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BRILLOS. OPACIDADES

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Decía Pedro Salinas en 1940 del ensayo español que había ido convirtiéndose en «la puerta falsa por donde han intentado colarse en el mundo literario muchas personas que no tenían nada que decir, pero que no sabían cómo decirlo»1, y advertía a renglón seguido del riesgo de confundir tanto efímero artículo periodístico con más altas manifestaciones de un género literario de valor perdurable. Género que habría tenido en las letras españolas de los cuatro primeros decenios del siglo XX una presencia inferior de lo que la abundancia de títulos pudiera dar a entender. Al margen de los grandes nombres —Unamuno, Azorín, Pérez de Ayala, Ortega, Bergamín—, mejor definidos, a juicio de Salinas, por su ejercicio de un pensar lírico, de una muy hispánica «poesía de las ideas», que por la aspereza intelectual del ensayista, el género había proliferado en confusa vecindad con la producción periodística, favoreciendo así equívocos y abusos. No indicaba Salinas la causa del fenómeno, acaso por demasiado obvia: revistas y periódicos habían sido, debido a razones económicas, el natural medio de difusión de la inmensa mayoría de los ensayos publicados en España. Pero sí proponía una clasificación discriminadora:

«La avalancha del ensayismo la divido yo en tres apartados, por orden de valor. En el superior están esos nombres ya citados, para los cuales mantengo como vigente mi aserción de la irradiación de lo lírico, de la actitud, centralmente lírica, de sus autores. En el apartado intermedio pongo bastantes obras de buen corte intelectual, de enfoque discreto y de decoroso despacho literario; buena lectura para responder a algunas preocupaciones generales de nuestros días, y nada más. Y en el inferior han de abandonarse, como en fosa común, miles de artículos periodísticos, respetables si se los mira, como decía Clarín, sin razón, de sus Paliques, como un medio de ganarse el pan de cada día con relativa honradez, pero sin título a la consideración estrictamente literaria»2.

A ese «apartado intermedio» al que el restrictivo criterio de Salinas concede sólo cierta decorosa dignidad literaria puede adscribirse la entera obra ensayística de Fernando Vela, a condición de proceder a su justiprecio no atribuyéndole rango subalterno alguno en relación con los ensayos de irradiación lírica. Ciertamente, apenas hay en los escritos de Vela otros rasgos líricos que los consignados a sus muy tímidas tentativas en ámbito narrativo y poético. El resto, los miles de páginas generadas a lo largo de años de dedicación a su oficio de periodista y crítico de la cultura, son ejemplo de una prosa recia, bien templada, carente aun en sus ensayos más enjundiosos de rebuscamiento y preciosismo pero no de eficacia comunicativa ni de una natural, espontánea elegancia. «Prosa de ideas» en su más estricto sentido, porque Vela tiene mucho que decir y sabe muy bien cómo decirlo, haciendo de su escritura un instrumento capaz de explorar el entramado ideológico constitutivo de eso que, a falta de mejor nombre, ha dado en llamarse modernidad. Prosa inteligente, puesta al servicio de un imperativo de claridad y coherencia a que Vela se mantuvo fiel con admirable continuidad, dado el volumen de su obra impresa. Buena lectura para responder a algunas preocupaciones esenciales de nuestro tiempo, y nada menos.

La principal cualidad de la escritura de Vela, su transparencia, la señaló ya en 1928 Benjamín Jarnés, en una reseña a El arte al cubo: «En todo el libro utiliza Fernando Vela el instrumento bien pulimentado de un idioma denso y mate, ceñido y musculoso, monedas las cuatro con las que puede comprarse la calidad más alta y rara del arte de escribir: la claridad»3. Delimitaba en seguida Jarnés el alcance semántico de la expresión «mate» disipando toda posible connotación peyorativa: «“Mate” es palabra positiva. Lo “brillante” hay que enviarlo a un lazareto, por sospechas de contaminación de vaguedad. Lo “brillante” quizá nos ayude a verlo todo… menos el cuerpo que brilla. Lo “mate” invita a reposar los ojos, y en el reposo nacen las ideas firmes»4. Medio siglo después de formulado este juicio estilístico, el mismo concepto reaparece, en palabras de Manuel F. Avello, aplicado a una definición genérica de Vela, y nuevamente se hace precisa la aclaración: «Mate, sin brillo, dijo aquí mismo Julián Marías. Diría yo que dueño de una opacidad intensa, intencionada, reflexiva». Y añade: «Le faltó genialidad, luminosidad, y le sobró ser concienzudo, paciente, seguro de sus fuerzas»5. También José-Carlos Mainer ha aludido a esa «discreción y opacidad» que distingue su obra y su figura6. La persistente aplicación de un calificativo tan necesitado de puntualizaciones a la personalidad de Fernando Vela y a su escritura, de la que todo puede decirse salvo que sea deslucida en la forma o apagada en la expresión del pensamiento, reclama alguna dilucidación.

