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ROMA, ITALIA

2.

La habitación de Henrik no tiene ventanas. Podría ser Roma o cualquier lugar del mundo, ya que el microcosmos se conforma por los olores de la humedad, del cuerpo, de la ropa sucia y una pátina de nicotina que embadurna los muebles y los muros. Greta siente que en esa cápsula puede vivir varias vidas sin que la interrumpa ningún paisaje, e imaginar tanto una palmera como una torre imperial. Sin tiempo ni espacio que interrumpan la fantasía, sin bocinazos ni gritos en una lengua que no sea el noruego de los monólogos de Henrik:

—Tengo esa compulsión de querer cogerme todo lo que veo. No puedo evitarlo. Tengo una personalidad adicta. Necesito algún vicio. Aunque logre con vos curarme momentáneamente del vicio del sexo, sé que será como estar apenas dormido. Y voy a odiarte. Y voy a engañarte y me odiarás. Puedo describir el nacimiento y el ocaso de nuestra relación. No tengo para darte más que las horas que te dedico. Te vas y pienso en otra. En alguna. En cualquiera. Te vas y espero que otra putita lama el helado de limón como vos. Turistas fáciles que se cansan de cogerse italianos estruendosos.

Es cierto. Se lo dice y Greta lo escucha. Lo que no sabe Henrik es que Greta lo escucha como si fuera la música de fondo de una escena intrascendente de una película; está allí, pero no sirve más que para acompañar imágenes. Imágenes que Greta mira obstinadamente para fijar para siempre. Entonces, Greta entiende todo lo que ve (a Henrik moviendo los labios y acariciándole un muslo con la punta de los dedos) y omite todo lo que escucha (a Henrik declarándole su incapacidad de comprometerse). Ambos fenómenos suceden a la vez, pero son universos paralelos, como si el Henrik que anuncia y pronuncia, estuviera en otro país y el que la acaricia está a su lado y es el que importa.

Henrik la coge en silencio. La mira profundamente a los ojos, inexpresivo y concentrado en el placer de Greta. Mueve las manos siempre en el punto exacto del placer clitoriano. Va siguiendo el devenir de la voluptuosidad como un artesano. Junto a su oreja no recita un rosario de obscenidades, sino que respira como un animal grande. Greta siente latir todos los poros de la piel, estremecerse. Maldito noruego de mierda. La tiene atrapada en su trampa de dientes, silenciosa y letal. No logra nunca que se la coja en noruego porque apenas lanza un estertor que sale de las entrañas de sus enormes pulmones de vikingo.

3.

Lo que empieza como una escalada de deseo, sexo, amor, sincronías inventadas, lecturas de mente a distancia, necesidad asfixiante de encontrarse y cogerse a la medida de los deseos que venían reprimiendo, en un momento se convierte en cierto temor a meter la cabeza en el agujero del compromiso. Greta lo percibe en las palabras no dichas, en las declaraciones reemplazadas por un silencio o por un beso que viene a suplantar la identidad de las frases de amor que se tatuó en los tímpanos. La fuerza de gravedad tira a Henrik para abajo y el aire de su signo no encuentra alas. Greta sigue dedicándole la misma intensidad de pensamientos y letras.

«Lo siento, perdóname, te amo, gracias»

Greta no recuerda que ya fue advertida de que el amor real no entraba en la órbita del planeta Henrik. Solo decide acordarse de los fragmentos que cayeron empujados a la atmósfera de sus deseos de ser amada.

Henrik se escabulle en apretones y sonrisas mudas, mudísimas. De un día para el otro Greta decide que es buena opción dejar de insistir. Estrategia infértil creada en un laboratorio con el fin de recibir algún tipo de reclamo de parte de Henrik, reclamo que nunca llega. Ahí recuerda Greta un chiste que le contaron amigos argentinos, el «chiste del gato», donde un buen hombre pincha un neumático en el medio de la nada y no tiene gato hidráulico para cambiarlo por la rueda de auxilio. Finalmente, luego de caminar un buen trecho en la oscuridad, divisa la luz de una casa lejana y avanza con la intención de pedir ayuda. Pero en ese trayecto, el señor se deja llevar por el pensamiento de que no le prestarán el gato, que seguramente ni le abrirán la puerta o lo tratarán muy mal, que nadie ayuda a nadie, que pensarán que es un ladrón, que la gente no es solidaria. Así, enroscado en suposiciones solitarias, golpea la puerta y al ser atendido, el señor simplemente dice: “¡Metete el gato en el culo!”.

Para Greta, Henrik la manda a meterse el gato en el culo por alguna razón que ella desconoce. Algo en su línea de pensamientos se le ha perdido por el camino oscuro hasta la casita lejana.

Pero su historia en Roma no termina tan rápido, sino que así es como Greta la cuenta. En el nudo se puede encontrar un universo completo de lugares comunes, de llantos, de ira, de mensajes enviados y borrados. La maquinaria aceitada con los ingredientes de la inseguridad y la desesperación, ese líquido que recorre los engranajes de cualquier vínculo insano en cualquier humano insano en cualquier región del mundo. Es que algo similar está pasando en varias geografías a la vez, repetida la misma sinfonía de desamor y sorpresa.

Todavía falta para ese momento.

Falta que una idea se materialice, crezca y muera.

Los accidentes geográficos

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