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EL RECURSO A LA HISTORIA

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La extraordinaria versatilidad de la escritura de Vela se manifiesta también en su capacidad de abordar los más variados temas históricos desde diversas perspectivas y permite establecer una línea divisoria entre la serie de textos en que alientan inquietudes de orden político y los redactados sin otra intención que la divulgativa. De entre estos últimos, trabajos para Revista de Occidente como «Genserico, rey de los vándalos» o «Mapa real de las fuerzas francesas», además de numerosos artículos aparecidos desde 1949 en el suplemento semanal de España de Tánger, pueden muy bien avecinarse a otros de tema vario, como los sugestivos «El grano de pimienta», «La muy francesa historia del coñac» o la serie de artículos que componen su «Viaje a Inglaterra». Son estas apuntaciones sueltas de un país muy apresuradamente visitado las que mejor prueban la maestría de Vela en el ejercicio de una escritura capaz de discurrir con libertad por entre los meandros de su pensamiento atento a la sociedad y la cultura europeas: un Vela más jovial, bienhumorado, se nos revela en estas páginas que, si no nos engañamos, se cuentan entre las de más grata lectura de su obra periodística. Pero al margen del talento de Vela para la amena divulgación, la historia tiende a ser en sus manos instrumento de reflexiones de mucho mayor alcance.

La posguerra supuso para Vela el abandono temporal del territorio español y el definitivo de su precedente y a menudo solapada participación política en la prensa, pero no el de su interés por la circunstancia histórica contemporánea. En cierta medida, ese análisis histórico encontraría el modo de persistir en las páginas de España de Tánger como forma tangencial de su reflexión política. Hablar de las vicisitudes del viejo continente, de los avances aliados durante la guerra, del peligro implícito en una deserción europea de la nueva dinámica de equilibrios internacionales, de los avatares del concepto de cooperación mundial o de las amenazas de un presente incierto y tempestuoso era el modo de impedir que quedase interrumpida una vieja vocación de análisis político que estaba en la misma base de los intereses intelectuales de Vela. El limbo tangerino ofreció para ello algún espacio, y fue allí, y en las páginas de un espléndido rotativo, donde halló la manera de dar continuidad a aquella vocación y donde se gestaron sus dos biografías políticas. En ambas subyace un mismo propósito de análisis de las circunstancias que habían llevado a la civilización occidental a la situación presente y habrían de determinar su inmediato porvenir.

«El antiguo concepto europeo de nación —diría Vela en una conferencia pronunciada en Madrid, en la Asociación de Diplomados del Instituto Internacional de Boston, hacia junio de 1951— ya no nos sirve; tenemos que modificarlo y hacer de Europa una nación o supernación si no queremos quedar reducidos a objeto de las políticas extraeuropeas»84. Desde el filo del medio siglo era evidente el declive de un sistema eurocéntrico que hasta unos pocos decenios antes había logrado mantener su supremacía, y el descalabro germánico haría preferible olvidar que, durante la Segunda Guerra Mundial, Alemania había sido vista por muchos como única garantía de un futuro orden europeo, como ha señalado Hobsbawm en una obra capital (Age of Extremes. The Short Twentieth Century 1914-1991, IV, 5). Una Europa desunida y suspicaz mostraba su frente más vulnerable ante el muy poco sutil equilibrio de poderes impuesto por las grandes superpotencias. Diez naciones europeas acababan de alinearse en el Pacto Atlántico renunciando así a todo posible protagonismo en el nuevo orden internacional, y en 1950, mientras los Estados Unidos se entregaban a la histeria macartista, la guerra de Corea abría una nueva fase de grave deterioro de la precaria estabilidad mundial. Vela había seguido con enorme interés el proceso de afirmación de la gran potencia americana: ¿no había sido mérito indudable de la política exterior de Roosevelt su determinación de involucrar a los Estados Unidos en la guerra mundial para garantizar, precisamente, su presencia en la futura dinámica de equilibrios internacionales? Había analizado con pareja atención los mecanismos en virtud de los cuales se impusiera en el desconcierto de las naciones el poderío del bloque soviético, con toda su carga de potenciales amenazas. Frente a una Europa ausente, constataba Vela que la nueva formulación bipolar del mundo suscitaba una inquietud «semejante al pavor que experimentaríamos si una noche, al dirigir nuestros ojos a los astros, en vez de verlos esparcidos como habitualmente, distribuidos en un orden armonioso, los viésemos acumulados en dos extremos del cielo formando dos grandes masas enfrentadas»85.

