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MANTA, ECUADOR

3.

Henrik contiene la respiración y se atreve a meter la cabeza bajo la cascada que se le antoja helada pero no lo es. En el centro de los mapas, lejos del polo donde se ubica el pin que señala su casa de siempre, el agua que cae en forma de cascada no viene de ningún deshielo. Sencillamente viene de arriba, como del cielo o como de algún capricho circular o como del interior de un coco. Contiene la respiración y deja que la cascada le invada la cabeza y se le meta en los poros y entre las neuronas y siente por primera vez lo que es la suspensión del tiempo y le llegan atenuadas las risas de Greta. Risas castañas. Abriendo los ojos a través de la cortina de agua, Henrik percibe el movimiento del bikini fluorescente de Greta, el amarillo implacable junto al estampado de tucanes. ¿A quién se le ocurre semejante despropósito? Seguramente a los mismos que estamparon su camisa hawaiana de palmeras y tablas de surf. Así pasan los acontecimientos en los márgenes de la línea del Ecuador, donde todo explota y donde nada importa. Donde el recato le da paso al estallido. Donde los amantes se muerden los labios hasta el ahogo, donde el alcohol lleva sombrilla y los días duran una eternidad de horas salvajes. Greta se ríe de su barba vikinga chorreando y su risa llama la atención de otros turistas que se pierden en las piernas interminables y en la línea de puntos que forman sus pecas, línea que Henrik siempre quiso unir con un marcador, convencido de que se trata del mapa que lo conduciría hacia algún tesoro, pero Greta nunca se dejó, demasiadas cosquillas en la piel rosada.

4.

Esa noche, una vez más, el calor la deja impávida, reducida a su mínima expresión. Greta observa la mueca preocupada en los ojos de Henrik.

—No se te ocurra morirte.

Morir fuera del hogar, ¿a quién se le ocurriría cosa semejante? Tan trágico y engorroso, con todo lo que Henrik odia los trámites. Greta lo supo apenas pisaron juntos el primer aeropuerto. Henrik odia las filas, los papeleos, esa costumbre tercermundista de complicar lo más simple, de que nada funcione. Greta es incapaz de morirse lejos y hacerle pasar ese mal trago a su amado. No, ella no va a morir. No en Manta. No para complicarle la vida a Henrik.

Decidieron juntos ese viaje escapando del pasado. O tal vez en un intento de recuperarlo. Se conocieron muy jóvenes, en una reunión de amigos y nada fue más lejos de un flirteo. Sin redes ni celulares, no volvieron a rastrearse luego de esa reunión. Henrik dedicó los siguientes años a viajar, hasta sentirse listo para quedar clavado en una sola coordenada del mapa. Muchos años después, ambos acompañaron a Edda y Sven, sus parejas, a una fiesta de Navidad de la empresa donde trabajaban. Con una mirada los dos notaron que iba a ser problemático. Ya no era conveniente que los vieran juntos en Oslo, no de la manera en que ellos necesitaban estar juntos, a pesar de las parejas que no podían soltar.

Qué palabra curiosa es «pareja». En noruego se dice par, así que es lo mismo. Dos personas, no cuatro. ¿O acaso una pareja acepta dos pares?

Greta y Henrik se escaparon de los otros pares del par. ¿Esperaban acaso que los otros se cansaran de ellos? Sin embargo, ni Greta ni Henrik hacían ningún movimiento fuera de lo común ni daban ningún indicio de extrañeza. Vivían una doble vida como quien lo acepta naturalmente. Una doble vida. Otro par. También un par es un compañero, un igual. Ellos eran iguales, se reconocían, se sentían más cerca que nadie nunca antes. ¿Por qué no podían liberarse para vivir abiertamente? Ni ellos lo sabían, porque ya ni siquiera era la sensación de clandestinidad lo que los mantenía juntos. Los emparejaba alguna suerte de destino que ambos se negaban a conceder con la boca, pero en el que creían como si fuese una ciencia. Porque entre la ciencia y la magia hay un paso.

No, Greta no va a morir. Greta va a vivir. Lo que se muere es otra cosa.

Los accidentes geográficos

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