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IV

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La tarde del miércoles siguiente había una fiesta en el club de campo. Cuando entraron los invitados, Bernice descubrió, con algo de fastidio, el lugar que le habían asignado en la mesa. Aunque a su derecha se sentaría G. Reece Stoddard, el soltero más codiciado, el importantísimo puesto a su izquierda estaba reservado a Charley Paulson. A Charley le faltaba altura, belleza y desenvoltura social, y a la luz de sus nuevos conocimientos, Bernice pensó que su único mérito para ser su pareja era que nunca la había sacado a bailar. Pero el fastidio desapareció con el último plato y Bernice recordó las instrucciones de Marjorie. Tragándose el orgullo, miró a Charley Paulson y se lanzó al ruedo.

—¿Crees que debería cortarme el pelo, estimado Charley Paulson?

Charley levantó los ojos sorprendido.

—¿Por qué?

—Porque lo estoy pensando. Es una manera fácil y segura de llamar la atención.

Charley sonrió, complacido. No podía saber que todo era premeditado. Contestó que no sabía nada sobre cortes de pelo. Pero Bernice estaba allí para esclarecerlo.

—Quiero ser una vampiresa de la alta sociedad, ¿sabes? —anunció con desparpajo, y enseguida procedió a informarle que el corte de pelo era el preludio necesario. Agregó que quería pedirle consejo porque había escuchado decir que era muy exigente en lo que respecta a las chicas.

Charley, que sabía tanto de psicología femenina como de los estados mentales de los monjes budistas, se sintió vagamente halagado.

—Así que he decidido —continuó Bernice, alzando un poco la voz— que a principios de la próxima semana iré a la peluquería del Hotel Sevier, me sentaré en el primer sillón y me haré cortar el pelo.

Titubeó al notar que los que estaban cerca habían dejado de hablar para escucharla, pero tras un instante de confusión, recordó los consejos de Marjorie y concluyó la frase dirigiéndose a todos sus posibles oyentes.

—Por supuesto que cobraré entrada, pero si quieren venir a alentarme les reservaré la primera fila.

Se oyeron unas cuantas risas de aprobación y, aprovechando la oportunidad, G. Reece Stoddard se inclinó hacia ella y le dijo al oído:

—Reservo un palco ahora mismo.

Bernice lo miró a los ojos y le sonrió como si hubiera dicho algo excepcionalmente brillante.

—¿Qué piensas del cabello corto? —le preguntó G. Reece en voz baja.

—Creo que es inmoral —afirmó Bernice, muy seria—. Pero ya se sabe: hay que entretener o alimentar o escandalizar a la gente.

Marjorie había copiado la frase de Oscar Wilde. Los hombres la recibieron con risas y las chicas con miradas rápidas y penetrantes. Y enseguida, como si no hubiese dicho nada ingenioso ni extraordinario, Bernice miró a Charley y le habló confidencialmente al oído.

—Quiero saber tu opinión sobre algunas personas. Imagino que eres un gran conocedor de la naturaleza humana.

Charley se estremeció ligeramente y le dedicó un sutil cumplido… derramando su vaso de agua.

Dos horas después, Warren McIntyre miraba abstraído desde afuera de la pista a los que bailaban, rodeado de su grupo de varones. Se preguntaba hacia dónde y con quién había desaparecido Marjorie. Poco a poco, de modo inconexo, una idea comenzó a adueñarse de él: la impresión de que Bernice, la prima de Marjorie, había cambiado de pareja varias veces en los últimos cinco minutos. Cerró los ojos, los abrió, y volvió a mirar. Minutos antes Bernice estaba bailando con un chico que estaba de paso por la ciudad, cosa que podía explicarse fácilmente: un chico de paso no podría haber hecho otra cosa. Pero ahora bailaba con otro, y Charley Paulson avanzaba hacia ella con mirada entusiasta y decidida. Qué curioso: Charley rara vez bailaba con más de tres chicas en una misma noche.

