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UNA «CIENCIA DE LAS ESENCIAS»

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Ni la nitidez del pensamiento ni la claridad de la enunciación faltan en los ensayos en que aborda Vela temas filosóficos, pero sí, acaso, la originalidad de que tan a menudo hacen gala los que versan sobre otras materias. Pensados para un público culto no especializado, revelan a cada paso la dependencia del pensamiento orteguiano y de sus formas más accesibles y didácticas. Válidos ejercicios de síntesis, muestran, con una claridad que es también gentileza en el ensayista, la solidez de sus conocimientos sobre el tema tratado y la identificación con las ideas del maestro. No puede hablarse, en rigor, de pensamiento filosófico genuino en Vela; lo que se da en sus ensayos es más bien un comentario o juicio crítico supeditado a la naturaleza expositiva de estos textos.

Ya en tempranos trabajos divulgativos, las que el propio Vela llamaría en alguna ocasión sus «meditaciones» aparecían germinadas en terreno muy poco propicio a honduras:

«Uno de estos días —escribe a Ortega en carta de hacia 1920— le enviaré la revista del Ateneo de Gijón. Allí sigo publicando la “Guía del lector poco preparado”. Con este artículo termino a Marx; en él expongo el materialismo histórico. He sacrificado, a veces, la precisión a la claridad, porque se trata de lectores poco preparados, pero yo quisiera que usted tuviese la bondad de leerlo. He pensado y filosofado algo sobre ese tema y me gustaría saber su juicio sobre mis meditaciones»75.

Vela dedicaría a lo largo de su vida bastantes páginas al marxismo y su deriva soviética; no interesan aquí esos contenidos, que hallan su mejor formulación en escritos de corte histórico-político, sino el hecho de que se solicite el parecer de Ortega sobre unas reflexiones hechas con pretensión filosófica pero condenadas a muy corto vuelo, dadas las limitaciones del contexto en que han surgido. Es esta una actitud sintomática: Vela se muestra muy capaz de ofrecer al lector profano luminosas panorámicas del pensamiento contemporáneo, pero ni se anima a rebasar ese límite autoimpuesto ni se aleja un punto de las principales tesis que determinan las etapas del pensamiento orteguiano.

Así, la refutación de Husserl realizada por Ortega ya desde 1913, a partir de ideas inspiradas en las de su maestro Paul Natorp, constituye una crítica de la fenomenología que reaparece en el ensayo de Vela «Sobre el problema de la filosofía»76 en los términos de una desaprobación de las limitaciones inherentes a la perspectiva fenoménica del «nuevo positivismo» husserliano. A la difusión de las tesis raciovitalistas orteguianas contribuiría Vela activamente en 1921, y es ese algo deslavazado cuerpo doctrinal concebido como síntesis del relativismo y del racionalismo —síntesis encaminada a la superación de lo que hacia el final de El tema de nuestro tiempo era definido como «la crisis más radical de la historia moderna»— el que en mayor medida orienta su pensamiento. Deriva también de Ortega el interés de Vela por la antropología filosófica, disciplina a la que dedicaría diversas reflexiones y en 1930 —el año de La rebelión de las masas— un importante trabajo77. En él centraba su atención en las investigaciones a que había dedicado sus últimos años el fenomenólogo Max Scheler en el terreno del pensamiento antropológico, y muy concretamente en las dificultades derivadas de su intento de armonización de los conceptos «vida» y «espíritu», analizados ambos a partir de la premisa errónea de su «falsa contraposición». Vela llevaba el problema a más orteguiano ámbito («razón» y «vida») para señalar que había sido precisamente la arbitraria separación de ambos conceptos la que había comprometido los resultados de Scheler, reduciendo su tentativa a una «operación analítica inadecuada». De algún modo anunciaban estas páginas de Vela el cambio de rumbo que muy pronto iban a experimentar los escritos orteguianos. «Ortega —escribe Orringer— sospecha, en torno a 1932, que con su justificación antropológica ha perdido de vista la base que se había propuesto justificar, es decir, la vida concebida como problema o preocupación»78. La etapa posterior de la filosofía de Ortega supondrá, en buena medida, un abandono de esa perspectiva antropológica que lo había ocupado en la década de los veinte y un retorno a su idea de la existencia individual interpretada como dilema, concepto que tendrá enorme repercusión en los ensayos últimos de Vela.

