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21 de febrero

Lo que llama la atención del Señor

“Jesús se detuvo a observar y vio a los ricos que echaban sus ofrendas en las alcancías del Templo. También vio a una viuda pobre que echaba dos moneditas de cobre” (Lucas 21:1, 2, NVI).

El Señor Jesús probablemente se encontraba frente a la sección del Templo conocida como “atrio de las mujeres”, cuando una viuda pobre echó en una de las arcas para ofrendas dos moneditas “de muy poco valor” (Mar. 12:42). Por ser viuda y pobre, esta mujer ocupaba el estrato más bajo de la sociedad.

Este estrato estaba integrado mayormente por quienes, por tener algún tipo de impedimento físico, no podían trabajar: ciegos, sordomudos, paralíticos, leprosos. Esta gente, por lo general, tenía que mendigar. También pertenecían a esta categoría los que dependían de la caridad pública: las viudas, los huérfanos y quienes, además de no poder trabajar, no tenían a nadie que les proveyera el sustento.

Con este trasfondo, no sorprende leer que Lucas, en su relato, diga que se trataba de una viuda “muy pobre”, y que el término que use en griego signifique “uno que vive con lo indispensable, y que tiene que trabajar cada día a fin de tener algo que comer al día siguiente” (Comentario bíblico adventista, t. 5, p. 634). Su ofrenda, por lo tanto, tuvo que haber sido muy pequeña, y muy inferior a la de los ricos; estos, según Marcos, “echaban grandes cantidades” (Mar. 12:41, NVI).

Al reflexionar en este episodio, no puedo evitar sentir una amorosa reprensión de parte del Salvador por lo poco que estoy dando –de mi vida, de mi tiempo, de mis recursos– a su iglesia y a quienes tienen menos que yo. No puedo evitar pensar que, mientras esta pobre mujer dio como ofrenda “todo el sustento que tenía”, yo, en cambio, estoy dando de lo que me sobra.

Pero así como en este relato recibo una amorosa reprensión, también encuentro un poderoso estímulo. De todo cuanto ese día ocurrió en el Templo, fue el sacrificio de esa pobre mujer lo que más llamó la atención del Salvador. El Templo era imponente, también lo eran las ceremonias, pero lo que cautivó su atención fue la ofrenda más pequeña, proveniente de la persona que ocupaba el lugar más bajo del estrato más pobre de la sociedad judía.

¡Alabado sea Dios! Él nota y aprecia nuestros mejores esfuerzos. No importa cuán débiles, cuán pequeños, puedan parecer ante la vista humana, para él tienen mucho valor.

Gracias, Padre celestial, porque notas mis esfuerzos por serte fiel. En el precioso nombre de Jesucristo, tu Hijo, te ruego que suplas lo que yo con mis mejores esfuerzos no puedo lograr. Amén.

Nuestro maravilloso Dios

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