Читать книгу Estética del reconocimiento - Francesc J. Hernàndez i Dobon - Страница 12
Оглавление4.
La dialéctica de la Ilustración y la aporía del lenguaje
En la evolución de la Escuela de Frankfurt y en la pretensión de elaborar una teoría crítica, el libro Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos (1944/47) de Horkheimer y Adorno (2010) representa un punto de inflexión. En los textos de estética suele aparecer este libro relacionado con la crítica de los autores a lo que denominaron «industria cultural». Sin embargo, para nuestro asunto, a saber la relación entre estética y reconocimiento, el libro tiene un alcance mucho más amplio. La crítica de la industria cultural será tratada más adelante; ahora centraremos nuestra atención en otros aspectos de la obra.
Siguiendo precisamente a Honneth (1986), la Dialéctica de la Ilustración radicaliza una «pérdida de lo social» que ya se apuntaba en el artículo «Teoría tradicional y teoría crítica». En este texto programático y en otras aportaciones de Horkheimer y los miembros del IIS anteriores a la Segunda Guerra Mundial, aunque se defendiera en principio una orientación multidisciplinar, lo cierto, señala Honneth, es que se urdía el argumento principal sobre la trama de una filosofía de la historia centrada en el modelo marxista del trabajo social, dejando de lado otras formas de interacción social en general y de reproducción cultural en particular. Ahora bien, si la clase obrera no había promovido de manera decisiva el cambio revolucionario y se había integrado de un modo no conflictivo en el capitalismo industrial y en el nacionalsocialismo, no cabía más explicación que la desaparición de la capacidad creativa y de resistencia de los miembros de la clase trabajadora, así como de su potencial de conflicto individual y colectivo, que encontraría su razón última en un modelo psicoanalítico de la pulsión referida a la socialización.
En la Dialéctica de la Ilustración, obra redactada bajo el impacto del ascenso del nacionalsocialismo y la guerra y con una clara intuición de la dimensión de la barbarie de los campos de concentración y exterminio que se conocería al concluir la contienda, Horkheimer y Adorno refieren las transformaciones de los sujetos al acto originario del dominio sobre la naturaleza. De ese modo siguen usando el modelo filosófico-histórico marxista centrado en el trabajo, pero lo hacen introduciendo una mayor distancia entre los objetos de análisis, a saber, los grupos sociales, y sus interacciones. Las formas de conciencia tienen que ver con la producción material, pero, a diferencia de las interpretaciones usuales de Marx, Lukács o incluso Sohn-Rethel, no se trata de analizar los modos de producción o las formas de intercambio de mercancías, sino de remontarse al primer acto de apropiación de la naturaleza. Es decir, de ese primer acto arranca una patología social (utilizando un término posterior de Honneth) tan potente que hasta subsume el mismo conocimiento científico dentro del modelo negativo de dominio racional sobre la naturaleza. Con esta inclusión queda desbaratada incluso la misma posibilidad de elaboración de una teoría crítica. Ésta es una conclusión que parece abrirse paso en los escritos de Horkheimer y Adorno posteriores a la Dialéctica de la Ilustración, que tienen un tono sumamente pesimista.
Tanto Eclipse of Reason (1947) de Horkheimer como Minima moralia (1951) de Adorno, son obras fragmentarias, marcadas por una profunda desesperanza en la capacidad emancipadora de la razón humana. El hecho de que ésta se encuentre sometida en su manera de proceder, en su armazón lingüística y en su forma de razonar, a la lógica de la identidad,1 es decir, a un pensamiento objetivante, sería el factor que posibilitaría el conocimiento y la ciencia,2 pero también la masificación y la barbarie. Frente a esta dinámica objetivante, inherente a la razón «instrumental», solo cabe un ejercicio filosófico autorreflexivo, tan desesperanzado como aporético, que ha de renunciar de entrada a toda confianza en la capacidad desveladora del lenguaje, en su pretensión de una enunciación trasparente.