La antigua fórmula del equilibrio de poderes seguía constituyendo, en definitiva, una garantía de que las guerras, si no eran evitables, podían al menos ver limitadas sus proporciones. De ahí que uno de sus más decididos valedores, el ministro Talleyrand, mereciera el elogio de Vela por la extraordinaria lucidez de un análisis político que había determinado la situación de esencial estabilidad a lo largo del siglo XIX, pero que después fue olvidado en el viejo continente. Todo cuanto Talleyrand y Metternich quisieron evitar en el Congreso de Viena acabó por cumplirse, con las consecuencias por ellos previstas. «Admira su clarividencia —afirmaba al respecto Vela en la citada conferencia—; pero aún admira mucho más que los jefes de Estado y diplomáticos de nuestro tiempo hayan desconocido estos pensamientos o los hayan descartado frívolamente»86. Y el resultado de la frivolidad, la incompetencia y la desmemoria no era otro que el indefinido mantenimiento de «un vacío en el espacio centroeuropeo» que agravaba «el equilibrio sumamente inestable» de la situación mundial, con el consiguiente riesgo de precipitar una «testerada definitiva, destructora».

No se trataba de un temor infundado, y la conciencia europea del riesgo era por entonces muy viva: lo prueban con suficiencia los sombríos vaticinios de Bertrand Russell (en sus Unpopular Essays, aparecidos en 1950, entre otros textos) sobre el porvenir del llamado, algo humorísticamente, «mundo libre». Demostraban, además, las palabras de Vela que en España podía seguir hablándose de Europa sin la bochornosa impresión de haberse perdido todo contacto con una realidad geopolítica a la cual se pertenecía, en fin de cuentas, por más que en ella se contara bien poco. Sus argumentos provenían de una sólida vocación europeísta («europeísmo conservador y anticomunista» lo define Mainer con exactitud87) a la que nunca habría de renunciar y en cuyos ideales veía, probablemente, la esperanza de cambios profundos en la circunstancia política española. Un libro como Los Estados Unidos entran en la historia —publicado, no se olvide, en la España de 1946—, que se concluye con una reflexión sobre la importancia de mantener viva la idea de cooperación internacional que hubiera podido cristalizar en la Sociedad de Naciones, no sólo abunda en el elogio del régimen democrático, sino que ofrece más de una genérica observación sobre los peligros de los dictatoriales. En el vigésimo capítulo del libro, los intolerantes discursos de cierto opositor a la política del New Deal son acusados de haberse vuelto «cada vez más fascistas», y en otra ocasión los dardos van dirigidos «al haz lictorio de Mussolini, a la esvástica de Hitler, a la hoz y el martillo de Stalin». El obligado silencio sobre el yugo y las flechas era, cuando menos, elocuente. Y lo era también la sutileza con que, hacia el final del libro, quedaba expresado cierto prudencial margen de duda en relación con la «imprevisible trayectoria» de las enormes fuerzas puestas en juego por F. D. Roosevelt, por mucho que hubieran favorecido la contención de las soviéticas. No deben interpretarse, pues, las palabras pronunciadas por Vela en 1951 como mera intervención de circunstancias en una institución en la que podían ser bien acogidas: se trata de ideas largamente meditadas, de las que había venido ocupándose en sus artículos para España de Tánger y que son clave de lectura de sus dos biografías políticas.

La política de unificación europea, y en relación con esta el concepto de cooperación internacional, entendidos como cimiento de un orden nuevo, seguirían interesando a Vela hasta el fin de sus días. En el ensayo «Dos mundos distintos», aparecido en diciembre de 1963, no ocultaba su optimismo ante el proliferar de instituciones internacionales dedicadas al fomento de una cooperación económica mundial —en cuya entusiástica enumeración acababan por incluirse tres de estricto carácter militar— a la que ningún «nacionalismo patriotero» o «soberanía intocable del Estado» podría oponerse sin riesgo de incurrir en el más deplorable de los anacronismos: el de entorpecer el logro de aquel «mejor orden internacional» en que a juicio de Vela se cifraba el espíritu rector del tiempo presente. Y todavía en uno de sus ensayos últimos para Revista de Occidente, «Desmitologización de la ciencia», cuyo objeto es reflexionar sobre el alcance de los descubrimientos de la física contemporánea, arremete Vela contra el antieuropeísmo unamuniano y su descabellada invitación a cierta forma de autismo intelectual en nombre de unos valores espirituales arbitrariamente contrapuestos a la ciencia europea, y adjudicados sin más al pueblo español, tras los que mal se ocultaban incapacidad e impotencia, pero sobre todo «beatería hipócrita» y corrupción, esas sí, de honda raíz hispánica.