Ortega constituye para Vela, en fin de cuentas, un feliz esfuerzo de superación de las contradicciones internas que parecen haber llevado a la filosofía al callejón sin salida de los racionalismos e irracionalismos a ultranza; a una fenomenología que restringe el campo de acción del pensamiento, e incluso a un existencialismo al que puede reprochársele su enfangamiento en el yermo nihilista. Ortega representa, en tal sentido, la afirmación de la filosofía como entidad intelectual suficiente; como instrumento capaz de afrontar, contra las difusas formas del escepticismo contemporáneo, el enigma que para el hombre constituye su propia existencia. De ahí que en «Sobre el problema de la filosofía» señale Vela como principal conflicto del pensamiento moderno su renuncia a postular una teoría que lo defina por sus propios fines. El relativismo de Dilthey, sostiene Vela, parece haber dejado espacio sólo a una sistematización de las diversas concepciones del mundo, lo cual bien puede interpretarse como síntoma de un tiempo «que poetiza sobre la poesía, critica la crítica, novela la novela, y en todo paraleliza los reflejos intelectuales hasta lo infinito»79; que se resigna, en definitiva, a abandonar toda pretensión de que la filosofía cristalice en una disciplina independiente, en una verdadera «ciencia de las esencias». No menos relativista y escéptica —no menos restrictiva— juzga Vela la postura de Simmel, en quien advierte similar renuncia a toda posible unificación del concepto de filosofía a través de su justificación objetiva. La inversión orteguiana consistente en una redefinición del relativismo como objetivismo, inspirada en buena medida en ideas de Simmel y expuesta en El tema de nuestro tiempo, es aquí señalada como primer paso para solucionar el problema eminentemente filosófico de la esencia de la filosofía.

Argumentos análogos a los que sirven para la crítica de las corrientes de raigambre neopositivista o neoempirista se emplean en la denuncia de la amenaza que constituye para el pensamiento metafísico el nihilismo contemporáneo. El problema de la relación entre el existencialismo y la filosofía orteguiana preocupó largamente a Vela, al punto de impulsarlo a consagrar muy buena parte de su última recopilación de ensayos, Ortega y los existencialismos, a una obstinada y un tanto dogmática afirmación del raciovitalismo frente a las que juzgaba —según tesis inspiradas en los escritos póstumos de Ortega sobre Leibniz— contradicciones de la filosofía de Heidegger80. Pero ya desde fines de la década de los cuarenta había manifestado Vela enérgico desacuerdo con la corriente filosófica existencialista, cuyos precedentes históricos más próximos reconocía en la fenomenología y en la filosofía de Kierkegaard. Data de 1949 el prólogo a su traducción del estudio de Harald Höffding sobre la figura del pensador danés. «La descendencia de Kierkegaard» constituye uno de los más decididos ataques de Vela al existencialismo desde la interpretación del problema del «suicidio de la razón» como causa del aflorar de la desesperación y la angustia contemporáneas. «Sin la fe religiosa de Kierkegaard —sostiene Vela—, el hombre de ciertos existencialismos se encuentra en una historia y un mundo que considera absurdos, y además sin Dios, y tiene que caer forzosamente en un nihilismo irremediable»81. Todo lo desorbitable del pensamiento de Kierkegaard se ha desorbitado en el «existencialismo a lo Sartre» por el procedimiento de asimilar las consecuencias últimas de aquella filosofía desde la posición racionalista y atea predominante en la Francia del siglo XX. Pero una filosofía sustentada en la negación, observa Vela, no puede sino «quedar empapada de la cabeza a los pies por un negativismo irremediable»82, y es ese el árido terreno hollado tanto por el existencialismo de Sartre como por el de Heidegger. Por más que las dos corrientes partan de presupuestos muy distintos, a cuyo análisis dedica Vela generoso espacio en su prólogo, ambas convergen en la concepción de una existencia humana abocada a «la angustia y la incomunicación absolutas». La conclusión de Vela sitúa en su justa dimensión el negativismo sartreano, pero parece desatender (y continuaría haciéndolo más tarde en ensayos como el que da título a su último libro) las reflexiones de Heidegger sobre la fundación del ser en el lenguaje. Estas se habían inaugurado con el admirable escrito del filósofo alemán sobre Hölderlin de 1937 y orientarían desde entonces su pensamiento hacia una búsqueda incesante en el lenguaje —una espera y una escucha— de nuevos significados del ser, que mal podía conciliarse con el veredicto de nihilismo decretado en las, por otra parte, muy reveladoras páginas de Vela.

En 1960 seguía estimando Vela la reluctancia frente a lo objetivo el rasgo propio de toda filosofía existencialista:

«En todas las filosofías existenciales y existencialistas late este mismo terror a lo objetivo. Sartre habla de engluement por lo objetivo en que el sujeto se queda pegado como la mosca en el papel engomado. Es cierto que la cultura se ha hecho demasiado objetiva, racional, fría y abstracta, pero no parece que el modo de salvarla sea acentuar en tal grado lo subjetivo, pasional y concreto. La cultura europea —es cierto— se ha apartado de la vida y sus fermentos, embarcándose en la nave del racionalismo puro, pero como las tripulaciones de los veleros antiguos en sus largas travesías, ha enfermado de escorbuto, por falta de vitaminas. “Cultura anémica” la llama Ortega en el primer volumen de El Espectador, añadiendo: “La vida tiene que ser culta, pero la cultura tiene que ser vital”»83.

Ante lo inequívoco del diagnóstico —cultura desvitalizada, pensamiento que renuncia a afirmarse como necesidad—, la propuesta orteguiana de insertar el concepto de razón pura, objetiva, en el de «razón vital» y definir el ser objetivo de las cosas se alza como alternativa a la encrucijada en que se halla el pensamiento contemporáneo. «Una exigencia de equilibrio y serenidad» ante la desazón de nuestro tiempo y una enérgica reacción frente al patetismo, frente a la gesticulación y el miedo, que había de seducir profundamente a Vela y dejar huella indeleble en su obra escrita.

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