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PARA UNA ESTÉTICA DEL CINE

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El interés de Vela por las innovadoras formas artísticas de la contemporaneidad se refleja, como antes se ha señalado, en su indagación sobre la nueva dramaturgia y el cinematógrafo. En ambos casos, sus reflexiones más incisivas se apoyan en el concepto de «desrealización», entendido como potencialidad de recrear e intensificar la realidad a través de una experimentación con los diversos lenguajes artísticos y al margen de las limitaciones impuestas por las tendencias miméticas del modelo realista.

Si el rechazo que experimenta el espectador común ante el teatro contemporáneo más innovador puede deberse tanto al alto grado de dificultad que lo caracteriza como al abandono de ciertas convenciones propias del género, Vela observa en 1925 que la reticencia a reconocer en la cinematografía un nuevo arte se ha debido a causas en cierto modo opuestas. La naturalidad con que el cine se ha incorporado a nuestra prosaica realidad cotidiana, la proximidad cronológica de su nacimiento y el grado de tecnificación implícito en su génesis son circunstancias que han dificultado ese reconocimiento. Carente de la solemnidad que envuelve a las demás formas del arte y de la larga tradición que nos ha habituado a aceptarlas como tales, el cine no oculta su naturaleza hedonista y transmite una sensación de contemporaneidad que parece haber impedido, desde su mismo inicio, hacerlo objeto de una seria reflexión estética. No se ha prestado suficiente atención al hecho de que el cine es resultado de la modernidad y de la técnica por razones puramente circunstanciales, pero nace como producto social, de modo análogo a cualquiera de las artes que lo han precedido, y lo envuelve el mismo halo de misterio y magia consustanciales al arte primitivo. Nada hay en su esencia que impida concederle la categoría de arte, y si no se ha hecho así es porque el prejuicio del teórico se ha impuesto a la intuición poética.

Nuevo arte de un tiempo nuevo, el cine reclama ahora la atención de una teoría estética. El libro de Bela Balazs Der sichtbare Mensch oder die Kultur des Films —del que el ensayo «Desde la ribera oscura» es, advierte Vela, «en parte comentario y complemento, y en parte, rectificación»65— ha procurado responder a esa necesidad, y constituye, en consecuencia, un punto de partida para ahondar en el problema estético que la cinematografía ha suscitado. Balazs analiza ese «hombre visible» revelado por la imagen fílmica: sus gestos, sus movimientos, su realidad más tangible recobran, en la concreción de la imagen cinematográfica, la nitidez que habían perdido a causa de una percepción predominantemente intelectual, enturbiada por el «abuso de la abstracción y del concepto». El cine enseña a ver, es «reaprendizaje»; su límpida mirada atraviesa la neblina de la abstracción y nos devuelve una imagen clara. Modo de ver los seres y las cosas, punto de vista o diversidad de puntos de vista, el cine concentra nuestra atención en detalles que suelen escapar a la común percepción, porque apenas se repara en ellos, y nos permite redescubrir una realidad que las exigencias pragmáticas de la vida cotidiana habían hecho invisible a nuestros ojos. «Se siente el placer de la súbita evidencia; se siente el placer del descubrimiento»66, pero ese descubrimiento no lo es sólo del entorno físico, de las cosas que rodean al hombre, sino también del hombre mismo, que aprende a verse a través del cine.

Advertía Vela que su ensayo iba a ser, en parte, complemento del libro de Balazs. Ha «olvidado por completo» este autor el análisis de los elementos primarios del cine: fotografía, pantalla y proyector, instrumentos físicos que ponen de manifiesto la naturaleza mecánica del arte y que, sin embargo, poseen un recóndito e insospechado lirismo. Los párrafos que se proponen subsanar la carencia observada en el libro de Balazs, dedicados a estos tres elementos, constituyen un válido ejemplo de la facilidad con que Vela introduce en su prosa ensayística ocurrentes imágenes que iluminan la reflexión teórica, y hasta llegan en ocasiones a suplantarla con orteguiana eficacia. No interesa aquí, como es obvio, el dato técnico, sino una recreación en los aspectos que más alejan el cine de su funcionamiento mecánico y mejor lo aproximan a su esencia artística. Vela establece ingeniosas analogías que conciernen al sucederse de las imágenes fotográficas, a la función de la pantalla —lienzo que compone para la imagen «un fondo vibrante, rayado, futurista, una atmósfera dinámica, algo así como la diafanidad de una hélice de avión en pleno vuelo»67— o al proyector, capaz de «pasear su haz luminoso por la noche del mundo» y descubrirnos otro lado de las cosas, la realidad envuelta en su misterio. Cómo negar que el cine es arte, si todos sus elementos contienen ese potencial poético, y hasta su misma sustancia es inmaterialidad pura, «pura luz y pura sombra».

