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1. EL LABERINTO EL LABERINTO EN EL AFUERA

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En las ferias de mi infancia y adolescencia había laberintos de cristal. Jamás entré en ninguno. No sentía la excitación que parecía proporcionarles a otras personas. Me inquietaban; no me producía ninguna diversión ver a la gente dando tumbos sin encontrar la salida. Creo que nunca me ha gustado meterme en situaciones complicadas, pero la vida se encarga, de cuando en cuando, de colocarte en ellas.

Hace unos años, por motivos profesionales –y sin duda también personales–, me sentí interesada por la idea del laberinto y empecé a investigar sobre ello y a utilizarlo como una herramienta metodológica para que se comprendieran ciertos procesos internos que aparecen en los conflictos de la vida cotidiana. Muchas veces, como tantas otras personas, me había sentido atrapada, confusa, sin saber qué hacer ni qué camino seguir.

Cierto día «cayó en mis manos» un libro sobre laberintos. Me interesó. Empecé a dibujarlos tal y como proponía el autor. Comenzó a resultarme atractivo o divertido reproducir una técnica sencilla de construcción, como si con ello descubriera su secreto; sin embargo, el recorrerlos visualmente o con el dedo me generaba sensaciones corporales en el pecho, el plexo solar o el vientre como de opresión, de una cierta ansiedad que me era familiar. En situaciones conflictivas es fácil reconocerlas.

Eso me hizo refexionar acerca de las construcciones laberínticas en el afuera –las que podemos ver, las representaciones que nos han dejado las distintas tradiciones culturales– y en el adentro –los procesos internos laberínticos que atravesamos.

En el modelo de trabajo que realizo –Terapia de Reencuentro– uno de los ejes de investigación es el eje sociocultural. La comprensión del ser humano ha de ser entendida con un enfoque multidimensional que implique la interrelación entre el afuera y el adentro, y la interconexión entre el espacio sociocultural, el relacional y el espacio interior. Consideré que la expresión laberíntica como símbolo en el afuera y las vivencias interiores debían tener relación y que encontrar una metodología de trabajo con esa herramienta podría ayudar a las personas.

No conocía laberintos próximos para poder explorar, así que estuve pensando qué construcciones de nuestra tradición cristiana podrían representar algo similar a las construcciones laberínticas. Intuí que los calvarios y las ermitas podrían representar una sencilla experiencia laberíntica, no tanto por la complejidad de su trazado, que es muy simple, sino por ciertos elementos simbólicos similares. En prácticamente todos los pueblos de Valencia existen. Lo que se llama calvario es el camino que sube, más o menos empinado y normalmente con vueltas y revueltas, hacia la ermita, pequeña capilla que guarda el santo/la santa patrón/a, y que está situada en alguna montaña. Suele recorrerse un día al año, coincidiendo con la fiesta del santo/de la santa y forma parte de una actividad religioso-festiva comunitaria.

Me marché a varios pueblos para recorrer en soledad algunos de estos calvarios. Trataba de intuir cuál podría ser la experiencia profunda, qué se podía descubrir en ese tránsito si tomábamos conciencia de ello. Descubrí ciertos paralelismos entre los laberintos y las experiencias laberínticas que se viven en algunos momentos de la vida y que la gente expresa frecuentemente en las sesiones terapéuticas como: «parece que siempre estoy en el mismo sitio», «parece que avanzo, pero creo que retrocedo»...

Los calvarios forman parte de la tradición cristiana. A través de un sendero, habitualmente en forma de zigzag y bordeado de cipreses que enmarcan el camino, se rememora, a través de un Vía Crucis, el Calvario de Jesucristo: Pasión, Muerte y Resurrección. El camino debería hacerse en un estado meditativo de conexión espiritual y plegarias. Finalmente se alcanza la ermita4 dedicada a alguna entidad sagrada que, generalmente tiene la virtud de curar algunos males como la peste en la Edad Media, o problemas de la vista, de la garganta, etc. [Véanse FIGURAS 1-2.]

Algún tiempo después viajé a San Francisco (California) y quedé gratamente sorprendida cuando, “por casualidad”, pude ver que en una de las iglesias de la ciudad habían reproducido sobre el suelo el laberinto de la catedral de Chartres (Francia), sin duda uno de los más conocidos del mundo cristiano de la Edad Media. Gente de todas las edades se descalzaba, entraba al laberinto y lo recorría en una actitud de meditación. Por supuesto, yo me di mi tiempo para recorrerlo asimismo y experimenté algunos fenómenos perceptivos similares al recorrido de los calvarios. Aunque el laberinto era más complejo, aparecían también determinados temores y ciertas sensaciones similares: «parece que no avanzo», «parece que he vuelto al mismo sitio». [FIGURA 3.]

A partir de ahí empecé a diseñar una metodología de trabajo-hablaré más de ello en el próximo capítulo– con estos temas para elaborar ciertos procesos internos que se viven como caóticos, confusos, a los que no se les ve la salida; así como para entender procesos de evolución personal, situaciones de crisis y la enseñanza que se nos ha legado en las diferentes tradiciones acerca de los procesos de transformación.

Pero ¿por qué el laberinto? ¿qué es un laberinto?

Un laberinto es un símbolo universal que aparece en todas las tradiciones culturales y períodos históricos, desde la prehistoria a la actualidad. Por lo tanto algo tiene que decirnos como una expresión del ser humano transpersonal. [FIGURA 4.]

El laberinto es un espacio sagrado, un camino difícil, un recorrido desorientador que tiene, sin embargo, un sentido espiritual. Puede ser una representación muy simple, tal y como puede verse esculpido sobre las piedras en los petroglifos gallegos o en pinturas rupestres. [FIGURAS 5 y 6.]

O pueden ser construcciones muy complejas y diversas como las que aparecen en el interior de las pirámides egipcias o en la estructura de palacios o iglesias, que aparecen en culturas tan distintas como la egipcia, la maya o la griega. [FIGURA 7.]

Los laberintos de la vida cotidiana

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