de la larga disputa francesa en torno a tan esquivo concepto47. Porque «una cuestión local francesa suele ser una cuestión universal», y el trasfondo de aquella reavivada polémica no era otro que el intento de dilucidar la esencia de la poesía moderna, Vela decidía informar de ello al público español presentando en Revista de Occidente (noviembre de 1926) «La poesía pura. (Información de un debate literario)». No querrá Vela, pese al título de su artículo, limitarse al mero reportaje: en realidad, bajo el aspecto de un circunstanciado informe para el que ha solicitado la colaboración de Guillén y Espina, residentes ambos en París, lo que pretende es la implicación española en una controversia que en Francia no ha agotado su interés, pero sí parece haber tomado rumbo incierto. Vela constata que la propia naturaleza del debate literario y la actitud teórica de los críticos franceses han dificultado que se llegara a conclusiones satisfactorias. Un enfoque más sistemático, capaz de contener el riesgo de divagación propio de tan evanescente argumento, habría sido preciso para alcanzar mejores resultados, y habría convenido también partir de una percepción nítida de la circunstancia en que se halla la poesía francesa tras la disgregación provocada por la quiebra del modelo lírico decimonónico encarnado en la obra de Hugo. Las escuelas poéticas subsiguientes, observa Vela, se han esforzado por hallar nuevos derroteros para el verso, y lo han hecho a través de selecciones y expurgaciones sucesivas de los elementos poéticos que antes se dieran compactos, indivisos en el poema. Algunas lo han despojado de contenido moral; otras han desdeñado la armonía formal hecha de rima y metro; otras aún han ensayado una poesía más liviana y alusiva, o se han propuesto suprimir el sentimentalismo y «deshumanizar» así el poema, o han querido ver en lo popular la esencia de lo poético. Empeños fallidos: la crisis del verso persiste y está todavía lejana «la probable época de síntesis que con tantos simples vuelva a formar un compuesto»48.

Raras veces hallaremos en las reflexiones literarias de Vela páginas tan reveladoras de su expectativa de restauración de un modelo cultural fuerte, de solidez análoga a la del que en terreno poético había entrado en crisis con Mallarmé, y en general iniciara su veloz declive hacia el fin de siglo. Se diría que lo que a Vela interesa es constatar que el vacío dejado por la crisis de un modelo poético ya inoperante no ha sido colmado: si hubo conciencia de una continuidad —la que permitiera a Hugo proclamar su parentesco literario con Dante o Shakespeare—, la cadena se ha roto, y lo ha hecho en medio de un general desconcierto. Con sus dispersos fragmentos poco puede hacerse, pero eso no lo han comprendido las escuelas poéticas que se afanan por imponer nuevos marcos de referencia, sin que los esfuerzos cumplidos en la búsqueda de una «poesía absoluta» hayan llegado a ser más que experimentaciones con elementos poéticos arbitrariamente disociados. En su discurso académico, el abate Bremond expuso ideas que distaban del concepto de poésie pure tal como lo entendía Valéry y contribuyeron a embarullar el debate sobre el sentido del huidizo concepto. La dificultad que implica su enunciación no quiere decir, según Vela, que la idea de «poesía pura» sea desacertada, sino que el asedio a su significado habrá de hacerse a través de un mayor rigor analítico, por medio de pacientes rodeos, de negaciones, de aproximaciones parciales.