Balazs observa en el capítulo principal de su libro, el dedicado a esbozar una «dramaturgia del cine», que la dicotomía obra-representación, propia del teatro, no se da en el cine. Pero este planteamiento comporta, a juicio de Vela, un error que es preciso rectificar. Si el cine manifiesta indistinguibles la obra y su representación, ello obliga a desechar el segundo elemento, o mejor, a precisar la entera definición del arte: «en el cine todo es presentación»68. A diferencia del teatro, el cine no puede tolerar la inexactitud, no deja margen a posibles rectificaciones ni enmascara falsedad alguna. «La posibilidad inmensa», pero también «la angosta limitación del cine» son ambas consecuencia de sus características privativas, que lo hacen medio idóneo de expresión de ciertos estados anímicos reflejados a través de determinadas actitudes comportamentales, pero lo inhabilitan para ahondar en otros que sólo a través de la palabra es posible poner de manifiesto. De ahí que el cine viva aún en un estado emocional primario, «anterior a la especialización del intelecto», y que la realidad interior sólo pueda estar presente en la medida en que es capaz de reflejarse en lo externo y actualizarse en la imagen.

Que este arte de lo real, de la autenticidad y la exactitud sea, en efecto, un arte, un modo de desrealización, es una aparente paradoja que sólo la naturaleza dual del cine explica. La imagen cinematográfica garantiza la objetividad de cuanto refleja y al mismo tiempo permite la ilusión óptica. Pero ni siquiera es necesario recurrir al truco: el mecanismo desrealizador del cine es de por sí análogo al de la narración fantástica; opera también por combinación insólita de puntos de vista y presenta aspectos mágicos del mundo, lo maravilloso inserto en la realidad. Esa percepción aproxima el cine al cuento infantil; confirma una «infantilidad del cine» que ha sido motivo de objeciones infundadas, y que hubiera debido constituir la mejor prueba de que los mecanismos de desrealización propios de la literatura fantástica reaparecen y funcionan con igual eficacia en el arte cinematográfico.

«Desde la ribera oscura» no es sólo un valioso documento sobre el análisis del cine a mediados de los años veinte, es sobre todo uno de los ensayos de estética más importantes de Fernando Vela y uno de los textos fundamentales en el naciente debate español sobre este arte. El cine como nuevo lenguaje artístico se abre pronto espacio en el índice de intereses de los jóvenes escritores españoles próximos a las tendencias vanguardistas por sus vinculaciones con la experimentación en el ámbito literario. Algunos de los escritos críticos más interesantes de esos años constituyen atinadas reflexiones sobre las posibilidades literarias de la adaptación de las técnicas de representación cinematográficas a una novela que busca liberarse de las constricciones de la percepción tradicional del espacio y el tiempo narrativos. A ese objeto apuntan las observaciones de Guillermo de Torre en su artículo «El cine y la novísima literatura: sus conexiones», publicado en el número 33 de Cosmópolis en 1921, o los de Antonio Espina aparecidos entre 1926 y 1927 en El Sol y en Revista de Occidente69. Y revelan asimismo esa atención coyuntural los artículos y ensayos que desde perspectivas diversas publicaron Francisco Ayala —cuya Indagación del cinema editaría Mundo Latino en Madrid, en 1929—, Corpus Barga, Ernesto Giménez Caballero, Benjamín Jarnés o Rosa Chacel, entre otros.

