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LIBRO DEL VIAJERO


3. Juanito y las chicas del Muga


Julen termina el bachiller sin unas calificaciones brillantes, pero ha conseguido el título, de momento con eso le vale. Ahora lo fácil sería dejarse llevar, comerse un año cuartelero y listo. Pero sus convicciones antimilitaristas son fuertes y a pesar de sentir miedo, está decidido a desobedecer una ley que considera injusta. Al salir del instituto, pasa por el Txoriburu a celebrar con una cerveza sus estrenadas vacaciones y exponer a Piru, sus planes más inmediatos.

—Julen, asume que al final te apresarán. Lo que me choca es que quieras echarte al monte.

—¿Qué es echarse al monte?

—Pues aquello de la posguerra cuando a los que perseguían, huían de sus casas y se refugiaban por las sierras, formando partidas de guerrilleros.

—Joder, Piru, que solo te he preguntado si te parece buena la cordillera Cantábrica para desconectar de todo un par de semanas, pero sin estar aislado como si fuese el puto Himalaya. Tú que te has recorrido medio mundo subiendo montes, algo sabrás del asunto, digo yo.

—De hecho, estuve hace cuatro años en el puto Himalaya, como dices. Fuimos a subir el Manaslu, un ocho mil. Por culpa de las tormentas nos quedamos a solo doscientos metros de la cima.

—Una putada, sí, pero ahí sigue el monte. Otro día volvéis, pero ahora escucha. Hasta mitad de julio no tendría que ir al cuartel y quiero estar fuera de casa hasta que pase la fecha. Dejar pasar varios días desde que me vengan a buscar, que lo harán y, luego, ya valoraré qué hacer.

—En fin, voy a ver si entre mis trastos encuentro algún mapa.

Piru desaparece hacia el almacén del bar. Por allí tiene una caja con mapas de macizos montañosos. Después de encontrar lo que busca, toman asiento en una de las dos mesas que hay al fondo del pequeño bar, desplegando un mapa sobre ella.

—Esta zona es del norte de León y sur de Asturias…

—¿Picos de Europa? Mejor no, que por ahí habrá mucho turista…

—Eso queda fuera de este mapa. Este territorio es igual de espectacular, pero muy desconocido y está casi despoblado. Por aquí no vas a encontrar más que a los pastores y a cuatro vecinos que quedan por estos pueblos, ¿lo ves?

Julen examina la zona que Piru le propone, en parte coincidente sobre la que había estado rebuscando sin éxito en un mapa de carreteras el nombre de Dolor.

—Podría valer.

—Ya te digo que por aquí, podrías estar el tiempo que quieras sin que te encontrasen. Siempre, claro, que no reveles tu identidad en un banco, te registres en un hotel o te paren los picoletos… Pero lo más importante es que no le digas a tu tía que te he ayudado, que después me la lía.

—Tranquilo, ya sé que habéis tenido movida.

—¿Qué te ha contado?

—Estaba bastante jodida y básicamente me dijo que se te ha ido el tema de las manos.

—Bueno…, pero ya está todo arreglado.

—¿Seguro?

—Voy a deshacerme del bar y después a limpiarme.

—Tienes suerte de que Kattalin todavía confíe en ti, aunque no es solo del caballo de lo que te tienes que preocupar. No la cagues.

Como si los dos hubiesen pensado lo mismo, vuelven sus miradas hacia la calle. Desde el fondo del bar también se ve la acera de enfrente y en una pared tras ella, a modo de advertencia o amenaza para Piru, una pintada en contra de los traficantes.

Ya entrado julio, Julen emprende su viaje. En casa cuenta que realizará varias travesías por los Picos de Europa con un amigo de Bilbao. Adelanta su partida de Bermeo en un día, pues el plan es dormir esa noche en casa del amigo y temprano tomar el tren. No concreta mucho más y tampoco despierta extrañeza, pues en casa saben que cuenta con bastante experiencia, tanto por las numerosas veces que, de crío, ha subido montes y acampado por ellos con Kattalin y sus amigos, así como en los últimos años con los suyos, ascendiendo la mayoría de las cumbres destacadas de Euskadi. Para Julen no es problemático improvisar cobijo bajo una tormenta o solventar cualquier imprevisto que pueda surgir en la montaña. Pero a Begoña le preocupa que, estando tan próxima su incorporación a filas, se marche a los montes. Julen, además de prometer telefonear regularmente, intenta trasmitirle tranquilidad, aduciendo que tiene margen para regalarse esas pequeñas vacaciones antes de irse a la mili. Una mentira ante la que su tía calla, pero que aborda con él antes de que se marche.

—Te he seguido la corriente, pero en cuatro días tendrías que ir a al cuartel y amama cree que no es hasta final de mes.

—Mejor así.

—La hemos engañado y no me siento bien.

—No le digas que lo sabías. Voy a darme unos días para hacer lo que me gusta. Después de que haya pasado la poli a buscarme, vuelvo y tomaré una decisión.

Kattalin abraza a su sobrino y le viene el recuerdo de otro abrazo como aquel. El que se daba con su hermana todas las mañanas al despedirse. Ella se iba a la escuela y Leire al instituto o a trabajar.

Confía en su sobrino, pero ha sentido miedo al abrazarle y presiente que algo que trastocará profundamente sus vidas, acaba de ponerse en marcha.

—Venga, me marcho, tía, que pierdo el tren.

Echa a correr con dificultad al portar a sus espaldas una enorme mochila que casi pesará veinte kilos, con una pequeña tienda de campaña sujeta en las barras portabultos, un diminuto hornillo, un cazo, sartén y platillo, ropa, unas botas… Sube al tren y, al momento, las puertas se cierran.

