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VOCACIÓN BIOGRÁFICA

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Si un género literario no precisaba humanización alguna, este era sin duda el biográfico, cuyo florecimiento en la Europa de los primeros decenios del siglo debió de verse favorecido, como se sugiriera ya en su tiempo54, por la moda de los estudios psicológicos, que en la biografía hallaban un espacio idóneo. Y pudo no ser ajena a tal auge la dificultad inherente a una experimentación literaria que procedía a desarticular los elementos narrativos que habían sido el fundamento de la novela precedente. No es fácil determinar qué margen fue dejando esa radical renovación a la nostalgia de los modelos literarios anteriores, qué insatisfacción produjo en el lector tradicional la fuerte intelectualización del género narrativo, pero el apogeo de la biografía que se registra desde comienzos del siglo XX tal vez sea un válido índice de esa añoranza. También en España la biografía debió de beneficiarse del cansancio producido por una novela poemática pretenciosa y decepcionante. Y no puede olvidarse que una importante iniciativa de Ortega, la colección «Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo XIX», contribuyó a dar mayor altura intelectual a un género que hasta entonces no había pasado de secundario. A ella debe la literatura española algunas excelentes biografías nacidas con el muy orteguiano empeño de dilucidar la fidelidad de los personajes tratados a su vocación y a su destino. En ese mismo espíritu redactará Vela, ya a principios de los cuarenta, las biografías Mozart y Talleyrand, así como la algo posterior Los Estados Unidos entran en la historia.

Mozart, Talleyrand, Franklin D. Roosevelt: tres figuras disímiles que se dejan interpretar como concentrados de algunos de los principales intereses de Vela en materia histórico-política o en la de la reflexión estética, ambas fundamento de su obra ensayística. De hecho, la vinculación de lo ensayístico y lo biográfico es muy profunda en Vela: los dos géneros responden, en su caso, a idéntico propósito de análisis de las circunstancias históricas, sociales y culturales que pueden ofrecer las claves del presente. Un mismo rigor documental los caracteriza, un mismo estilo digresivo, derivado de su eficaz y aquilatada prosa periodística, y análogo empleo de lo anecdótico por su capacidad de condensar la idea esencial. Las biografías constituyen ocasiones bien aprovechadas para meditar sobre cuanto de manera más sistemática aborda en sus ensayos. Es comprensible que semejante enfoque dejara poco espacio a la novelización de los personajes biografiados: por más que Vela no hubiera tenido empacho en servirse de esas estrategias literarias —diestramente empleadas en los textos sobre Jovellanos y Clarín de 1917, y presentes también, aunque en menor medida, en su Mozart—, allí donde domina la pasión del tema político tales recursos son arrinconados en beneficio del tono expositivo y el equilibrio formal sin florituras que distinguen su mejor ensayo. Y se comprende también que ese esfuerzo racionalizador se haya valido de una moderada aplicación de formas de análisis psicológico que desde Giles Lytton Strachey venían constituyendo el rasgo distintivo de la gran biografía europea: la de Emil Ludwig o la de André Maurois, por citar dos significativos ejemplos55.

Pero no son esas influencias el rasgo esencial, sino el de ser sus tres biografías frutos tardíos de un bien asimilado programa orteguiano. En 1932 escribía Vela:

«El problema actual es, pues, devolverle al hombre la vida auténtica que ha perdido, suprimirle los subterfugios y los sustitutivos y enfrentarle con esa realidad enorme y terrible que es existir, vivir y tener un destino, hacerle oír ese grito subterráneo que la existencia se dirige a sí propia por el intermedio de la conciencia y que ella misma, en su noche oscura, trata de apagar tapándose los oídos, temerosa de despertarse. […] Nuestra vida tiene que ser destino. Nuestras ocupaciones, vocaciones»56.

Diez años después el diagnóstico sigue vigente y puede aplicarse, con igual validez que a la reflexión filosófica, al ejercicio biográfico. Talleyrand es símbolo del hombre desesperado ante un destino individual adverso, que lo empuja a la rebeldía contra una «sociedad petrificada» que ha asistido indiferente a la usurpación de sus legítimos privilegios. Rebeldía que se manifiesta tanto en su aborrecimiento de la carrera eclesiástica impuesta cuanto en una voluntad de dominio que acabará por convertirlo en principal artífice de los destinos políticos de todo un continente. Talleyrand no ve otra salvación personal que una «catástrofe general» que lleve a esa sociedad al colapso: la Revolución francesa primero, y luego Napoleón, serán sus instrumentos. Pero ese impulso vengativo, que parece ser móvil primario de la actividad diplomática con que sacia su ambición de poder, cede paso a una visión lúcida y realista de la realidad política, puesta al servicio del más alto imperativo de salvaguardia de la cohesión europea. En el plano personal como en el público —que llegan a hacerse indistinguibles—, Talleyrand se sobrepone a la adversidad gracias a una perspicacia y una versatilidad deslumbrantes: todas sus expectativas de poder se ven satisfechas, y en su vejez descubre que el precio de la implacable determinación de adueñarse de su propio destino es una íntima insatisfacción y la soledad más extrema, la que hace imposible la amistad, la confidencia, la «intimidad con nadie, ni aun consigo mismo»57.

