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ENTONCES, ¿LOS AGRICULTORES SON LOS PRINCIPALES CULPABLES DE LA DEGRADACIÓN DEL PLANETA?
ОглавлениеEste es un duro interrogante que, durante las últimas décadas, no ha dejado de circular en torno al tema de la producción de alimentos. Cuando su respuesta es afirmativa, genera un fuerte rechazo en una parte importante del sector agrario; en ocasiones incluso deriva hacia actitudes y conductas irracionales, que responden a un intento de mantener la dignidad frente a los ataques que, con demasiada frecuencia y a menudo con poco conocimiento, recibe este complicado oficio.
Uno de los objetivos de este libro es aportar toda la información posible sobre esta materia para que formes tu propia opinión a partir de hechos contrastados y conocimientos técnicos.
Mi respuesta a la pregunta planteada es sí pero no. Los agricultores somos los primeros responsables de nuestras acciones, sí. Este hecho es indiscutible. La elección entre productos químicos o insumos orgánicos recae solo sobre cada agricultor, pero en esa decisión intervienen muchos y diferentes factores. La mayoría son externos a la cotidianidad rural, y a menudo más relacionados con el sistema social y económico.
Todos sabemos que es más sostenible ir en bicicleta o transporte público que en coche, y probablemente en las ciudades podemos llegar a cualquier lugar con estos dos medios. Por una serie de motivos (comodidad, economía, rapidez, autonomía…), la mayoría de las veces escogemos el coche a pesar de saber lo que implica su uso a escala ambiental, social y económica.
La mayoría de agricultores que practican o hemos practicado el modelo convencional sospechan que existe un riesgo ambiental y una toxicidad en los productos fitosanitarios, y por eso suelen tomar las medidas recomendadas para manipularlos. Por los mismos motivos que cogemos el coche en lugar de la bicicleta, a veces es difícil imaginar una agricultura moderna sin estos inputs.
Por otro lado, el sistema económico ha creado un discurso muy arraigado en la sociedad rural que asocia a un buen agricultor con un cultivo sin malas hierbas y con un suelo trabajado de un color más marrón (tierra) que verde (plantas). Dejar de eliminar las plantas no deseadas que conviven con el cultivo suele generar una presión social, incluso dentro de la misma familia, difícil de gestionar en ciertos momentos. Y es en este ambiente de presión, en el que se magnifican los fracasos y se obvian los aciertos, cuando muchas veces se acaba optando por la decisión fácil, la de siempre: entrar a matar con todo el armamento químico del que se disponga para dormir tranquilo.
Recuerdo que mi abuelo siempre me decía una frase que aprendí enseguida y que resume casi todas las tesis del modelo actual. El abuelo Joan me decía: «El miedo guarda la viña». La cultura del miedo, como herramienta de gestión social y empleada por los grandes grupos de poder económico, obviamente no es exclusiva de la agricultura, pero también dentro del sector primario el miedo está muy presente. Tanto que es la mejor arma que posee la industria agroquímica: le permite vender unas 400.000 toneladas (el equivalente a ocho veces el peso del Titanic) anuales de pesticidas solo en Europa, según Pesticide Action Network (PAN)8, y facturar miles de millones de euros en cada campaña. Esta estrategia, empleada en todo el mundo por las diferentes sucursales de esta industria, se basa en explicar una y mil veces a los agricultores, como si se tratara de las diez plagas bíblicas, las graves consecuencias de no tener los cultivos protegidos en todo momento ante los terroríficos y devastadores ataques que causan las invasiones de una especie dañina y las enfermedades. Y de las inasumibles pérdidas económicas que estas suponen. Un agricultor aterrado se convierte en el mejor de los compradores de unos productos que, si bien a corto plazo eliminan el problema, a medio plazo crean las condiciones ideales para que ese problema se reproduzca de manera más agresiva, y sea necesario incrementar la cantidad de productos biocidas para controlarlo, como explicaremos más adelante. Un círculo vicioso enormemente lucrativo para una pequeña parte del sector agrícola y ganadero. Con la proliferación de la agricultura ecológica industrial, la que solo busca la subvención o el sello, esta idea no ha hecho más que aumentar, sobre todo cuando se plantea como un mero cambio de inputs. Aplicar solo los productos que permiten las normativas ecológicas, a menudo fabricados por las mismas multinacionales químicas, implica un coste más elevado para el agricultor.
Otro motivo, quizá el más importante, por el cual muchos agricultores no se plantean practicar un modelo más sostenible ambientalmente es la economía de la explotación. La agricultura actual tiene unos márgenes de beneficio tan reducidos que obliga a quien quiere vivir de ella a gestionar cada vez más superficie y a emplear todos los recursos necesarios para no sufrir una bajada de producción. Cualquier mengua en la cosecha o en el precio que nos paguen por ella puede ser letal para el negocio.
En resumen, ya sea de manera intencionada o no, el sistema establecido dispone de unos mecanismos de autodefensa que dificultan que se pueda salir del mismo.
Si hay algo que tengo claro es que ni con obligaciones, ni con normativas estrafalarias ni con estrategias dirigidas a criminalizar al sector se favorece un cambio de paradigma. Hay que ofrecer alternativas reales y económicamente viables, como la agricultura que regenera. Por encima de todo, un buen agricultor tiene que ser un buen empresario, tiene que tener la capacidad de valorar el rendimiento económico de su explotación y tiene que poder actuar al respecto si los resultados no son los esperados.