Durante la hora de viaje a Bilbao, repasa el mapa que Piru le ha prestado, ideando rutas, memorizando pueblos. Un mapa, según le ha explicado, con una información muy detallada de todos los arroyos, fuentes o incluso cabañas que podría encontrar por los montes. Calculando los desniveles que debería salvar, para realizar varias etapas en sentido este-oeste, resoplaba de vez en cuando, solo al pensar en el esfuerzo a la hora de portar todo aquel peso. Pero solo será eso: esfuerzo, que ya descansará cuando quiera. Solo con imaginarse en lo alto de una montaña, durmiendo al raso en una noche de verano, se ilusiona, se siente libre, porque de ese viaje espera emborracharse de libertad. Llegando a Bilbao, guarda el mapa en uno de los bolsillos laterales de la mochila y en cuanto sale de la estación de Atxuri, impone un ritmo alto a sus pasos cruzando la ría por el puente de San Antón hacia el barrio de Bilbao la Vieja. Sube por la calle San Francisco y luego gira por una estrecha bocacalle hacia la calle Cortes donde se concentran numerosos puticlubs y una buena parte del trapicheo de drogas de la ciudad. Por allí debe buscar la pensión en la que Ángel le dijo que vivía Juanito. Transita precavido por aquella zona marginal popularmente conocida como La Palanca. Cruza frente a algunos toxicómanos que, improvisando corrillos, pretenden disimular sin éxito que esperan a sus camellos. O desfila al lado de tipos a los que evita sostener la mirada, que apuran un cigarrillo apostados por esquinas o junto a algunos portales a modo de vigilantes. Pasa por entre tres prostitutas que hacen la calle y una pareja de policías municipales que patrullan a pie, constatando los agentes que todo está dentro del orden tolerable. Pero miran a Julen extrañados, pues un tipo ataviado tal que parece que va a partir a los Andes no encaja entre el elenco de personajes que, día a día, representan una obra que suele desarrollarse con el mismo guion. Que si algunas redadas, que si un atraco, que si algún ladrón echando carreras a la policía, que si un navajazo, un ajuste de cuentas…

Camina fijándose en los números de los portales. Previamente había buscado la pensión Salamanca en la guía telefónica, pero antes de encontrar el inmueble, un cartel colgado en un balcón le indica el lugar del hospedaje. Un par de yonquis permanecen apostados junto al portal. El que se apoya junto a los timbres del portero automático mira hacia los lados, atento a quienes se acercan por la acera. El otro, ligeramente reclinado en un coche aparcado frente a su compañero, vigila el interior del portal. Siente un nudo en el estómago al acercarse a ellos, pero sabe que, en situaciones potencialmente tensas, lo mejor es mostrar aplomo en lo que se dice y hace. El que está junto a los timbres no se mueve al plantarse Julen frente a él, a pesar de que le hace un gesto de que quiere apretar uno de aquellos botones.

—¡Quita, coño! que no me dejas ver —le dice en un tono cordial, a la vez que le aparta hasta hacerle descender del escalón de entrada al portal.

—¡Qué pasa, tú…! —responde con una agresividad forzada, puesto que la desgana con la que lo hace, evidencia que el tipo está bastante aturdido.

Aprieta el botón de la pensión y hasta pasados unos diez o doce segundos, que a Julen se le hacen eternos, no escucha ninguna voz.

—¿Sí?

—Abre —ordena rotundo.

La voz enlatada parece dudar, pero quizá pensando que se trata de alguno de los hospedados, abre la puerta del portal. El interior está en penumbra. Acciona un interruptor situado junto a unos destartalados buzones, pero ninguna bombilla se enciende. Si, por contra, lo hacen las de los pisos superiores, al llegar el refulgir de sus bombillas por la escalera situada al fondo del portal y a cuyo inicio, otros dos tipos ultiman la preparación de un pico. Pasa por su lado y ellos, a pesar de su llamativo aspecto con la mochila, le ignoran. Mientras sube hasta la pensión, supone que entre los yonquis de dentro y de fuera del portal, se están turnando para administrase sus dosis de heroína.

Se detiene ante una puerta que presenta nada menos que cuatro cerraduras, aunque dos parecen inservibles, a todas luces descerrajadas por algún intento de robo. En mitad de la puerta, un letrero de chapa muestra la leyenda «Hospedaje Salamanca». La cuidada grafía que ofrece y su aspecto cuidado, pues aparenta ser un rótulo muy viejo, quizá de primeros de siglo, es una prueba fehaciente de que corrieron tiempos mucho mejores en aquella zona de la ciudad.

Julen hunde el dedo en el timbre despertando un chirrido eléctrico, que más parece que esté a punto de producirse un cortocircuito a que alguien llame a la puerta. Una mujer de mediana edad atiende a la llamada recibiendo a aquel viajero con desgana.

—Está todo completo.

—Buenos días, estoy buscando a un pariente que se aloja aquí.

La casera no contesta, con los brazos cruzados y una de sus zapatillas dando pequeños golpes sobre la deteriorada tarima del pasillo, aguarda a recibir más detalles.

—Es mi tío, se llama Juan y como estoy de paso por Bilbao, quería saludarle.

—Juan, ¿Juan qué más?

Julen improvisa, pues no tiene ni idea de cómo se puede apellidar.

—Bueno, es mi tío porque estaba casado con mi tía… pero no recuerdo su apellido.

—En fin, ya que no hay otro Juan, será Juanito. Espera.

La mujer cierra la puerta dejando a Julen esperando.

—A ver, que dice que no tiene sobrinos, así que ya estás ahuecando de aquí.

Julen mira por encima del hombro de la mujer, viendo que una cabeza se asomaba interesada desde el fondo del pasillo. Entonces eleva la voz para que aquel, le escuche.

—Tu amigo Ángel me dijo que te encontraría aquí. Soy Julen, de Bermeo.

No tiene tiempo para explicarse más, pues la casera cierra la puerta. Mientras valora si volver o no a llamar, pega el oído a la puerta por si escucha alguna réplica. Al momento. le sobresalta un golpe seco, una patada que dado la mujer a la puerta que le contempla por la mirilla.

—¡He dicho largo! Si no te vas, llamo a la Policía.

Se marcha. Abajo, en el portal, los yonquis ya han cambiado de turno para preparar sus picos. En cuanto cruza por la puerta hacia la calle, una voz de hombre a través del portero automático, requiere su atención.

—A ver, el que acaba de subir a la pensión… ¿estás ahí?

—Sí, sí, aquí estoy.

—¿Quién dices que te manda?

—Ángel, el maquinista. ¿Subo otra vez?

—No. Espérame en el bar de enfrente.

Un triste puticlub, eso es el local donde Juanito ha indicado a Julen que le espere y para ser la primera vez que entra en uno, se lleva una gran decepción.