La prosa ensayística de Vela no se adscribe al signo lírico dominante en la primera mitad del siglo XX, o lo hace en tan reducida medida que ese aspecto no constituye un rasgo estilístico distintivo. Las conexiones con una generación a la que Vela se vinculó sólo a medias7 han de buscarse menos en los aspectos formales de su escritura que en los temáticos, y aun estos dejan siempre espacio a una independencia de criterio que le permitirá someter a análisis crítico cualquier corriente o moda del momento sin renuncia a su exigencia de objetividad. Tal vez el encuadre del ensayo de Vela en una etapa de predominio del lirismo, desbordado en la prosa cuanto en el verso, haya contribuido a percibirlo poco destellante. El estilo de Vela deriva de sus maestros reconocidos: de la prosa crítica de Clarín y, con aun mayor evidencia, del ensayo orteguiano, algunos de cuyos rasgos estilísticos aparecen asimilados en sus escritos. Esa influencia, que se advierte hasta en su producción menos elaborada —la periodística: la de sus incontables artículos, crónicas y reseñas escritos al día, sin otra pretensión que la informativa—, deja nítida impronta en sus más cuidados ensayos, destinados con preferencia a la Revista de Occidente, así como en tres excelentes biografías que dio a la estampa en los años cuarenta. Es precisamente en esos textos donde hallamos los rasgos de su genuino pensamiento, que a través de la interpretación y el análisis de la obra ajena crea las condiciones de un prolífico diálogo de las ideas en el que el lector no puede dejar de sentirse gratamente involucrado. No hay otra opacidad en la límpida prosa ensayística de Vela que la derivada de esa alta exigencia de participación intelectual sin protagonismos, como no hay superfluo alarde de erudición ni vago impresionismo ni antojadizos lirismos de ninguna especie. Bien lo observó Jarnés: Vela no hace concesiones a esos brillos que tan a menudo enturbian lo que pudiera definirse, al modo orteguiano, como una visión clara de las cosas.

La referencia a Ortega es aquí obligada; su influencia en Vela tiene origen en la admiración provocada por la lectura del artículo sobre Maeterlinck «El poeta del misterio», aparecido en El Imparcial el 14 de marzo de 1904. Fue entonces «la claridad, el temblor, el nuevo modo de decir y pensar» lo que al «muchacho admirativo y poco crítico», pero ya ávido lector de toda cuanta buena literatura le llegaba a través de la prensa, causó una de esas impresiones profundas que tan a menudo marcan los destinos intelectuales. El conocimiento personal se produciría años más tarde, y con este el inicio de una amistad que había de resultar extraordinariamente fecunda para ambos. La obra ensayística de Vela deriva en buena medida de esa presencia orteguiana, a la que habremos de referirnos a menudo en las páginas que siguen y que agudiza la impresión de modestia, de opacidad —el término sí parece aquí pertinente— que su figura intelectual puede producirnos. Pero una humildad que no fue sumisión acrítica o eclipsamiento, y conviene recordar que también la obra de Ortega se benefició, y no poco, del eficacísimo apoyo que Vela supo brindarle siempre. Un libro de la importancia de El tema de nuestro tiempo no hubiera existido sin su intervención, y muy probablemente Ortega no habría podido realizar con tanto acierto la más espléndida de sus empresas culturales, la Revista de Occidente, sin una colaboración de Vela que resultó mucho más determinante de lo que luego ha querido reconocérsele (pero en punto a reconocimientos, el caso de Vela es un triste ejemplo de la sin par miopía que aqueja a la historia de nuestras letras).

Con motivo del fallecimiento de Vela, escribía en 1966 Paulino Garagorri: «su escrupulosa honestidad intelectual le hacía no acometer sino lo que estuviera seguro de dominar, y frente a la petulancia o improvisación de no escasos intelectuales españoles, él laboraba casi siempre por debajo del nivel de sus posibilidades; así, dejó de hacer algunas cosas que, en rigor, hubiese cumplido mejor que nadie»8. No fue, pues, apocamiento, sino la rara virtud de la modestia, unida a una extrema exigencia personal y al orgullo de quien no está dispuesto a condescender a la insuficiencia, lo que le impidió brillar con más fuerza en el panorama cultural español de la centuria precedente. Pero, como ha dicho José-Carlos Mainer, gracias a hombres como Vela se explica «mucho del rigor de la inteligencia española del siglo XX»9. Y ello basta para juzgar imperdonable el olvido a que se ha relegado una obra ensayística merecedora de ser considerada, por la lucidez del pensamiento, la amplitud de intereses y la desenvuelta y precisa escritura, entre las de mayor altura intelectual de su tiempo.

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