La crítica del lenguaje que había apuntado la teoría del tiempo mesiánico de Benjamin (véase el capítulo precedente), queda radicalizada con la crítica de la razón instrumental de Horkheimer y Adorno. Puede verse el texto siguiente, en el que la aspiración a un lenguaje perfecto del positivismo lógico (el «fisicalismo» propuesto por los miembros del Círculo de Viena: M. Schlick, R. Carnap, A. J. Ayer, O. Neurath, etc.) es puesta en entredicho y se vuelve a reivindicar lo fragmentario, lo dialéctico.
¿Qué hacer, pues, una vez que, desvelado el carácter instrumental de la razón, parece esfumarse la posibilidad de elaborar una teoría crítica? La cuestión va más allá y afecta incluso a la propia elaboración de una teoría estética. El único cometido que resulta posible, incluso «obligatorio», es su disolución. Afirma Adorno: «Solo resta la disolución, motivada y concreta, de las categorías estéticas corrientes como forma de la estética actual; esa disolución, al mismo tiempo, libera la verdad transformada de esas categorías» (Adorno, 1997: 597, trad. cast.: 453).
Por ello, tanto el curso de Estética de 1958/59, como la Teoría estética póstuma se organizan a partir de esa disolución de las categorías: lo bello natural y lo bello artístico, lo feo y lo sublime, la reflexión y la praxis artística, el aura, el disfrute estético, la disonancia, la expresión y la construcción artística, la creatividad, el arte abstracto, etc., pero no como una nómina cerrada de tópicos, sino como etapas de un razonamiento dialéctico en el que cada estación alumbra su opuesto y colisiona con él para permitir el tránsito a la siguiente, para liberar una «verdad transformada».
Horkheimer*
SOBRE EL LENGUAJE
Las definiciones alcanzan su pleno significado en el curso de un proceso histórico; solo resultan racionalmente aplicables de reconocerse modestamente que las abreviaturas lingüísticas no penetran sin más en sus matices. Si por miedo a posibles malentendidos acordamos eliminar los elementos históricos y ofrecer enunciados aparentemente intemporales como definiciones, no hacemos otra cosa que privarnos de la herencia espiritual que le fue legada a la filosofía desde los orígenes del pensamiento y de la experiencia. La filosofía antihistórica, «fisicalista», de nuestros días, el empirismo lógico, da testimonio de la imposibilidad de desprendernos totalmente de ella. Incluso sus defensores toleran algunos conceptos indefinibles del uso cotidiano del lenguaje en su diccionario de ciencia rigurosamente formalizado, rindiendo así tributo a la esencia histórica del lenguaje.
La filosofía tiene que volverse más sensible frente a los testimonios mudos del lenguaje y sumergirse en las capas de experiencia que se acumulan en él. Todo lenguaje forma una sustancia espiritual en la que se expresan las formas de pensamiento y las estructuras de las creencias que tienen sus raíces en la evolución del pueblo que lo habla. Es el depósito en el que se contienen las cambiantes perspectivas del príncipe y del pobre, del poeta y del campesino. Sus formas y contenidos se enriquecen o empobrecen mediante el uso ingenuo del lenguaje que hace cada hombre. Pero constituiría un error suponer que nos sería dado descubrir el significado esencial de la palabra preguntando simplemente a las personas que la usan. En esta búsqueda la consulta de la opinión pública es de poca utilidad. En la era de la razón formalizada hasta las masas coadyuvan a la ruina de los conceptos e ideas. El hombre de la calle o, como hoy se dice en ocasiones, el hombre de los campos y de las fábricas aprende a usar las palabras de modo casi tan esquemático y ahistórico como los expertos. El filósofo tiene que evitar su ejemplo. No puede hablar sobre el hombre, el animal, la sociedad, el mundo, el espíritu y el pensamiento como habla el científico natural sobre una sustancia química: el filósofo no tienen la fórmula.