Siempre imaginó aquellos establecimientos excediéndose en una decoración recargada, rayando lo hortera. Luces rojas o azules de neón, reservados con asientos mullidos tras opacos cortinones y música mas hortera aún que la decoración, en la que alguna folclórica cantaría al desamor. Todo un detallado atrezo alrededor de una barra, donde un camarero con buena planta y sin reparos para soltar un par de bofetadas si algún cliente se pone pesado, sirve copas a un precio muy por encima de su valor habitual. Pero aquel lugar es un una tasca cutre, un antro en penumbra que ahora huele a lejía porque un tipo delgaducho, maduro y que viste con un batín de guaté, friega el suelo con desgana. Si hay neones de colores, no se ven por ningún lado y la poca luz que permite distinguir las formas, entra por la puerta, puesto que un par de ventanas en uno de sus lados y que dan a una callejuela que desciende hacia la calle San Francisco, tiene pintados de rojo sus vidrios, a pesar de lo cual, los trazos de los brochazos permiten pasar unos leves rayos de sol. El estridente sonido de un pequeño transistor, que debe estar por entre las botellas de licor de alguna repisa, no pone ninguna música al local, solo las voces del noticiero del mediodía en el que varios personajes se enzarzan en discusiones políticas.

Al fondo del local, un par de putas jóvenes, sentadas junto a una mesa adosada a la pared, justo debajo de uno de los ventanucos, hacen guardia en espera de algún cliente madrugador. Mientras una realiza el crucigrama de un periódico, la otra que ojea una revista del corazón, atiende a las dudas de su compañera para completar el pasatiempo.

Julen se siente cohibido al constatar dónde acababa de entrar, aunque tampoco tiene nada de extraño a tenor de en qué zona de Bilbao se encuentra. La Palanca, tuvo en un pasado no muy lejano mejores días, donde a pesar de concentrarse la oferta de prostíbulos, estos se alternaban con locales muy populares y cabarets, otorgándole a aquella zona un cierto glamour rayando con lo canalla. Pero ese era un pasado bohemio que ya nunca iba a volver. Desde la llegada de la heroína y, con ella, de clanes de traficantes y proxenetas, se había degradado de tal manera el barrio, que había pasado a ser frecuentado casi en exclusiva por camellos, yonquis, chorizos y puteros fugaces. El tipo que pasa la fregona, se gira después de que la chica que ojea la revista le alerte con un gesto de que hay alguien a sus espaldas.

—A ver, la barra aún está cerrada, pero, si quieres descargar, arréglate con aquellas.

Las dos chicas, que rondan los veinticinco años, alzan sus miradas depositándolas en Julen. Evidentemente, no es aquel el prototipo de cliente con el que esperarían encontrarse: un joven con mochila y que tiene toda la pinta de un turista despistado.

Una le regala una pequeña sonrisa, la otra enciende un cigarrillo sin apartarle la vista. Julen, avergonzado, se vuelve mirando hacia la calle, deseando fervientemente que Juanito acuda de una vez a la cita. El de la fregona vuelve a dirigirse a él, al ver que seguía allí plantado.

—Y cruza por detrás de esas mesas para no pisar lo fregado.

—No, si yo solo estoy esperando a una persona, enseguida me voy.

Entonces el limpiador frunce el ceño. Si ese no viene a follar, que es a lo que vienen sus clientes, seguramente se trataría de cualquier enredo contra los que a diario tiene que bregar. Toxicómanos o ladronzuelos que buscan esconderse de otros como ellos, o de la policía, o puede que algo peor. .

—Pues a la puta calle, que esto no es un salón social.

—Tranquilo, Emilio, tranquilo, que está conmigo.

Juanito acaba de entrar en el local poniendo una mano en el hombro de Julen, como si le conociese de toda la vida.

—¿Contigo? ¡Joder! Pues no sé si es para preocuparme más.

—Anda, saca un par de cervezas. ¿Está la oficina abierta?

Emilio, dueño de aquel tugurio, deja la fregona apoyada contra una mesa y pasa detrás de la barra.

—Te lo dejé bien claro hace días, Juanito, aquí ya no te guardo nada —le advierte a la vez que con la mirada le señala hacia la mochila de Julen portaba a sus espaldas, mientras abre un par de botellines.

—¡Qué guardar ni guardar! ¿Lo dices por esa mochila? ¿Y qué hostias llevas en ese pedazo de mochila chaval?

Julen responde torpe, sabiéndose en una situación fuera de su control.

—Nada, mi equipaje. Me voy de vacaciones.

—¿Lo ves, Emilio? ¡Es un turista! ¿Crees que si me trajese un encargo, lo iba a recibir en una mochila de colorines y que se ve a medio kilómetro? Vamos, Emilio, no me jodas. Y oye, cabrón, esta cerveza parece meada.

—Pues te jodes. A ver cómo crees que va a estar si acabo de rellenar la cámara. Pide champán, hijo de puta, que eso sí que lo tengo frío.

Emilio echa mano al bolsillo de su batín para extraer un manojo de llaves que posa en la barra.

—Y aligerando. En un cuarto de hora os quiero fuera, que es viernes y antes de comer empezarán a llegar los «madrugadores» y no quiero que mis puteros vean trapicheos raros, que eso les baja la libido.

Juanito toma las llaves del mostrador y, de un gesto, indica a Julen que le siga. Cruzan por delante de las dos chicas antes de detenerse ante una puerta al fondo del local, justo al lado de los baños. Ellas desvían sus miradas para no toparse con la de ninguno de los dos. Ahora que ven al chico con Juanito, han perdido cualquier interés en él.

—Buenos días, reinas —saluda Juanito burlón sin recibir respuesta.

Gira un par de veces la llave en la cerradura, abre la puerta, acciona el interruptor de la luz y pasan a una amplia trastienda. Allí, además de acumularse cajas de champán y licores, les recibe una amplia mesa redonda en el centro, con media docena de sillas a su alrededor. Al ver la escena, Julen reconoce esos locales clandestinos, que en el cine negro son escenario de partidas ilegales o de reuniones del hampa.

—Deja la mochila y siéntate —ordena Juanito cerrando la puerta con llave a sus espaldas.

Julen con el corazón a punto de salirle del pecho, siente que algo debe decir para destensar aquel encuentro.

—Pues sí que está la caliente la cerveza, sí.

—¿Pero qué hostias haces con eso todavía? Habérsela dejado en la barra.

Juanito rodea la mesa acercándose a una cámara frigorífica.

—A ver qué guarda aquí este pájaro…

—Yo, yo no quiero nada, gracias.

—Ya, claro, que a ti te gusta la cerveza caliente. Pues mira, yo me voy a regalar un Benjamín.

En apenas unos segundos, Juanito ha descorchado la pequeña botella de cava, de cuya boca se premia con un generoso trago y toman asiento junto a la mesa.

