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PRESENTACIÓN

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Hacía mucho tiempo –tal vez desde que leí Gracia y Co raje de Ken Wilber– que no topaba con un texto tan honesto, conmovedor e inteligente como éste de Fina Sanz, Los laberintos de la vida cotidiana. La trama es fácil de resumir. Febrero/Marzo de 1999. A Fina Sanz le diagnostican una grave enfermedad y tras un proceso que la autora describe con minuciosa valentía, decide afrontar lo que la vida pueda traerle a partir de este momento; decide describir su enfermedad, escribirla, no ocultar su sombra. Comprueba entonces que cada ser humano es único y cada laberinto diferente.

¿Qué es un laberinto? Según Fina Sanz es «un espacio sagrado, un camino difícil, un recorrido desorientador que tiene, sin embargo, un sentido». Más adelante añade que nos ayudamos del concepto de laberinto para entender procesos internos y, muy especialmente, aquellos que se refieren a despedidas, duelos y cierres de etapa. Se trata, pues, de descubrir qué sentido tiene la enfermedad, una pregunta que todos nos hemos hecho más de una vez en la vida; qué sentido tiene una situación de crisis. Personalmente estoy convencido, lo mismo que la autora, de que la enfermedad tiene un sentido o, mejor dicho, que se lo podemos dar. Hace años yo mismo anoté en mi diario que «son de una enervante ingenuidad los seres humanos que desconocen la enfermedad; apenas se enteran de nada». Debí de escribirlo en alguno de mis frecuentes ataques de astenia. También escribí que la enfermedad es un recordatorio de que cuando uno se aferra a algo todo termina por derrumbarse. La enfermedad es, pues, un estímulo crítico, un obstáculo incitante. Recordemos las palabras que Teresa de Ávila dirige a sus monjas del Carmelo: «Si no os determináis a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haréis nada». Yo añadiría: «nunca comprenderéis nada».

Pero Fina Sanz va más lejos y nos habla también del conocimiento y preparación para la muerte, pues «el prepararse para morir, el buen morir, es algo que desconocemos en nuestra sociedad». «No se habla de la muerte en nuestra sociedad –la muerte es un tabú– y por lo tanto la muerte no existe». Sabemos intelectualmente que hemos de morir, pero emocionalmente no lo asumimos: nos instalamos en la fantasía de vivir eternamente. Y sin embargo esta fantasía tiene un cierto fundamento, pues vivir eternamente es vivir en el presente, y ésta es también otra de las vivencias que encontramos en el libro de Fina Sanz. Vivir en el presente no significa dejar de hacer planes para el futuro; vivir en el presente es instalarse en lo cotidiano, en la hondura del día a día.

Quiere decirse –y ésta es una idea que he desarrollado en otro lugar– que quien vive en el presente diluye el temor a la muerte. Entonces, abolido el miedo a la muerte, neutralizada la angustia del tiempo lineal, cabe «dejarse ir», abandonarse a la realidad de cada instante, al Tao. Y no se trata de que el presente, el instante, sea breve y fugaz, sino de que el presente está fuera del tiempo, fuera de «la mancha y el hedor del tiempo», que decía el Maestro Eckhart. Diré más: tampoco hay que esforzarse por alcanzar el presente, pues en el presente estamos ya, y no existe ningún camino para llegar al lugar donde ya se está.

Un místico es alguien que sabe esto.

Un místico no aspira a la inmortalidad, porque es ya eterno en el presente.

Pero no quisiera mezclar aquí mis ideas con las de Fina Sanz. Ella se enfrenta con la enfermedad –su enfermedad– y decide extraerle el jugo a una situación límite. Su conclusión es que el laberinto tiene salida y que ella ha recorrido un gran trecho del mismo, y se siente más libre. Por el momento está poniendo su energía en la sanación. He aquí, pues, el testimonio de una psicoterapeuta que analiza su propio caso con honestidad e inteligencia. Es el caso de una entrañable mujer que a la hermosa edad de cincuenta años le planta cara al destino, se distancia sin hacerse fría, indaga en lo profundo de sí misma, escribe este libro. Esta precisa y admirable crónica.

SALVADOR PÁNIKER

Los laberintos de la vida cotidiana

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