Warren quedó absolutamente perplejo cuando, concretado el intercambio de parejas, el bailarín sustituido resultó ser, ni más ni menos, que G. Reece Stoddard. Y G. Reece no parecía para nada contento de que lo hubieran relevado. Cuando Bernice pasó cerca de él, bailando, Warren la observó con atención. Sí, era bonita, notablemente bonita, y esta noche estaba radiante. Tenía esa expresión que ninguna mujer, aunque sea una excelente actriz, puede fingir con éxito: parecía estar divirtiéndose. A Warren le gustaba su peinado; se preguntó si el brillo del cabello se debía a la brillantina. Y el vestido le quedaba muy bien: un rojo oscuro que resaltaba el color de la piel y las sombras de los ojos. Recordó que le había parecido bonita cuando llegó a la ciudad, antes de darse cuenta de que era aburrida. Qué pena que fuera aburrida: las chicas aburridas son insoportables. Pero sí, era bonita.

Su pensamiento volvió, zigzagueando, a Marjorie. Esta desaparición sería igual que las otras. Cuando reapareciera, él le preguntaría dónde había estado y ella le respondería tajante que eso no era asunto suyo. Era una lástima que estuviera tan segura de tenerlo en su poder. Marjorie disfrutaba sabiendo que a él no le interesaba ninguna otra chica; lo desafiaba a enamorarse de Genevieve o de Roberta.

Warren suspiró. El camino hacia el corazón de Marjorie era un laberinto. Levantó la vista. Bernice bailaba otra vez con el chico que estaba de paso. Casi sin pensarlo, se apartó del grupo de los que no bailaban y fue hacia ella. Pero se detuvo a mitad de camino y se dijo a sí mismo que lo hacía por lástima. Volvió a avanzar y se chocó con G. Reece Stoddard.

—Perdón —dijo Warren.

Pero G. Reece no perdió tiempo en disculparse: ya estaba bailando de nuevo con Bernice.

Esa noche, a la una, Marjorie, con una mano en el interruptor de la lámpara del vestíbulo, se dio vuelta para mirar por última vez los ojos radiantes de Bernice.

—Así que funcionó, ¿eh?

—Sí, Marjorie, ¡sí! —exclamó Bernice.

—Vi que lo pasaste muy bien.

—¡Es verdad! El único problema fue que hacia la medianoche me quedé sin tema de conversación. Tuve que repetirme… con hombres diferentes, por supuesto. Espero que no comparen las versiones.

—Los hombres no comparan —dijo Marjorie, bostezando—, y si lo hicieran no tendría la menor importancia: te encontrarían aún más interesante.

Apagó la luz y, mientras subían las escaleras, Bernice se apoyó con alivio en la baranda. Era la primera vez en su vida que se cansaba de tanto bailar.

—Ya viste —dijo Marjorie en lo alto de la escalera—, cuando un hombre ve que otro te saca a bailar mientras aún estás bailando con él, piensa que debes tener algo especial. Bueno, mañana aprenderemos otras cosas. Buenas noches.

—Buenas noches.

Mientras se deshacía el peinado, Bernice pasó revista a la noche. Había seguido las instrucciones de Marjorie al pie de la letra. Incluso había simulado placer cuando Charley Paulson la invitó a bailar por octava vez, mostrándose a la vez interesada y halagada. No había hablado del tiempo, ni de Eau Claire, ni de automóviles, ni de sus estudios; en cambio, se había limitado a tres temas de conversación: yo, tú, nosotros.

Pocos minutos antes de dormirse, un pensamiento rebelde cruzó su cabeza soñolienta: después de todo, el mérito era suyo. Era verdad que Marjorie le había sugerido los temas de conversación, pero Marjorie extraía sus temas de conversación de sus lecturas. Ella, Bernice, había elegido el vestido rojo, aunque era cierto que no le gustaba demasiado hasta que Marjorie lo sacó del baúl… Pero ella, con su propia voz, había pronunciado las palabras, y había sonreído con sus labios, y había bailado con sus pies. Marjorie era simpática… pero presumida. Simpática noche… Chicos simpáticos… Como Warren… Warren… Warren… ¿cómo se llamaba…? Warren…

Se quedó dormida.

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