—Recuérdame después que esconda la botella al fondo de la cámara.

Juanito luce barba de dos o tres días, lo que, junto a sus ojeras, le confiere un aspecto notablemente demacrado. Julen se da cuenta de que, al igual que él, es de nariz afilada y rostro anguloso. Viste una chaqueta vaquera que se quita al sentarse. La camiseta negra, bien ceñida, muestra una incipiente barriga, no demasiado abultada y sus mangas recortadas por encima de los bíceps podrían haber realzado los músculos de sus brazos, pero eso sería en otra época, porque Juanito está muy delgado. Completan su atuendo unos ceñidos pantalones vaqueros y unas zapatillas deportivas. Un aspecto que a Julen le parece forzadamente juvenil para los cincuenta y tantos años que tendrá aquel tipo.

—Y dices que te vas de vacaciones…

—Sí, a Picos de Europa.

—Qué sitio tan bonito, ¡sí, señor! Pero algo has dicho antes de que has hablado con Ángel.

—Si, me dijo dónde podría encontrarte.

—Hace mucho que no lo veo. Somos amigos desde niños, casi unos hermanos, pero quiere cuidarse de mí. No soy muy recomendable… para nadie.

Permanecen mirándose unos segundos. Julen busca en el rostro de ese tipo con pinta de macarra, algún otro rasgo común, además de la nariz. En cambio. Juanito está asombrado al tener ante sí prácticamente la misma cara que aparece en una vieja fotografía. La única que guarda de sus padres y ha plastificado, llevándola siempre en su cartera. Una foto cuadrada, de menos de diez centímetros de lado y que. en tonos sepia, muestra sonrientes a una joven pareja el día de su boda ante una iglesia.

—Ángel estuvo en Bermeo y me habló de ti.

—¡Que cabrón! Me dijo que tu abuela le echó de casa.

—Y es cierto, pero es que salí tras él y hablamos en la calle.

—Eso no me lo contó.

El hasta ahora porte altivo de Juanito, muda a otro dubitativo.

—¿Y qué cojones quieres, chaval? ¿Qué haces aquí?

—Bueno… después de aquel encuentro, me quedó la duda de conocer a… mi padre.

—No te equivoques, que yo no soy tu padre. Al menos lo que se dice un padre al uso. Que seas hijo mío no es más que la consecuencia accidental de los polvos que echamos tu madre y yo. Dicho esto desde el mayor respeto hacia tu difunta madre, no me malinterpretes, por favor, pero son cosas que pasan.

Juanito pega otro largo trago de cava.

—A ver, entiéndeme, por aquellos días yo estaba un poco «tocado» y no sé por qué enredé a Ángel para que contactara contigo. Supongo que me pilló todo con la guardia baja, pero ahora que lo pienso, no le encuentro sentido.

—Ya veo.

—Pero no pasa nada, chaval, nos hemos conocido y eso está bien.

—Eras policía.

Juanito cambia el gesto sonriente que acababa de esbozar, por otro serio. Se gira buscando en la chaqueta que cuelga del respaldo de su silla, el paquete de tabaco. Pone un Winston entre sus labios, y ofrece otro a Julen. Ambos, los encienden con sus respectivos mecheros, exhalan un par de profundas caladas y retoman la conversación.

—Ahora me dedico a negocios más lucrativos.

—Te expulsaron.

—Joder con Ángel, vaya lengua tiene.

—Tampoco dijo mucho, solo que se te fue un poco la olla, que te metiste en algún lío…

—¡Eh! Con calma. De repente te veo muy tirao palante. Con lo modosito que parecías hace un rato.

Julen, aunque está nervioso, sabe que, si quiere sacar algo en claro de aquel encuentro, debe mostrarse confiado.

—Y esos negocios lucrativos, imagino que será trapicheando.

—Qué va, soy tratante de obras de arte, ¡no te jode!

—No pareces haber estado tocado de la azotea.

—Te empiezas a pasar de listo y, si eso ocurre, saldrás escaldado. Así que eres montañero, ¿eh? Tu madre y tu tío también tenían esa afición, ¿pasa igual con tu tía Catalina?

Julen, ante la familiaridad que Juanito ofrece al hablar de su familia se sorprende, tardando en contestar.

—¿Cómo sabes tú eso? Y mi tía no se llama Catalina.

—Ya, claro, que los vascos decís Kattalin —se burla—. Pues sí, es verdad, sé bastantes cosas de tu familia y no pongas esa cara de pasmado. La cosa es que me parece un poco raro tenerte hoy aquí, cuando hace pocos días estuve con ella.

—¿Con ella? ¿Con quién?

—Con tu tía y con su amigo, porque supongo que Piru será el maromo que se la beneficia.

Julen niega incrédulo.

—Tenías que haber visto la bronca que esa le montó al pobre Piru y eso que, en seguida, ventilamos el asunto que teníamos entre manos.

—No creo ni una palabra de lo que dices.

Juanito arquea las cejas mirándole fijamente, como si le estuviese preguntando «¿Estás seguro?».

—Verás, chaval, hoy me has pillado de buenas. Será por este Benjamín, más tarde abriremos otro, pero ahora abre bien las orejitas, que te voy a poner al día. Piru regenta un bar en Bermeo, el Txoriburu, ¿voy bien? Hasta el otro sábado por la noche, no sabía quién era su novia. Al muy gilipollas no se le ocurre otra cosa que traerme un encargo, con ella de compañía, para irse después de fiesta decían y, claro, parece ser que la muchacha no estaba al tanto del asunto.

Julen asiente, en cierta medida, tiene lógica. Recuerda lo cabreada que había regresado Kattalin al día siguiente de irse de fiesta con su novio a Bilbao. Juanito copia el gesto de Julen, apagando tras él, la colilla del cigarrillo en un cenicero situado en mitad de la mesa, después, le propina a la botella de cava un último trago y sigue hablando.

—La cosa se torció un poco. Piru solo tenía que parar aquí, frente a este local. Yo abriría el maletero, recogería el bulto, le dejaría la pasta y listos, pero poco antes se había montado bronca calle abajo. A ver, el sábado a la noche esto se pone de coches como la Gran Vía, pero con aquel asunto, que si un navajazo, que si la Policía de redada, había que cambiar de planes. Con tanta gente, ni le iba a meter el fajo de billetes por la ventanilla, ni recoger aquello con la caravana de puteros cachondos en sus coches por detrás reventando los cláxones.