En Mozart halla Vela el arquetipo de las afortunadas existencias «que encuentran en seguida su vocación y su destino inconfundibles». Su genio crea el milagro de una música en que todo se vuelve altísima expresión artística: si un delicado sentimiento humano no la impregnara siempre, bien podría afirmarse que la obra de Mozart lleva a su realización el abstracto concepto de música pura sobre el que la modernidad tanto ha teorizado. Unidad interior orgánica y no cerrada, perfecta conjunción de espontaneidad y dominio técnico, la obra de Mozart —«álgebra superior de los sonidos», como orteguianamente la define Vela— es síntesis de la música de un tiempo aún no amenazado por la irrupción del irracionalismo romántico. Y su biografía, la de un excepcional temperamento que contradice cualquier idea preconcebida: «no es el relato de cómo se transforma y forma lentamente una personalidad humana a la par que se deshace, sino una narración de aleteos confinados, de golpazos contra cristales que se creían abiertos, de caída de plumas y recorte de alas»58. Vida dramática, excepcional, puesta al servicio de una obra donde todo es logro y perfección dada; extraordinaria fidelidad a una vocación y un destino llevados a su pleno cumplimiento.

Vida como cumplimiento de un alto destino fue también la de Roosevelt, a quien singulariza la circunstancia de haber debido renunciar a su vocación íntima para hallar la vía de una realización completa. En los hombres de vocación frustrada, dice Vela, puede producirse tanto el fracaso vital como una reacción que permita dirigir las propias energías en dirección más certera. Roosevelt, que ejemplifica ese segundo caso, es símbolo del más puro voluntarismo y de un inquebrantable espíritu de lucha. Contra las presiones conservadoras y aislacionistas, triunfa su iniciativa de impulsar una intervención armada en Europa que habrá de dar a su país protagonismo en la historia contemporánea. Si en 1932 no había juzgado Ortega a la nación americana preparada para ingresar en la historia universal59, siete años después el hombre llamado a cambiar la suerte de esa nación acierta a interpretar el impulso histórico que latía con fuerza en un pueblo ya maduro para salir de su letargo. Los Estados Unidos… es la narración de ese proceso y la epopeya de un destino individual que se cumple en su determinación de enfrentar a la nación norteamericana con la toma de conciencia de su propio destino histórico.

Compara Vela en una ocasión la «naturaleza armoniosa de Roosevelt»60 con la de Goethe, validando así una imagen en nada deudora de la interpretación del «perpetuo desertor de su destino íntimo»61 con que Ortega había marcado sus distancias con la idea tradicional del autor alemán. Las objeciones de Ortega a la imagen hecha de un Goethe estatuario se habían perfilado en 1932, en el centenario de la muerte del escritor, y seguirían generando con los años nuevas páginas que con toda razón Garagorri ha juzgado capitales en el legado del filósofo62. De abril del 32 es también la biografía de Goethe redactada por Vela para Revista de Pedagogía63, una docena de páginas que repasan con la habitual amenidad los principales avatares de la existencia del autor del Wilhelm Meister, sin el propósito de ofrecer retrato insólito alguno. En la célebre interpretación orteguiana —producto de una revisión de sus ideas precedentes, que Orringer ha considerado «más bien un diálogo acalorado con Simmel que la imparcial dilucidación de Goethe»64—, la seguridad representada por Weimar fomenta en el escritor alemán el enquistamiento de su juventud y un adormecimiento al resguardo de toda resistencia del mundo. Vela ve, en cambio, en la «renovada pubertad» de Goethe no un principio dispersivo, sino la fuerza que contribuye a dinamizar y ennoblecer su espíritu. En Ortega, la goethiana serenidad que caracteriza su imagen pública es impostada; laboriosa construcción de una máscara que oculta el «torbellino de íntimas inquietudes» en desesperado esfuerzo por crearse un aspecto externo perdurable que no responde a su naturaleza profunda. Aunque también para Vela es máscara ese exterior olímpico, tras la que se oculta una intensa vida de soledad y tristeza, Goethe no constituye ejemplo del «hombre que se niega a vivir su destino», como sí lo es para Ortega; se trata más bien de lo contrario, y la lección de Goethe deriva de su fidelidad a una ley interior que le permitirá siempre salvaguardar su «sentido propio y original», su vocación vital, en suma. La comparación que hace Vela entre Goethe y Roosevelt en 1946 —sólo tres años antes de que Ortega consagre nuevos e inspirados escritos a discutir la imagen canónica y proponer un Goethe contradictorio y escindido— da la medida de su prolongada discrepancia, resistente a las sugestiones de una de las más atractivas y controvertidas tesis del discurso orteguiano.

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