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El proyecto de la Teoría Crítica
y la estética
La teoría del reconocimiento se presenta como una derivación de la Teoría Crítica de la sociedad, tal y como la formuló Max Horkheimer, cuando ejercía la dirección del Instituto de Investigación Social (IIS) adjunto a la Universidad de Frankfurt (Horkheimer, 1988 [1937] sobre la noción de crítica de Horkheimer, cf. Küsters, 1980; contribuciones interesantes se encuentran en la compilación: Benhabib et al., 1993). Por ello, tenemos que comenzar nuestra argumentación explicando brevemente qué es la Teoría Crítica y cómo se llega desde ella a una teoría del reconocimiento.
En los años treinta del siglo XX, Horkheimer definió la orientación básica del IIS como el desarrollo de una Teoría Crítica, contrapuesta a las teorías que se podrían tildar de «teorías tradicionales». Lo que Horkheimer presentó como Teoría Crítica, ya se entienda como una sociología, como una filosofía o como una filosofía o teoría social (en cualquiera de los casos bajo la influencia de G. W. F. Hegel y Karl Marx), incluía referencias esenciales al ámbito estético. Horkheimer defendió que el IIS debía adoptar en su investigación una perspectiva multidisciplinar, que diera cuenta de las metamorfosis sociales, entre las que destacaban algunas manifestaciones culturales y artísticas de importancia creciente. Además, esa investigación pretendía establecer principios normativos con los que poder enjuiciar las metamorfosis sociales, actualizando la pretensión crítica de Marx. Es decir, desde un principio la Teoría Crítica se pretende no solo una teoría descriptiva, que permita una investigación de la realidad social, sino también una teoría prescriptiva, con capacidad para establecer criterios normativos sobre qué debe ser la realidad social.
Así pues, siguiendo las orientaciones enunciadas por Horkheimer, el IIS se propuso realizar investigaciones sociales, donde se tomaran en consideración manifestaciones culturales y artísticas, con el fin de determinar las situaciones sociales que resultaban inaceptables (patológicas, diría Honneth). El marco en el que inscribir esos proyectos de investigación –que, como se ha dicho, se pretendían multidisciplinares– era una cierta interpretación de Marx, auspiciada por la divulgación de algunos de sus manuscritos juveniles y orientada según la lectura que había divulgado Georg Lukács en Historia y conciencia de clase (1923). En definitiva, el objeto a considerar era la cosificación de la conciencia,1 entendiendo que:
La conciencia de clase es la reacción racionalmente adecuada que se atribuye de este modo a una determinada situación típica en el proceso de producción. Esa conciencia no es, pues, ni la suma ni la media de lo que los individuos singulares que componen la clase piensan, sienten, etc. Y, sin embargo, la actuación históricamente significativa de la clase como totalidad está determinada en última instancia por esa conciencia, y no por el pensamiento, etc., del individuo, y solo puede reconocerse por esa conciencia (Lukács, 1985: 130 y ss.).
Lógicamente, las manifestaciones culturales y artísticas se presentaban como una vía de acceso privilegiada para estudiar la cosificación de la «clase como totalidad», más allá de los «individuos singulares». Es lo que se denominó a veces «sociología de la literatura».
La versión leninista del marxismo, que imperaba en la Unión Soviética y era auspiciada por la Internacional Comunista, defendía que la base económica resultaba determinante para la configuración de la conciencia, ya que ésta no era más que un «reflejo» mecánico de aquélla, y que, por ende, al cambiar los presupuestos materiales, la conciencia de clase se vería afectada y, eventualmente, liberada de la percepción engañosa que la tendría atenazada. Frente a ella, la interpretación de Lukács y los miembros de la Escuela de Frankfurt se esforzaba más bien en describir los vericuetos por los que quedaba afectada la conciencia. Para su estudio recurrieron al psicoanálisis (una doctrina que fue perseguida en la Unión Soviética) y tomaron en consideración, como se ha dicho, formas culturales y artísticas que comenzaban a proliferar (como la radio o el cine) de escasa tradición en los estudios estéticos que, por lo general, se habían ocupado tradicionalmente de las bellas artes.
La orientación propuesta por Horkheimer y seguida por el IIS para elaborar una teoría crítica parecía quedar avalada por dos hechos. Por un lado, la cosificación o, más en concreto, la alienación de las personas, no era tan fácilmente removible como suponía el marxismo-leninismo con su teoría del reflejo, porque parecía anclada en estratos profundos de la conciencia. No podría justificarse de otro modo el seguimiento que las masas de trabajadores hacían de las doctrinas fascistas. Por otro lado, la teoría del reflejo quedaba en entredicho con la permanencia de cánones estéticos correspondientes a modos de producción pretéritos. Ésta no era una cuestión nueva. Ya Marx se había interrogado en un fragmento, que en aquella época permanecía inédito, sobre las razones de por qué, a pesar de la evolución económica, nos seguía gustando el arte griego (véase el texto posterior).