Julen asistía a aquel relato absorto, ante la naturalidad con la que Juanito se explicaba.

—Total, que tuvimos que demorarlo. Aparcaron donde pudieron y trajeron el pedido como si viniesen con las compras del supermercado. Por un lado, entiendo la mala hostia de tu tía. De repente, su novio le diría: «Oye, cari, que nos vamos a pasar un momento por La Palanca a dejar un recado y, luego, ya, si eso, nos vamos por ahí a mover el culo» y, claro, no le debió gustar. Ni eso, ni que le dijese que se quedase sola en el coche esperando. Es que también este Piru ese es idiota. ¿Qué tía se va a quedar ahí, en ese callejón de mierda dentro de un coche sola? ¡Y de noche! Para cuando volviese ya se la habría follado media docena de yonquis.

Julen atiende sin perder un solo detalle al soliloquio de Juanito.

—Así que, al rato, aparecen discutiendo por la puerta los dos. Ella, al entrar y ver que era un puticlub, casi se desmaya. —Ahora Juanito se reía—. Tenías que haber visto la cara de tu tía, chaval, bueno, que yo todavía no había caído en la cuenta de quién era realmente. Pero menos mal para ella que reaccioné rápido, le pedí a Emilio las llaves de la oficina y aquí nos reunimos a solventar el asunto, que nada, era cosa de un par de minutos, pero ya nos pusimos un trago, más que nada por esperar a que en la calle se despejase el lío con la Policía. Entonces, intenté tranquilizarla, porque la mujer le había montado un pollo de cojones. En realidad, estaba nerviosa por lo de las putas fuera.

—O por lo de la droga. Ella no estaba al tanto de ese asunto de Piru.

—Puede ser. Pero bueno, empezamos a hablar un poco por limar asperezas y ella empezó con que si «los putos maderos esto o lo otro, que si a ver si se marchaban los putos txakurras»8 y, claro, aunque ya no ejerzo, digamos que me hinchó un poco los cojones.

Juanito se paró de repente, los golpes de Emilio en la puerta le alertaban de que, efectivamente, ya se había consumido el tiempo que le había dado. Se levantó acercándose hasta la puerta para advertirle de que aún no iban a salir.

—Otra media hora.

—No me jodas, Juanito, venga a la puta calle.

—A la puta calle te voy a sacar a hostias si no me dejas en paz. Media hora he dicho y, después, te pongo al tanto.

—Bueno, pero vamos a medias.

—¡A medias mis pelotas!

Juanito se da la vuelta, mascullando entre dientes que Emilio es un gilipollas. Al volver a sentarse, Julen lo mira muy serio. Mientras hablaba hacia el marco de la puerta, había quedado al descubierto la empuñadura de una pequeña pistola que asomaba por encima del cinturón a su espalda.

—Este se debe pensar que estamos aquí amasando pan o algo por el estilo. La verdad es que no le culpo, con esa mochila tuya… creerá que traes un buen cargamento. A ver cómo lidio después para convencerle que no tendrás ahí más que calzoncillos, camisetas o alguna revista porno para pajearte en el monte.

—¿Y qué pasó después?

—Está interesante, ¿verdad? Pues le dije que cuidase el lenguaje, a lo que su novio le advirtió que yo había sido policía, pero claro, ella no se amilanó. Lejos de eso, dijo que a sus hermanos los había asesinado la Policía y, claro… ella de Bermeo, dos hermanos fiambres y, de repente, ¡zas! Como un fogonazo en el cerebro que te hace verlo claro, porque llevaba tiempo pensando que su cara me resultaba familiar y, seguido, la asocié a un gran parecido con la cara de Leire. Chaval, el mundo es un pañuelo, un puto pañuelo, lleno de mocos, es verdad, pero cuando menos te lo imaginas, la vida te da sorpresas increíbles.

Julen procesaba a toda velocidad todo lo que Juanito le contaba, por sorprendente que la historia pareciese, todo tenía lógica.

—¿Y cómo terminó la reunión? ¿Le contaste quién eras?

—No debí hacerlo, la verdad, pero es que con todos estos etarras y sus amigos, ¡qué te voy a decir, hijo mío! —volvió a reírse de su ocurrencia—, pues no me habré hartado a repartir estopa en interrogatorios. En fin, que me lo puso a huevo, así que hice esto. —Echó una mano atrás sacando la pistola poniéndola en la mesa—. Y, claro, se asustaron un poco, pero se quedaron formales. Luego le dije que su hermana se llamaba Leire y su hermano Andoni y que los dos murieron casi seguido.

—Ocurrió la misma semana.

—Ya sé yo bien cuándo pasó todo, ¡qué me vas a contar tú!

Julen se encogió de hombros.

—Ella se puso muy nerviosa, pero aunque debía tener miedo, la mala hostia se lo hacía vencer. He visto esa misma actitud en interrogatorios, sí. Sucede hasta que se derrumban, pero no entremos en esos detalles —volvió de nuevo a sonreír—. Así que me preguntó que de qué sabía yo todo eso y, bueno, le conté que su hermana y yo tuvimos un «romance» y que le hice un bombo. Después, ella llorando rabiosa le dijo a su novio que la sacase de aquí como fuese. Les abrí la puerta y se fueron.

—¡Hay que ser cabrón!

—Esa boca, nene.

Juanito apoyó los codos en la mesa, posó las manos sobre esta entrelazándolas e inclinándose todo lo que podía hacia Julen, que permanecía sentado a su frente, adoptó una pose de cierta solemnidad y siguió hablando.

—Conocí a tu hermano, así le dije, cuando vino a tocarme los cojones por el embarazo de Leire. Le juré que aquello había sido accidental, que su hermana me gustaba, pero para lo que me gustaba, y no me pongas tú esa cara, ¡joder, que somos hombres! Todo dicho desde el máximo respeto a tu madre, una mujer a la que nunca deseé mal alguno.

—Déjate de hostias y sigue hablando.

—Di que sí, ¡ese es mi chico! Pues nada, que ahí se había tenido que terminar el asunto, pero claro, su hermano andaba metido en líos de política, ya sabes, y ¡zas! Unos años después de nuevo el puto destino que nos vuelve juntar. Esta vez ya fue a cuenta de mi labor de investigación. Andoni estuvo detenido, hubo que interrogarlo…

—¿Lo hiciste tú?