Un debate semejante en torno a tema tan poco práctico, afirma Vela con cierta ironía al empezar su artículo, «sería insólito en España, y para muchos indignante»49. Lo cual no le impide enunciar, una vez referido lo esencial de la controversia ultrapirenaica, «alguna aportación española, anterior o posterior a la polémica francesa». La anterior no lo es por mucho: Antonio Machado había publicado en el número de Revista de Occidente de junio de 1925 unas «Reflexiones sobre la lírica» en las que venía a expresar sus reparos a propósito de la pertinencia del concepto de pureza en poesía, el cual conllevaría el de intemporalidad y el de estatismo, y la consiguiente imposibilidad de una evolución poética, a todas luces contraria a la evidencia. En cuanto a las dos aportaciones posteriores, las de Guillén y Espina, ambas han sido redactadas a instancias del propio Vela y ambas constituyen un intento de determinar la esencia de lo poético puro desde posiciones críticas que marcan sus distancias con las tesis de Bremond. Espina ha respondido al requerimiento de Vela con unas notas cargadas de sugestivas puntualizaciones sobre la necesidad de reducir los elementos poemáticos a su único «principio activo», la imagen, liberando así el poema «de los hibridismos extraños del ritmo, la rima y la conceptualidad verbal»50. Pero es tal vez la aportación de Guillén la que mejor enfoca el problema de la poesía moderna51. Desde el conocimiento de las poéticas de Poe y Valéry, desdeña Guillén los énfasis apologéticos de Bremond y sostiene que sólo a partir del rechazo de su inmediata tradición puede el poeta contemporáneo explorar nuevos horizontes de un verbo liberado de las ataduras del sentimentalismo y la retórica. Inútil, pues, cargar con esos lastres que constituyen el aspecto más superado del romanticismo, e inútil, también, defender la existencia de una presunta esencia inefable tras los ritmos, las imágenes o las ideas expresadas en el verso. Siguiendo a Valéry, afirma Guillén que la poesía pura no ha de buscarse más allá del poema; «es matemática y es química» porque nada en ella queda al margen del lenguaje o puede trascenderlo. Ese extremo rigor intelectual, que fascina a Guillén y sin duda agrada también a Vela, no deja espacio a las vaguedades que tanto han contribuido a confundir las cosas en Francia, y constituye un más afinado enfoque del problema. Las observaciones de Guillén y las sugerentes notas de Espina, reproducidas sin añadir comentario, son, en ese sentido, valiosas aportaciones que sirven a Vela para dar a su «reportaje» el carácter de auténtica incitación a un debate español sobre el asunto que tanto ha agitado la vida literaria francesa, y en cuyo imperativo de dilucidación se halla la prueba del cambio que está operándose en el seno de la poesía contemporánea.

Bien pudiera haber hecho Vela extensiva su demanda de análisis crítico a las tendencias narrativas de la época, y dispondríamos hoy de un inestimable testimonio de ese complejo momento de la literatura española. Los años que preceden a la Gran Guerra y los inmediatamente posteriores fueron, como es sabido, los más fértiles en el plano de la innovación narrativa europea, y las novelas poemáticas y ensayísticas surgidas en España entre los veinte y los treinta parecen responder a exigencias de experimentación análogas a las que en Europa están diseñando los fascinantes y heterogéneos panoramas de la modernidad. Pero esta nueva novela española se halla ante dos poderosas constricciones: la de la influencia noventayochista, por un lado, que ofrece obras de calidad difícilmente igualable para los jóvenes escritores llamados a tomar el relevo generacional, y por otro la de la formidable revolución narrativa que en las literaturas de lengua inglesa, francesa y alemana está dando por entonces sus mejores frutos. Y cabe aún añadir otra presión determinante: la constituida por el magisterio de Ortega, punto de referencia de la intelectualidad española del momento, voz crítica de autoridad poco discutible. Lo que el talento excepcional de Ortega consigue en el terreno del pensamiento, la superación del modelo intelectual de referencia —que en su caso encarna también un noventayochista—, no lo lograrán en el artístico los escritores de la joven generación. Los resultados no siempre serán convincentes, y aunque en Espina, en Bacarisse, en Chabás y algún otro se vislumbre a originales creadores muy capaces de afirmarse en la escena literaria española y con Jarnés llegue a esperarse un relevo narrativo en toda regla, esas promesas no habrán de cumplirse, y los desastres de la guerra civil contribuirán después a sepultarlas.

Lo que esta generación ha dejado son muestras de una novela en busca afanosa y poco atinada de sus propias referencias, que combina creación literaria y reflexión sobre los procesos creativos, pero en desigual medida y en detrimento del endeble elemento narrativo. Una novela frágil, en que esa reflexión acaba por hacerse demasiado explícita y por ello mismo pretenciosa; en que el primor de estilo y el abuso autorreferencial comprometen con frecuencia su eficacia. Nada sorprende, pues, el decaimiento que embarga ya desde los primeros años treinta a los más atentos miembros de una generación que ha empezado a reconocer sus limitaciones, su relativa esterilidad en el terreno de la alta creación, y que es muy capaz de ejercer, junto con la crítica, también la autocrítica. A mediados de la década de los treinta es amplia la conciencia de crisis de la novela surgida durante el decenio precedente. De esas fechas (1936) datan los últimos fragmentos publicados por Vela pertenecientes a un proyecto narrativo abandonado, presentados por su autor como tentativas de «humanización de los temas del arte deshumanizado»52. Tan tímida y casi imperceptible presencia del Vela narrador acaso haya inhibido en alguna medida al crítico en el difícil terreno del enjuiciamiento de la novela nueva. Ningún relevante trabajo consagra a la narrativa española de los veinte, salvo el dedicado a Víspera del gozo de Salinas en 1926 —volumen con que acababa de inaugurarse la colección «Nova Novorum» de Revista de Occidente—, y hemos de acudir al testimonio epistolar para constatar su agrado por la novela jarnesiana53.

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