No hay fórmulas. La descripción adecuada, el despliegue del significado de cada uno de estos conceptos, con todos los matices e interrelaciones con otros conceptos, sigue siendo una tarea fundamental. La palabra, con sus capas semánticas y estratos de asociaciones casi olvidados, es aquí un principio rector. Estas implicaciones tienen que ser experimentadas de nuevo e integradas, por así decirlo, en ideas más ilustradas y generales. Actualmente se tiende con demasiada facilidad a cerrar los ojos ante la complejidad alimentando, contrariamente, la ilusión de que los conceptos fundamentales son clasificados por el avance de la física y de la técnica. El industrialismo ejerce incluso sobre los filósofos una presión para que entiendan su trabajo en el sentido de los procesos de producción de cubiertos de mesa estandarizados. […]
Todo concepto tiene que ser considerado como un fragmento de una verdad que todo lo abarca y en cuyo seno alcanza su significado. Construir la verdad con tales fragmentos constituye la tarea más importante de la filosofía.
Adorno*
EL SUFRIMIENTO ES FÍSICO
Los datos al parecer fundamentales de la conciencia son otra cosa de lo que se cree. En la dimensión de gusto y disgusto se infiltra en ellos lo corpóreo: Todo dolor y toda negatividad, motor del pensamiento dialéctico, son la figura de lo físico a través de una serie de mediaciones que pueden llegar hasta a hacerle irreconocible. A la inversa, la felicidad tenderá siempre a la satisfacción sensible y en ella adquiere su objetividad. Una felicidad que carezca de toda perspectiva en este sentido, no es felicidad. La dimensión corporal, de suyo lo que contradice al espíritu en el espíritu, queda amortiguada en los datos sensoriales de la subjetividad en algo así como una huella gnoseológica. Algo parecido es en realidad la curiosa teoría de Hume, según la cual las «ideas» –los datos de la conciencia con función intencional– son pálida copia de las impresiones. Es fácil criticar en esta teoría su fondo ingenuamente naturalista. Esa componente sobrevive en el conocimiento como su inquietud que le pone en marcha y se reproduce insatisfecha en su proceso. La conciencia desgraciada no es presunción ofuscada del espíritu; por el contrario le es inherente, la única dignidad que recibió al separarse del cuerpo. Ella le recuerda negativamente su componente somática. Solo porque el espíritu es capaz de ella, puede conservar alguna esperanza. La más mínima huella de sufrimiento absurdo en el mundo en que vivimos desmiente toda la filosofía de la identidad. Lo que ésta intenta es disuadir a la experiencia de que existe el dolor. «Mientras haya un solo mendigo, seguirá existiendo el mito»:3 la filosofía de la identidad es mitología en forma de pensamiento. La componente somática recuerda al conocimiento que e1 dolor no debe ser, que debe cambiar. «Padecer es algo perecedero». Es el punto en que convergen lo específicamente materialista y lo crítico, la praxis que cambia la sociedad. Suprimir el sufrimiento o aliviarlo (hasta un grado indeterminable teóricamente, que no se deje imponer límites) no es cosa del individuo que lo padece, sino solo de la especie a la que sigue perteneciendo incluso cuando en su interior se emancipa de ella y queda acorralado objetivamente en la absoluta soledad de un objeto desamparado. Todas las acciones de la especie remiten a su conservación física, por más que la puedan ignorar, formar sistemas independientes de ella y procurarla solo marginalmente. Incluso las disposiciones con que la sociedad corre a su aniquilación, son a la vez autoconservación desencajada, absurda, y van dirigidas inconscientemente contra el sufrimiento. La particularidad de la sociedad, por más corta de luces que en sí sea, se vuelve como un todo contra el sufrimiento. Confrontado con aquellas disposiciones, el fin constitutivo de la sociedad exige la organización de ésta precisamente en la forma que impiden implacablemente en todas partes las condiciones de producción, a pesar de ser posible sin más hic et nunc desde el punto de vista de las fuerzas productivas. El telos de esta nueva organización sería la negación del sufrimiento físico hasta en el último de sus miembros, así como de sus formas interiores de reflexión. Tal es el interés de todos, solo realizable paulatinamente en una solidaridad transparente para sí misma y para todo lo que tiene vida.