—¿Yo? Qué va, ¿no ves que nos conocíamos? De eso se encargaron otros.

Llegado a este punto del relato, Julen ya dudaba de todo lo que le contaba, consciente de que, aunque hubiese alguna parte de verdad y Juanito se mostrase despreocupado ahora que había pasado de ser policía a camello, casi todo estaba contaminado con mentiras.

—Tu tío, al final, cantó y, mientras llevaba a unos compañeros a mostrarles un zulo9, logró escabullirse, a pesar de que iba esposado el jodido. Como era de noche, no le acertaron con los tiros porque disparar, ya te digo que le dispararon.

—A mi tío lo encontró un pescador desde su barca, a los pies de un acantilado cerca del cabo Matxitxako.

—Por esa zona debía estar el zulo, sí. Imagino que cuando aprovechó algún descuido de mis compañeros y echó a correr, no controlaría bien la carrera escuchando como le disparaban y tendría la mala suerte de despeñarse por el acantilado. Como iba esposado, «los de siempre» dijeron que esa versión era falsa, cosa que a mí me la suda. Luego ya sé que en una manifestación de protesta hubo bastantes heridos y una mujer murió. Te juro que cuando transcendió a los medios su identidad, me quedé helado.

—No te creo.

Ahora la cara de Juanito era otra. O se trataba de un rapidísimo actor, o parecía seriamente afectado.

—Lo que creas o no, también me la suda. Hasta ese día, te juro que en la puta vida me había importado que ella tuviese o no un hijo mío, ¿me entiendes? Pero no sé, algo cambió. Vi una foto de su madre en el periódico, su cara estaba rota por el dolor, pero no se le adivinaba lágrima alguna. Aquella mujer que apoyaba la mano en un féretro cubierto con una ikurriña sujetaba con la otra a un niño, un crío sin padre y que acababa de perder a su madre. No era justo.

Julen tragó saliva incómodo. Toda la vida solicitando detalles de aquellos tristes episodios vividos por su familia y a los que su abuela intentaba esquivar, siempre diciéndole que no quería sembrar en él el odio, para que ahora brotase la rabia más profunda al escuchar aquellas palabras.

—Puto madero.

Juanito tomó la pistola con gesto tranquilo, amartillándola después.

—¡Qué! ¿me vas a pegar un tiro?

—Etarra de mierda.

—¡Qué hostias, etarra! ¡Y qué sabrás tú de mí! Eso somos todos los vascos que no os tragamos, ¿verdad? Etarras, terroristas… Llevarás muchos años viviendo aquí, pero no tienes de puta idea de por qué es la gente como es con vosotros.

Juanito descargó el arma con aire tranquilo y volvió a colocarla entre el pantalón y sus riñones.

—Tienes huevos, eso me gusta, joder y, mira, vamos a evitar enfadarnos, además, yo ya no estoy en esa pelea. No me quieren en la Policía. Primero decían que si tenía el síndrome del norte10, que si estaba quemado, luego cuando empecé con…

En esta parte del relato, su cara muda a un gesto totalmente diferente a los mostrados hasta ahora. A ojos de Julen, quizá el único momento en el que le parece sincero.

—Empecé con miedos, paranoias…

—La mierda que te meterías, seguro. Dicen que un montón de maderos sois cocainómanos.

—Dicen, dicen… ¿en serio te crees esas bobadas? Mira, puede que en mi caso fuese así, pero luego me limpié. Lo que pasa es que, claro, llegó aquella bronca con un capitán, le solté un par de tiros al techo de su despacho para acojonarlo y, bueno, digamos que más o menos me jubilaron.

—Qué bien, ¡y aquí estás! Convertido en camello —le espeta burlón.

—La vida, que es imprevisible, chaval. Podía haber vuelto a mi pueblo, pero el campo no es para mí. Además, conozco bien este mundillo, deformación profesional, claro. Un par de trabajitos más y me retiro. Me largaré para el sur, igual a Marbella, que aquí llueve mucho. Me echo una moza con buenas tetas ¡y a vivir! Que la pensión por incapacidad que me han otorgado estos cabrones no da para mucho.

Julen soltó un bufido a modo de burla.

—¿Qué pasa, chaval? Te divierte, ¿a que sí? En fin, tampoco te culpo, y ahora sí que no te acepto un no por respuesta.

Se levanta de la silla, acercándose de nuevo a la cámara extrayendo otro Benjamín tomó un par de vasos de whisky que había sobre una repisa, repartiendo el cava en ambos. En esta ocasión, Julen no mostró ninguna objeción al convite.

—Podíamos brindar por el reencuentro padre-hijo, pero seguro que a ti no te van esas mariconadas, ¿me equivoco?

Julen ignora la reflexión mientras degusta un largo trago de cava helado.

—A mí tampoco —respondió Juanito a su propia idea bebiendo media porción del vaso que se había servido. Después, echó mano del paquete de tabaco, ofreciendo otro Winston a su hijo. Julen valora la posibilidad de echar mano del hachís que lleva para fumar algún canuto de vez en cuando, pero la desecha de inmediato, mejor estar atento a cualquier reacción de Juanito.

Los dos encienden sus cigarrillos permaneciendo unos instantes pensativos hasta que Juanito reanuda su relato.

—Después de verte en aquella foto del periódico, algo cambió en mí. Joder, esto no se lo he contado ni a todos los putos loqueros que me trataron, pero es verdad. Me di cuenta de que, por azar o por lo que fuese, a aquel crío y a su abuela se les había arruinado la vida. La cosa es que, con el tiempo, empecé a valorar la posibilidad de saber de ti, quizá ayudaros…

—¡Ja! ¿Pero te crees que mi abuela iba a aceptar algo tuyo?

—De estar en su pellejo, no lo haría. Ahí te doy la razón, pero bueno, pasaron varios años, andaba yo un poco con la guardia baja y fue cuando recurrí a Ángel para que contactase contigo.

Julen tiene cada vez más claro que aquel tipo padece algún tipo de inestabilidad mental. Apaga el cigarrillo a medio consumir. Los tragos que le ha dado al cava ya le pesan en la cabeza. Demasiado temprano para ingerir alcohol si no se está acostumbrado a hacerlo a tales horas. Su reloj marca las tres de la tarde y suspira lamentando las horas que aún restan para tomar el tren del día siguiente.

—Me marcho, aquí ya está todo hablado.

—Espera un poco, hombre, cuéntame ahora un poco de ti.

