Читать книгу Los accidentes geográficos - Flor - Страница 11

Оглавление

BUENOS AIRES, ARGENTINA

1.

Henrik sabe que esos dos pisos por escalera le van a pesar, pero es incapaz de decirle a Greta que no compre el departamento de sus sueños. Aún a sabiendas de que los sueños de Greta son una estupidez con fecha de vencimiento, hasta que el próximo sueño se vuelva más tentador e ineludible. Aunque a la mayoría de sus amigos les parezca una locura esa compra en San Telmo dentro de un edificio que todavía está abandonado, para Greta es una fuente inagotable de aventuras. Henrik no le dice que no lo haga porque sabe que Greta lo hará igual. Y lo hace.

Apenas toman posesión del departamento en el edificio de principios del siglo XX, son conscientes de que estarán solos en la propiedad durante meses. La unidad está habitable, no como el resto, y ellos son los únicos que tienen autorización para mudarse. Durante el día, comparten las partes comunes con los albañiles de los otros departamentos. Por la noche, sin más luz que la que fue «puenteada» hasta su propiedad, el edificio respira la penumbra y el silencio del abandono. En ese escenario, apenas con una linterna, Henrik y Greta salen a robar las manijas perdidas de las puertas para completar el hogar, los apliques de luz, algunos azulejos, comandos de canillas, todo aquello que falta para completar el rompecabezas de la casa de estilo. Asumen que no hay un inventario de manijas y nadie los atrapará. A lo sumo, culparán a los albañiles y eso no les importa.

Una noche, Henrik se queda en la cama y Greta sale sola. Pasada la medianoche, en el tórrido enero porteño, Greta avanza por el pasillo descalza y en remera y bombacha. Lleva una bolsita con un destornillador y un martillo. Sube dos pisos por escalera y se adentra en el último departamento del pasillo, el más grande del piso. Mientras desenrosca una perilla con la linterna entre los dientes, un arrastrar de pasos la distrae. Piensa que se trata de Henrik hasta que una luz punzante directa a sus ojos, la deja ciega. Grita. Su alarido despierta al gigante que sale entredormido a los tumbos, llamándola en noruego. Su voz de bajo rebotando contra las paredes vacías y deslizándose por los pasillos sin objetos que la absorban, asusta al intruso.

Greta no vuelve a vagar sola, ni de noche. Sus pesadillas inventan relatos de fantasmas de arquitectos vengativos, de propietarios muertos que defienden su propiedad, de inquilinos redivivos. La explicación de Henrik se ajusta a la lógica cartesiana de evidencia, análisis, síntesis, comprobación y conclusión. Greta asiente, aunque continúa obsesionada por seres sobrenaturales y no hace lugar a la conjetura del albañil que trabajó horas extras, no pudo volver a su casa y se quedó a dormir en la obra. Greta siente que debe ser castigada e imagina tormentos sexuales, violaciones, ataduras. Nunca un «señora, no haga eso», «devuelva lo que se llevó». A veces se pregunta qué hubiese sucedido si Henrik no asustaba al intruso, qué hubiese hecho ese cuerpo semitraslúcido —tal como su mirada lo fabricó— si no hubiera salido corriendo atolondradamente para perderse lejos de la voz cavernosa del gigante.

Buenos Aires tiene esos edificios decimonónicos y esa mezcla monstruosa de basura y esplendor. Cuando Henrik y Greta se conocieron en Buenos Aires, prometieron vivir el resto de sus vidas allí. Una ciudad ajena y apropiada. Expropiada. Una tierra tan singular como anacrónica. De todas formas, los viajeros rara vez se conectan con la soledad más de tres meses. Quizás alguna universidad norteamericana haya hecho un estudio sobre ese tema. Pero bien sabían Greta y Henrik que contarían con placebos como el couchsurfing y sus reuniones bizarras, sus inventos de karaoke, fiestas de disfraces, campamentos, reuniones religiosas, siempre espolvoreadas de ácidos, marihuana y litros de cerveza. Sexo con locales para deleite del foráneo. Eso, exactamente, pretendían los argentinos en las reuniones; colgar en sus paredes el trofeo de caza de países difíciles de pronunciar, coger en dialectos, acariciar pieles curtidas o cuidadas por otros soles. Y los extranjeros buscaban impregnarse en la verdadera esencia del país, los jugos internos del buen salvaje. Literalmente.

Henrik vio por primera vez a Greta en una de esas fiestas y descolgó a la petisa teñida de rojo que intentaba treparse a su barba y darle de tomar de su cerveza como si Henrik fuese un discapacitado motriz. La petisa tenía las piernas cortas y los brazos acordes a todo su tamaño. Se llamaba Romina, decía practicar Pole Dance y ser buena en el sexo oral. No es que eso estuviese en su perfil de couchsurfer, sino que insistía en gritárselo a la oreja a Henrik. A través de las cabezas de varios latinos de diferentes colores, atuendos y nivel de alcohol en sangre, Henrik detectó el metro ochenta de Greta como si sus genes nórdicos lo preparasen para ese momento. Algo en el olor de las mujeres de estas latitudes le generaba cierto rechazo y atracción. Nunca lo diría abiertamente, ni aun a Greta. Seguramente estaba relacionado con la alimentación, se excusaba Henrik en silencio, espantado por sus pensamientos políticamente incorrectos. Pero no podía evitarlo. Odiaba chuparlas, besarlas. Odiaba que tuvieran problemas odontológicos. A la mayoría le faltaba alguna muela o tenía los dientes pintados por tabaco, café o mate. Las sonrisas hediondas, las entrepiernas de olor fuerte, esa manía por adornarse demasiado.

Henrik no es particularmente observador, por lo cual abarca de un vistazo una generalización exasperante. Su incomodidad tiñe a todas las mujeres con los mismos tonos, como si todas fuesen la Romina que le atraía y repelía por sus colores chillones. Greta era todo lo contrario. Sin maquillaje, sencilla, con cuello de gacela y piernas de maniquí, siempre demasiado concentrada en quienquiera que fuese su interlocutor, tratando de absorberlo todo, con ese castellano impecable, mejor que el de los propios argentinos del montón. Henrik apenas balbucea fórmulas que se aprendió con empecinamiento para hacerse la vida más fácil. El resto lo expresa en inglés.

En ese primer encuentro no imaginaban que construirían juntos un castillo que ya nació viejo, en la zona vieja de la vieja ciudad que se rehúsa a disimular su edad. Los enamorados viven en una infancia eterna donde la madurez promete quedarse quietos, abrazados, expulsando de la ecuación los viajes o los sueños que los vuelvan otros.

Los accidentes geográficos

Подняться наверх