Читать книгу Los accidentes geográficos - Flor - Страница 7
ОглавлениеOSLO, NORUEGA
1.
Greta modula un ho’oponopono silencioso. Aunque nunca termine de comprender —un poco por falta de voluntad, otro poco por negligencia— de qué se trata esta práctica contagiada por el entusiasmo de Hilde, su hermana, ella lo adopta por el placer rutinario de convencerse de que aquello realmente funciona. Para algunos la homeopatía es el placebo, para otros la psicología o las prácticas sadomasoquistas. Cada quien tiene su método para narcotizar a sus demonios.
La breve caminata entre el bus y el edificio, los doce pisos que asciende a velocidad crucero, sirven para acallar las voces y las risas del día laboral, para sosegar la alegría y mantenerla nuevamente a raya como corresponde, donde tiene que estar, fuera de la casa. No porque la casa sea un templo, sino porque el matrimonio es un sepulcro y dentro de un sepulcro debe reinar el recato.
El ascensor es espejado en tres de sus cuatro caras. Después de once años, Greta ya no se deja atrapar por el hechizo de ser cuatro mujeres en un rectángulo plateado. Nunca entendió —un poco por falta de voluntad, otro poco por negligencia— esta pista fundamental en la historia de su vida. Tal vez no sea ella quien deba entenderla. Es por eso que Greta ya no se mira, sino que repite el mantra con los ojos cerrados, adivinando el devenir inalterable de cada piso por costumbre de once años de subir en el mismo ascensor. A Greta le gustan mucho las cosas inalterables de su casa. Es el único lugar donde suceden siempre sin variación. Es aséptica como un quirófano. Y del mismo modo es fría e impersonal.
Un quirófano, un sepulcro.
Greta se ensaña en describir su hogar como un receptáculo de cuerpos que pueden estar muertos. Apenas hasta allí llega su sarcasmo. Sin embargo, no es que sea infeliz con este, sino que está simplemente más allá de él. Entonces, en el ascensor plateado, acalla las risas de la oficina, los chistes del coffee break, ahoga el placer de observar a los músicos que tocan ritmos latinos en la plaza por la cual cruza diariamente y asfixia los gemidos de su amante y sus gritos de orgasmo, todo eso por orden y gracia de la métrica incansable del ho’oponopono. En el ascensor, con los ojos cerrados, se sosiega la vida y se vuelve un espejismo, para luego colocarse su máscara de neutralidad y abrir la puerta de su matrimonio, como todos los días.
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Cuando Greta entra en el departamento, Henrik se está lavando las manos; «qué raro», ironiza para sí. Henrik tiene el vicio de lavar: la ropa, sus manos, su cara. Friega su piel como si quisiera sacarle capas. La puerta del baño está abierta, pero ella igual toca con dos golpes y espera. Henrik la mira a través del espejo. A los ojos la mira, pero no directo. La mira a través, atravesándola, pero sin profundidad. La mira como a un objeto traslúcido, que se mira y no se mira al mismo tiempo.
Son las cinco de la tarde y el día ya es historia. En la cocina, Henrik corta papas en cubos. Un jazz que viaja desde el tocadiscos en el living acompaña el movimiento del cuchillo. Hay un bacalao en la heladera a la espera de calentarse como una tierra soñada, caribeña. Calentarse como se calienta el cuerpo de Greta en la ducha con el agua; el sonido del agua acompaña el ritmo del jazz, al otro extremo del departamento.
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
—Jakob nos invitó a pasar Nochebuena. Dice que el reno lo miró fijo a los ojos antes de morir; pero no está orgulloso. Dice que tal vez la agonía se note en la textura de la carne.
—Pareciera que no quiere que aceptemos la invitación.
—Ya acepté. Además, sí quiere que estemos. Me dijo: «por favor, pedile a Greta que nos deleite con su manjar rojo, a nadie le queda la salsa como a ella».
—A tu jefe le encanta alardear a costa de los demás. Seguro que frente a los invitados cuenta que, si no fuera por él, nosotros no tendríamos nada ni yo hubiese aprendido a cocinar «mi manjar rojo».
—Es un buen chico.