Precisamente a ese mismo fragmento, incluido en un cuaderno de Marx de 1857, le atribuyeron gran importancia dos biógrafos de Lukács. Aunque la trayectoria intelectual del pensador húngaro fue ciertamente zigzagueante desde Historia y conciencia de clase hasta la Contribución a una ontología del ser social, George Lichtheim afirmó que en aquel cuaderno de 1857 (que Lukács conoció de primera mano cuando trabajó en el Instituto Marx-Engels de Moscú) estaba enunciada «la cuestión que le había obsesionado toda la vida» (Lichtheim, 1973: 167). En la biografía de Fritz J. Raddatz se dice también que a la cuestión planteada por Marx en aquel texto fue a la que el autor húngaro dedicó su reflexión (Raddatz, 1975: 16).
K. Marx*
¿POR QUÉ NOS GUSTA EL ARTE GRIEGO?
Es conocido, en el caso del arte, que determinadas épocas de su florecimiento de ninguna modo están en relación con el desarrollo general de la sociedad, y por tanto, tampoco con el fundamento material o, por así decir, con el esqueleto de su organización. P. ej., los griegos comparados con los modernos o también Shakespeare. De ciertas formas de arte, p. ej., de la epopeya, se reconoce incluso que en su forma clásica, aquella que hizo época, no pueden ser producidas nunca más desde el momento en que aparece la producción del arte como tal; por tanto, se reconoce que dentro del mismo círculo del arte, ciertas configuraciones significativas del mismo solo son posibles en una etapa poco desarrollada del desarrollo del arte. Si este es el caso en la relación de los diferentes géneros de arte dentro del dominio del arte mismo, resulta menos sorprendente que sea el caso de la relación del dominio entero del arte con el desarrollo general de la sociedad. La dificultad solo consiste en la captación general de estas contradicciones. Tan pronto son especificadas, ya quedan aclaradas.
Tomemos, p. ej., la relación del arte griego y después Shakespeare con la actualidad. Es conocido que la mitología griega es no solo el arsenal del arte griego, sino su terreno. ¿Sería posible la visión de la naturaleza y de las relaciones sociales que sirvió de base a la fantasía griega y, por ello, al arte griego con los selfactors2 y los ferrocarriles y locomotoras y los telégrafos eléctricos? Donde quedaría Vulcano frente a Roberts et Co., Júpiter frente al pararrayos y Hermes frente al Crédit Mobilier? Toda mitología vence y domina y configura las fuerzas naturales en la imaginación y por medio de la imaginación; por tanto, desaparece con el dominio efectivo sobre ésta. ¿Qué será de Fama junto a Printinghouse Square? El arte griego presupone la mitología griega, es decir, la naturaleza y las mismas formas sociales que ya están elaboradas, de un modo inconscientemente artístico, por la fantasía del pueblo. Éste es su material. No cualquier mitología, es decir, no cualquier elaboración inconsciente, artística de la naturaleza (incluyendo aquí todo lo objetivo y, por tanto, la sociedad). La mitología egipcia no podía ser el terreno o el seno materno del arte griego. Pero, en todo caso, era una mitología. Por tanto, en ningún caso se da un desarrollo de la sociedad que excluya cualquier relación mitológica con la naturaleza, cualquier relación mitologitzadora con ella; que exija del artista, por tanto, una fantasía independiente de la mitología.
Por otra parte: ¿Es posible Aquiles con pólvora y balas? O, en general, la «Ilíada» con la prensa o, incluso, la máquina de imprimir? ¿No termina necesariamente el cantar y los cantos y las musas con el tipógrafo, y de este modo desaparecen necesariamente las condiciones de la poesía épica?
La dificultad, sin embargo, no radica en comprender que el arte y la épica griegas están ligados a ciertas formas de desarrollo social. La dificultad está en que aún nos otorgan disfrute artístico y, en cierto aspecto, están vigentes como norma y modelo inalcanzable.