Convencido europeísmo, pues, en el que seguían latentes tanto la vieja desconfianza frente a las cerrazones nacionalistas de cualquier especie como el temor a una gestión unilateral del inmenso poder acumulado en las solas manos de las dos superpotencias, y con el que no era difícil armonizar los conceptos de solidaridad y cooperación internacional. El moderado optimismo de Vela al señalar las distancias entre el viejo «mundo desordenado» de 1923 y el que cuarenta años después se enderezaba hacia una mejor organización general no era ciertamente producto de una interpretación utópica o ingenua de la realidad. Más bien parece tratarse de la esperanza de haber dado con el modo de afrontar algunos de los más graves y acuciantes problemas que aquella realidad histórica planteaba.

Si Vela ironiza en alguna ocasión a propósito de la insistencia con que se percibe crisis en casi cualquier circunstancia de la vida88, lo cierto es que, en lo que toca a los aspectos esenciales de su reflexión sobre la modernidad, es el primero en considerar tal crisis como la principal seña identificadora del presente. Crisis en el ámbito literario y artístico, debida a la desorientación que siguió al derrumbamiento de los modelos fuertes decimonónicos; crisis en el filosófico, que arranca del pensamiento nietzscheano en que mejor se cifran las turbulencias ideológicas finiseculares; crisis en el ámbito del conocimiento científico, sometido a la aparente iconoclastia de un relativismo empeñado en trastornar toda precedente certidumbre, como observará de modo muy incisivo en «Desmitologización de la ciencia». Y crisis también de orden político-económico: la contradicción interna del capitalismo, su ciega y sorda confianza en la posibilidad de un desarrollo ad infinitum, su fuga hacia delante en imprevisible alternarse de épocas eufóricas y colapsos económicos es objeto de examen en el ensayo «Mundo limitado»89. La validez de un análisis para el que Vela se inspiraba en ideas expuestas en el libro de Pierre Lucius Rénovation du capitalisme (París, Payot, 1934) y la vigencia de sus conclusiones se hacen evidentes apenas el lector recapacita sobre la inquietante actualidad de un fenómeno que parece repetirse en mayor escala en nuestros días, si es cierto que la presente extensión global del sistema económico occidental, con la consiguiente alteración del orden internacional, es consecuencia directa de un nuevo y serio revés capitalista que registra la historia de Occidente, y de la subsiguiente imperiosa necesidad expansiva.

La vigencia de la obra ensayística de Vela no ha de sorprender al lector actual, en la medida en que nada parece definir mejor nuestro tiempo que la conciencia de esa crisis que abarca todos los órdenes de la vida, obligando al hombre contemporáneo a aceptar la naturaleza esencialmente conflictiva de su propia existencia. Y es aquí donde acierta Vela a beneficiarse de la más provechosa lección orteguiana: la que deriva del reconocimiento de que la realidad, en cuanto tal, no se manifiesta sino como problema; como renovado enigma ofrecido a los afanes de la inteligencia y las desazones de la razón. A tan fascinante reto responde la obra ensayística de Fernando Vela desde la lucidez del pensamiento y el honesto compromiso con su propio imperativo de radical, irrenunciable coherencia.

Esta edición no habría sido posible sin el sabio consejo y la eficacísima mediación de Domingo Ródenas de Moya, a quien va en primer lugar la expresión de un agradecimiento para el que estas palabras son muy insuficientes; pero la larga y fraterna amistad tolera esas injusticias. Fueron para mí valiosos los consejos de Amelia de Paz, que tuvo la amabilidad de leer una primera redacción de estas páginas y ofrecerme inteligentes sugerencias que espero haber sabido aprovechar en alguna medida. A la pulcra revisión de los textos realizada por Lola Martínez de Albornoz adeuda este volumen su menor descuido. A todos, pues, mi sincero agradecimiento. Y a Elena gracias por mucho más.

E. C. V.

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