—Acabo de terminar el bachiller, he aprobado todo, ¿suficiente?

—Un tío listo, sigue.

—Tenía que haber pedido una prórroga por estudios para evitar tener que ir este año a la puta mili, pero no lo hice. Tampoco tengo aún claro qué quiero estudiar, o si quiero estudiar. Lo que sí tengo claro es que no voy a ir a la mili.

—Pues tendrás que ir, gilipollas, ¡qué si no!

—De eso nada.

—Uy, de eso nada… —imitó Juanito su voz en tono burlón—, el nene se nos hace objetor, o insumiso o… igual es de los que dice que la mili en ETA.

—No tienes ni puta idea.

—Pues te comerás unos años de trullo y listo.

—Qué cojones va a entender nada de antimilitarismo un camello y exmadero.

Juanito mudó de nuevo la expresión distendida que ofrecía en los últimos minutos a otra ciertamente grave. Julen que no le apartaba la mirada, en el fondo, se arrepentía de sus palabras.

—Sin confianzas. La próxima vez que me toques los cojones, te vas a arrepentir.

De nuevo, aquellos rasgos de bipolaridad aparecían en su hablar, recuperando un tono más sosegado.

—Y dices que vas a ir a la montaña, Picos de Europa, concretamente.

—Lo mismo me da ir a esa zona u otra. La cordillera es muy grande. Ya tengo hecho mi plan.

—Claro, parece que planificas todo muy bien. Entonces, seguramente, tendrás un mapa. Muéstramelo, conozco bastante bien aquello.

Julen duda, pero finalmente alcanza la mochila y de un bolsillo extrae el mapa que Piru le ha prestado. Juanito dedica un par de minutos a observarlo con atención. Después le hace a Julen un gesto de que necesita algo para escribir y el chico extrae del mismo bolsillo de la mochila un lapicero. Juanito prolonga una de las líneas que ya había trazado Piru.

—Lo de Picos de Europa lo dirías por decir, porque tu ruta, si es que tienen sentido estos trazos, es por otro lugar.

Julen asiente.

—Cuando termines lo que tienes marcado, subes este collado y alcanzas este valle, ¿lo ves? Desciendes por este camino que va paralelo al este pequeño río que está lleno de cascadas. Así llegas a este pequeño pueblo y, desde ahí, carretera abajo, paralelo al río, llegas hasta este desvío. Por aquí, aunque no viene en el mapa, llegarías a otro pueblito que se llama Villanueva de la Cueva y desde ahí subes por este sendero que te indico y… ¡final del viaje!

Entonces hace una equis en el mapa.

—¿Y eso qué es?

—Eso es el epicentro y el origen de nuestra historia.

Entonces Julen se inclina sobre el mapa, para ver con claridad qué escribe Juanito al lado de la señal.

—Dolor…

—Dolor.

—Ángel me habló de ese sitio. ¿Y qué voy a encontrar ahí?

—No sé, quizá nada.

Juanito se encoge de hombros y enciende otro cigarrillo. Permanecen en silencio, Julen repasando el mapa y Juanito dibujando oes al exhalar el humo. Cuando el chico dobla y guarda el mapa junto con el lapicero en la mochila. Juanito apaga el cigarro poniéndose en pie.

—No creo que nos volvamos a ver, así que tómate esa ruta que te he trazado, como la herencia de tu viejo: un camino al pasado.

—Vaya, también te van los rollos místicos.

Julen se levanta para ponerse la mochila pero Juanito le detiene.

—Espera, es la hora de mi medicina y no está mal que estés delante.

Echa mano a la chaqueta extrayendo un pequeño estuche de lapiceros, de su interior aparecen una cuchara, una jeringuilla, una papelina de su cartera y un limón del mismo bolsillo de la chaqueta.

—¡Joder! ¿Te vas a preparar un pico?

—Has venido a conocerme, ¿no? Todo lo que te habrán dicho de mí será verdad. Todo lo que te he contado yo… puede que lo sea. Así, con suerte, no volverás nunca a buscarme, porque nunca volveré a ser tan amable contigo como hoy.

Juanito prepara metódico su dosis de heroína. Una porción que toma de la papelina con la punta de una navaja, depositada en la cavidad de la cuchara, después unas gotas de limón, el calor de la llama del mechero debajo de la cuchara, hasta que el preparado comienza a gorgotear.

Una vez listo, la jeringuilla aspira el líquido. Vuelve a echar mano de la pistola, acomodada en sus lumbares, dejándola sobre la mesa. Se desabrocha el pantalón vaquero, pues es demasiado ceñido para remangarlo y dejar al aire una de sus pantorrillas, por cuya cara interior cuando se los baja, busca la vena propicia y clava en ella la aguja.

El émbolo de la jeringuilla extrae un poco de sangre, entremezclando esta con la heroína disuelta en el zumo de limón. Después, el pulgar acciona el émbolo de nuevo introduciéndola en el flujo de sus venas, volviendo seguido a extraer y nuevamente a inyectar. Así un par de veces, hasta que da por finalizada la operación retirando la jeringuilla y recostándose en la silla. Su cara se muestra afable, feliz, pero también ofrece la arrogancia de aquel que, sabedor de que su actitud es reprobada, se muestra ante sus semejantes retando a que sean capaces de mostrarle un desprecio mayor que el propio hacia sí mismo.

Entre suspiros, Juanito toma su cartera, rebusca algo por ella y, cuando lo encuentra, se lo lanza a Julen deslizándose una vieja y pequeña foto plastificada sobre el tablero de la mesa como si fuese un naipe.

—Es tuya.

—¿Quiénes son? —pregunta Julen observando a aquella joven pareja que sonrientes parece que se acabasen de casar.

—Pilar y Julio, tus abuelos, mis padres. Fíjate en la cara de él, sois dos gotas de agua.

Julen observa con detenimiento la pequeña fotografía, constatando que el parecido es asombroso.

—¿Por qué me la das?

—A mí ya no me hace ningún bien mirarla y, si los viejos me viesen, no creo que estuviesen muy contentos conmigo. Al salir, dile a Emilio que me quedo aquí un rato, que no sea pesado…

La voz de Juanito suena a calma, a la misma que el flujo tóxico sus venas lleva a cada una de sus extremidades. Julen gira la llave de la puerta y, antes de desaparecer, se vuelve a Juanito, que desparramado en la silla, con los pantalones bajados, le observaba sonriente.