Adorno*
EL SUFRIMIENTO Y EL ARTE
Tal vez hoy haya que comportarse con el arte, kantianamente, como con algo dado; quien abogue por el arte hace ya ideologías y hace del arte una ideología. En todo caso, el pensamiento puede apelar a que algo en la realidad más allá del velo que teje la conjunción de instituciones y necesidad falsa reclama objetivamente el arte; un arte que hable en favor de lo que el velo oculta. Aunque el conocimiento discursivo alcanza a la realidad, también a sus irracionalidades (que brotan de su ley de movimiento), algo en la realidad es esquivo al conocimiento racional. A éste le es ajeno el sufrimiento: puede definirlo subsumiéndolo, puede buscar medios para calmarlo, pero apenas puede expresarlo mediante su experiencia: eso lo consideraría irracional. El sufrimiento llevado al concepto permanece mudo y no tiene consecuencias: esto se puede observar en Alemania después de Hitler. En la era del horror inconcebible, la frase de Hegel (que Brecht adoptó como lema) de que la verdad es concreta tal vez ya solo la pueda satisfacer el arte. El motivo hegeliano del arte como consciencia de las miserias se ha confirmado más allá de lo que cabía esperar. De este modo se ha convertido en una protesta contra el veredicto del propio Hegel sobre el arte, contra un pesimismo cultural que pone de manifiesto su optimismo teleológico apenas secularizado, la expectativa de libertad realizada. El oscurecimiento del mundo vuelve racional la irracionalidad del arte, que es oscuro radicalmente. Lo que los enemigos del arte moderno llaman, con mejor instinto que sus apologetas medrosos, su negatividad es el compendio de lo reprimido por la cultura establecida. Ahí hay que ir. En el placer por lo reprimido, el arte asume al mismo tiempo la desgracia, el principio represor, en vez de protestar simplemente en vano contra él. Que el arte exprese la desgracia mediante la identificación anticipa la destitución de la desgracia; eso, ni la fotografía de la desgracia ni la falsa felicidad, describe la posición del arte actual auténtico frente a la objetividad entenebrecida; cualquier otro arte se delata por el empalago de su propia falsedad.
*Max Horkheimer: «Sobre el concepto de filosofía» (fragmento), en Crítica de la razón instrumental, Madrid, Trotta, 2002, pp. 169-187, cit. pp. 171-173.
*Th. W. Adorno: Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, 1975, pp. 203-204, trad. J. M. Ripalda.
*Th. W. Adorno: Teoría estética (Obra completa, 7), Madrid, Akal, 2004, pp. 32-33, trad. Jorge Navarro.
1.La forma básica del lenguaje, la proposición atómica que decía Wittgenstein, es el enunciado «S es P» (sujeto es predicado), por ejemplo, «Sócrates es mortal». El verbo («es») cumple la función de identificar dos elementos («S» y «P»), y por tanto de eliminar la diferencia original porque «S» es reducido a «P». En alemán hay dos palabras para traducir «objeto»: Gegenstand, literalmente «lo que está enfrente» y Objekt, «objeto». En la proposición atómica, aquello que tenemos enfrente es reducido a objeto de la enunciación; el sujeto es, digamos, sujetado, asido por una manera de decir que elimina la diferencia: lo que S «no es», o mejor, que S es y no es P (y también que no es cierto que S sea y no sea P). Esta dinamización de la negación es el nucleo del pensamiento dialéctico.
2.Gracias al establecimiento de la lógica formal por parte de Aristóteles, que se sustenta en el principio de identidad (A es A) y sus dos versiones, el de contradicción (no es cierto que A y no A) y el de tercio excluso (o A o no A).
3.Benjamin: Passagenarbeit, manuscrito, convoluto 6. [Nota de Adorno]