Pero el interés de Vela por el cine tiene su temprana manifestación en un artículo de 1917, «El elefante en el cine», donde aparecían esbozadas algunas ideas sobre un novísimo arte cuyos elementos germinales —la fotografía instantánea, la magia de la luz y la sombra, la inmediatez y expresividad de la imagen carente del poder de abstracción de la palabra, la mezcla de realidad e irrealidad— podían explicar su poder de sugestión. Los personajes cinematográficos, observaba ya entonces Vela, son extraordinariamente sinceros, se muestran sin posible máscara. En esa autenticidad del personaje, que no puede ser traicionada sin que la lente de aumento del cine descubra y amplifique su engaño, encontrará después Vela la clave del éxito de las mejores películas: «en el cine, las películas donde un actor realiza su único y verdadero papel son las mejores; por ejemplo, las de Charlot»70. De modo que cuando vuelve a ocuparse del cine, en otro sustancioso ensayo publicado en 1928, el tema elegido es, precisamente, el personaje de Chaplin71. Atrae a Vela de Charlot la rara facilidad con que logra, con muy escasos medios y algún simple y reiterado truco, crear una dinámica de gracia y precisión suma, así como su capacidad de someter al espectador, del todo incapaz de prever sus movimientos, a una sorpresa continua. Charlot remedia la inercia de la masa con su asombrosa ligereza; carece de biografía, de evolución, de pasado y futuro, y por ello transmite la sensación de vivir en un presente esquivo en que se mueve con insospechada soltura. Todo su entorno parece erigirse como obstáculo insalvable, pero acaba siempre por franquearle el paso, doblegado ante esa levedad que Charlot impone a las cosas y a los seres con que tropieza en su vagabundeo sin rumbo. Por ello el excéntrico personaje creado por Chaplin, «hombre impráctico en medio de una vida mecanizada», encarna inmejorablemente la poderosa capacidad de transmutación de la realidad y la magia desrealizadora del cine72.

No volverá a redactar Vela páginas tan certeras sobre cinematografía, ni sus ideas sobre el séptimo arte evolucionarán sustancialmente en las tres décadas siguientes. «Acaso yo me he quedado retrasado en el cine; mis quehaceres sólo me permiten ver alguna que otra película, y a veces no acierto con las mejores», escribirá en 1953, dando a entender que el interés suscitado por la novedad del cinematógrafo había ido apagándose con los años. Y, en efecto, no se mostrará demasiado entusiasta con innovaciones técnicas como el color (cuya pertinencia en la imagen fílmica había puesto ya en duda en 1917), y hasta la incorporación de la palabra y la música en el cine serán considerados «aditamentos» que han alterado la esencia del lenguaje cinematográfico. Sin embargo, en 1944 había publicado en España de Tánger un artículo no exento de observaciones sugestivas, titulado «La antipelícula»73 e inspirado por la visión de Sinfonía de la vida de Sam Wood. Vela llama «antipelículas» a todas aquellas que no aparecen ambientadas en lugares fabulosos y épocas más o menos lejanas, sino en el presente, y en lugar de narrar aventuras prodigiosas se limitan a reflejar la vida de seres comunes a través de una trama reducida a sus elementos mínimos. Tras una época en que han predominado las narraciones de fábulas extraordinarias y lo aparatoso de las espectaculares producciones estadounidenses, capaces de provocar agotamiento hasta en las imaginaciones más férvidas, el público parece haber empezado a apreciar un cine humanizado, donde puede ver reflejada la propia existencia: «diríase que pedimos a la cámara nos entere de cómo es nuestra propia vida y la realidad en que acontece»74. Los hechos importantes ya no ocupan un lugar central: si aparecen registrados, son vistos como en reflejo, a través de las emociones que suscitan en los personajes que los presencian, y es justamente ese modo sutil y alusivo de mostrarlos al espectador lo que los dota de una superior eficacia expresiva. Incluso las figuras históricas, los personajes de mayor relieve, parecen haberse contagiado de la preferencia del público por lo banal y se nos presentan a través de sus aspectos más domésticos y hasta conmovedores. A este nuevo tipo de cine, por entero carente de fábula extraordinaria, de acontecimientos espectaculares, de personajes heroicos, de trama elaborada, pertenece la última obra del director Sam Wood. La tácita enseñanza de su película —o «antipelícula»— está en la posibilidad que el cine ofrece de ver de otro modo lo efímero de nuestra existencia y obligarnos a reparar en que esa prosaica realidad que tan fácilmente nos pasa inadvertida no carece de plenitud y oculto encanto.

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