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MANTA, ECUADOR

1.

¿El matrimonio comienza a morir cuando nace otro amor, aunque aún no esté maduro para presentarse, o es otro amor ya maduro el que lo asesina?, se pregunta Greta mientras su piel toma la pátina del protector solar que le eriza los vellos imperceptibles de la pierna. El protector, en su aplicación de refuerzo, se siente como untarse brea caliente o como enmantecarse como un pavo de Navidad, cerca del horno de Playa Murciélago.

La botella está caliente y la crema líquida. Simplemente se desliza, sin el esfuerzo de presionar el pomo para insistirle en que haga su trabajo. El sol lo vuelve todo sumiso y reblandecido.

Los ruidos alrededor son tan típicos, tan clichés, que parecen sacados de un soundtrack de ambiente descargado de internet. La misma gaviota en idéntica escala armónica y el golpeteo rítmico de las olas contra la arena, acompasado y onírico. Deben existir tantas playas desiertas como personas en el mundo y no lo sabemos. O, tal vez, existe una cantidad limitada de playas y gente que se repite, en intervalos más o menos variables, para vivir la experiencia. Greta sí sabe que el cuerpo de Henrik se tuesta junto a ella, al alcance de la punta de sus dedos, pero tocarlo ahora, nuevamente, sería otra invitación a que ese terreno ondulante color bronce que respira a su lado tome posesión de los territorios de su cuerpo de los cuales ella misma le dio la escritura, y ahora no quiere romper toda la postal que está acomodada a la medida de sus deseos. El mar, las gaviotas en sincronismo, el olor a verano, el sol implacable que parece buscar la extinción de la especie.

Un niño pasa corriendo y Greta lo percibe a través de los párpados cerrados. Lo percibe niño por el intervalo entre los pasos y por el revuelo de arena que levanta y le llena de granos la boca. Al sentir el contacto acre de la arena en la lengua, Greta quiere abrir los ojos, pero está ciega, sus pupilas abusadas por la pelota amarilla y no todo es postal y no escucha gaviotas ni susurro de espumas ni la respiración calma de Henrik a su lado. Por un instante no sabe bien dónde se encuentra y la sensación es la de una tenaza apretándole algún órgano interno. Así debe sentirse el miedo. El miedo debe ser un lugar oscuro y doloroso, donde algo aprieta de golpe, donde los sonidos se pierden y donde el amor es un espejismo o, peor aún, un espejo roto que no hay que pisar para no cortarse los pies. El miedo debe ser perder momentáneamente la noción de quién se es.

Henrik carraspea y Greta comprende que lo único fuera de lugar son los granos de arena crujientes entre sus dientes, que todo lo demás sigue siendo la tarjeta postal de las palmeras inclinadas y el agua turquesa. Y lo contrario al miedo, debe ser eso: la certeza de estirar un dedo y tocar el cuerpo de tu amante, rozarle la piel allí donde el amor nació para matar al matrimonio o algo así.

2.

Henrik moja la sábana en la pileta del baño y la arroja sobre el cuerpo ardiente de Greta que se condensa y lanza vapor. Las aspas del ventilador envician más el aire denso. Cliché. Pero de esos clichés que son empíricamente demostrables. Greta agradece aletargada.

—Creo que me voy a morir. Siempre pensé que iba a morir en un sitio confortable.

—Todavía podemos buscar un all inclusive.

Greta podría tener un momento de claridad y aceptar, pero el orgullo la vence, una vez más.

—Son apenas las noches las que molestan. Se escucha el ronroneo del mar.

Greta sonríe ante su propia poética. «Ronroneo del mar», piensa. Su mente era mucho más estéril en Oslo.

Oslo.

Greta piensa en Oslo. En los días de duración variable en estaciones que marcan instantes ansiados de luz solar. No como aquí que el sol parece vivir para siempre, donde las variaciones son ínfimas entre el invierno y el verano. La línea del Ecuador la atraviesa a la altura de su propio ombligo, ombligo en cuyo interior se forma un charquito de sudor, abdomen capaz de freír un huevo.

Greta sueña despierta con Oslo donde no es ella sino otra Greta. Se imagina un reno muriendo en estado de desesperación, comprendiendo que la muerte es una entidad más viva que él mismo, sintiendo que la luz se apaga y que el cuerpo no responde. Tiene que cruzar el mundo para pensar en un reno, algo que nunca observó ni comió. Este reno no está inmóvil, sino que huye en círculos, como las aspas del ventilador que decoran el techo ruinoso por donde se cuelan los rayos de una luna tan brillante que es el sol perenne que Greta imagina en la línea del Ecuador tórrida, en las barbas chorreantes de su novio vikingo. El sol en su Libra.

Henrik no sueña con Oslo. Si fuera por él, estos instantes eternos de sol podrían mantenerse fijos para siempre. Algo de sí mismo se pierde y se encuentra en los viajes y, aunque se le paren los pelitos del brazo cada vez que se traslada de geografía, podría perfectamente despertarse en un espacio diferente cada mañana, siempre que fuera así, con Greta, enredado en sus piernas, oyéndola ronronear, oliéndole el hueco entre el cuello y los omóplatos. Efectivamente es otro en Ecuador, aunque sienta que un pedazo de Henrik quedó viviendo en su departamento del distrito de Grünerløkka, escindido de su vida diaria. Tiene recursos suficientes para vivir muchos años en cualquier lugar del Tercer Mundo si las cosas funcionaran medianamente bien. Pero también sabe que la informalidad terminará poniéndolo de mal humor. Mejor disfrutar el aquí y ahora, el amor estallando en los poros y en los rincones. Con solo hacer planes, su cabeza echa a andar un engranaje que procura acomodar la realidad a una grilla llena de casilleros, y no, en Ecuador no hay puntitos definidos sino manchas que embrollan cualquier orden. Este otro transitorio que lo hace feliz deberá aprender a convivir con algún tipo de felicidad en Oslo. Y eso es algo para hablar pronto con Greta, aunque tema que ella también sea otra Greta atrapada en una ficción, en un sueño, escindida de sí misma por obra de la magia de haberse inventado juntos un refugio fuera de su casa. Porque, aunque este Henrik no tenga la capacidad de imaginar que pueda existir un mecanismo que les cambie el presente dependiendo de dónde estén, se ilusiona con la idea de que este momento no sea tan solo un recreo congelado en la zona más caliente del trópico, sino el comienzo de un capítulo nuevo, fresco y diferente, donde este Henrik y esta Greta puedan escapar de los prólogos y volverse saga.

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