Un hombre no puede convertirse de nuevo en niño o tornarse infantil. ¿Pero no le satisface la ingenuidad del niño, y no tiene que aspirar a reproducir de nuevo su verdad en una etapa superior? ¿No renace en la naturaleza infantil el carácter propio de cada época en su verdad natural? ¿Por qué la infancia histórica de la humanidad, donde se ha desplegado más bellamente, no debería ejercer un atractivo eterno como una etapa que nunca volverá? Hay niños mal educados y niños precoces. Muchos de los pueblos antiguos pertenecen a esta categoría. Niños normales eran los griegos. El atractivo de su arte para nosotros no está en contradicción con la etapa de la sociedad no desarrollada sobre la que creció. Es más bien su resultado y más bien está unido inseparablemente con el hecho de que las condiciones sociales inmaduras bajo las cuales se generó y únicamente podía ser generado, que nunca podrán regresar.
T. W. Adorno*
SOBRE EL TEXTO DE MARX A PROPÓSITO DE POR QUÉ NOS GUSTA EL ARTE GRIEGO
Creo que las reflexiones que acabamos de efectuar permiten decir algunas palabras sobre el concepto de progreso en el arte. Existió hace tiempo, presuntamente, una así llamada «ingenuidad del progreso», una creencia ingenua en el progreso; no obstante, en general siempre escuché más bien una vociferación sobre esta fe en el progreso que lo que haya podido encontrar, efectivamente, como fe en el progreso. Solo puedo decir: le haría mejor a la conciencia estética general si se tuviera una mayor proporción de confianza en el progreso –es decir, de confianza en el desarrollo de la técnica y del oficio– que la que se tiene aquí entre nosotros. Y, por otro lado, luego se escucha una y otra vez: sí, suponer que el arte hará progresos es, de cualquier modo, simplemente una concepción ingenuamente ilustrada. Y ya fue dicho, una y otra vez, con gran énfasis, por una serie de personas muy importantes, por ejemplo, por Hegel, e independientemente de él, por Carl Gustav Jochmann, y también por Karl Marx, que no existiría en realidad algo así como un progreso del arte. Es decir que, por lo tanto, como se dice en un famoso pasaje de Marx, los poemas homéricos nos resultan aún tan canónicos y podemos disfrutarlos tanto como en la época en que fueron concebidos –tal como él sostiene–, mientras nos sea imposible, en la época de la pólvora, comparar a Aquiles con algo que se le parezca a él. Estas ideas, hoy en día, se degradan en argumentos como los que se han hecho valer frente a mí en ciertas ocasiones, por ejemplo, cuando se dice que, en relación a la música, yo tendría simplemente una creencia en el progreso, pero que habría ahí, no obstante, una riqueza del ser que permaneció en estado natural e imperturbable y que nada tiene que ver con la dialéctica. Yo me reservo de entrar en estas cuestiones. Pero pienso que, de todos modos, podría hacerlo aquí –quiero decir: en el buen sentido– en función de los temas que hemos explicado. Esto es: existe un progreso del arte, por cierto, solo en un sentido totalmente determinado, es decir, precisamente en el sentido del progreso del dominio de la naturaleza. Este proceso de dominio progresivo de la naturaleza, de dominio progresivo del material, de técnica progresiva, es, en una forma muy curiosa, irreversible, en una forma para la cual se debe poseer algo así como una experiencia artística primaria, a fin de comprenderla correctamente.[…] Pero, por otro lado, la calidad de una obra de arte, el contenido de verdad de una obra de arte, de ningún modo está en relación inmediata con el dominio progresivo del material. […] Pero, a su vez, ese progreso del dominio del material no podría equipararse, de un modo no dialéctico, con el progreso del arte mismo; dentro del arte, precisamente, este momento es solo un momento –un momento frente a lo que con él se domina y a lo que él mismo expresa– y no el todo. Éste sería, quizá, el sentido razonable que debería darse al concepto de progreso del arte: el progreso sería tan libre de una especie de tecnocracia animal del arte como, al revés, de un oscurantismo que cree que la esencia que conserva la naturaleza del arte consistía en definirlo contra el progreso.
*Karl Marx: «Introducción» a Crítica de la economía política, según Marx, 1961, pp. 639-641. (Sobre la relación desigual del desarrollo de la producción material con la artística, verano-otoño de 1857.)
*Th. W. Adorno: Estética, clase 5ª, 2013, pp. 169-171, trad. Silvia Schwarzböck.
1.Que habría sido tratada por Karl Marx y Friedrich Engels en fragmentos como «Sobre la producción de la conciencia» (Marx y Engels, 1978 [1845]: 37 y ss.) o el capítulo «El fetichismo de la mercancía, y su secreto» (Marx, 1998 [1867]: 85 y ss.).
2.Telares automáticos inventados por Richard Roberts en 1825.