Al salir de la trastienda, las dos chicas conversan animadas con un tipo elegantemente trajeado. No hay duda de que ya empiezan a llegar los clientes más madrugadores. Revisa la hora en su muñeca y son las tres y media. No es mala hora para llamar a casa del amigo con el que se iba a ir de viaje. Una mentira para no preocupar a su abuela, excepto en que sí había intención en dormir esa noche en su casa y aprovechar juntos la tarde para tomar unos kalimotxos por el casco viejo, una vez que ya ha pasado por el trance de conocer a su padre. En realidad, no se arrepiente, pero sí es cierto que espera no volver a verlo nunca más.

Emilio, el dueño del puticlub, que ya se ha despojado del batín, lo mira curioso desde detrás de la barra mientras saca brillo con una gamuza a unas copas de champán. Por lo visto, el proxeneta cuida hasta el extremo ciertos detalles sin atender al aspecto cochambroso de otras partes del local.

—¿Y Juanito?

Julen se acerca hasta la barra, le parece que aunque nadie allí se extrañe de nada, debe ser un poco discreto.

—Dice que no le molestes en un rato.

—¡Me cago en su puta madre! ¿Qué cojones está haciendo?

—Pues… se acaba de meter un pico y ahí está, tirado en una silla con los pantalones bajados.

Emilio resopla pero asiente. Seguramente, no es la primera vez que ocurre algo así.

—Está probando lo que le has traído, por lo que veo….

Julen no responde, rendido al empeño de aquel en que él es otro traficante. Al final de la barra hay un teléfono público. Julen saca del bolsillo del pantalón un papel en el que tiene apuntado el teléfono del amigo en cuya casa va a dormir esa noche. Introduce tres duros por la ranura de las monedas y aguarda varios tonos de llamada hasta que, finalmente, contestan. No pasa ni medio minuto de charla y termina discutiendo. El amigo, que por lo visto no lo es tanto, le dice que ha surgido la ocasión de irse a no sé dónde ese fin de semana, por lo que se excusa de ofrecerle alojamiento, tal y como habían acordado unos días atrás. Después de mandarle a la mierda, Julen cuelga el aparato.

Emilio ha estado escuchando mientras abrillanta las copas.

—Por las voces que has dado, parece que te han dejado tirado.

Julen no le hace caso. Está pensando en lo conveniente o no de regresar a dormir a Bermeo o pasar la noche en la misma estación hasta que por la mañana tome el tren.

—Si quieres una habitación barata…

—¿Aquí? ¿En este barrio?

—Vamos, digo yo. No va a ser el en Carlton.

—Lo digo porque como casi todo son puticlubs…

—¡A ver dónde duermes y desayunas en Bilbao por tres mil pesetas!

—Bueno, barato sí que es, pero así será de cutre el alojamiento, claro.

—¡Qué va! Si lo regenta mi mujer. Espera que la llame, a ver si hay sitio.

Emilio mete un par de duros en el mismo teléfono y aclara la cuestión en una breve charla.

—Dice mi santa que le queda una cama libre. Camina por esta misma acera hasta el comienzo de la calle, pensión El Paraíso, no tienes pérdida.

Julen se despide y sin demasiado convencimiento de alojarse en aquella zona, se dirige al alojamiento. Al fin y al cabo, no encontraría, por semejante precio, otro sitio para dormir.

—Quisiera una habitación… —dice a través del portero automático.

—¿Eres el que manda Emilio? —pregunta una voz de mujer por el telefonillo.

—Sí.

—Sube.

Desde fuera, la puerta del inmueble, quizá por haber sido cambiada recientemente, parece que custodia un portal en mejores condiciones que el de la pensión Salamanca, pero al entrar descubre que no. Por lo menos, no se encuentra a nadie dentro inyectándose heroína, aunque un par de chicas que caminan erráticas fumándose sendos cigarrillos por las inmediaciones dan la impresión de hacer la calle.

Una mujer de unos cincuenta años, «mi santa», como dijo Emilio, abre la puerta del primer piso examinándole extrañada antes de invitarle a pasar.

—Vienes solo, ¿no? —cuestiona dubitativa saliendo al rellano y mirando hacia las escaleras por si alguien le acompaña.

—Solo sería para esta noche. Me iría pronto a la mañana porque…

La mujer le hace callar con un gesto Ni necesita, ni quiere conocer la vida de sus clientes. Si Emilio dice que se trae asuntos con Juanito, que se encargue su marido de tratarlo. Por eso le ofrece la suite y no una habitación para una o dos horas, como demandan habitualmente los usuarios de la pensión El Paraíso cuando contratan los servicios de alguna prostituta. Camina tras ella por un pasillo largo, en cuyo final entran en una habitación muy sencilla.

—El aseo está en el pasillo y hay uno para toda la casa. Si quieres descansar, te recomiendo que tengas un poco de paciencia, los clientes suelen hacer algo de ruido y si, encima, le añades que hoy es viernes…

—Pero esta habitación… ¿no tiene ventanas?

—No.

—Qué raro.

—Es que aquí las habitaciones son raras, para hacer cosas raras. Y a ti te ha tocado la suite.

La ocurrencia solo le hace gracia a la casera, que además se ríe.

—Bueno, ¿la quieres o no?

—¿Y cuánto cuesta esto?

La mujer lo mira de arriba abajo, examinándolo de nuevo.

—Varía en función del día y del trabajo que tengan las chicas. Esto es como la Bolsa, precio según mercado, pero hoy es viernes y va a haber mucho trajín. Supongo que me arreglaré con el resto de habitaciones. Dame cinco mil pesetas y en paz.

—Su marido me dijo dos mil.

—¡Ves como ya sabías! ¿Para qué preguntas entonces? Y son tres mil, no vayas de listo.

La casera consiente y cobra las tres mil, aunque ninguno de los dos se muestra convencido de haber llegado a un buen trato. Otra cosa son los motivos que tenga Emilio para insistir en que le ofreciese la habitación al chico. La alcoba tiene una cama individual, una mesita, una silla y un par de cajas de cartón precintadas con cinta adhesiva en una esquina. No puede exceder de cinco o seis metros cuadrados. Una estancia con más pinta de trastero que de habitación y que le hace sospechar incluso de si no será rechazada por las prostitutas para sus servicios. Pero simplemente necesitaba un lugar para pasar la noche y ya lo tiene.

Por las horas que son, ya debería haber comido, pero el cava le ha revuelto las tripas y se tumba sobre la cama a ver si se le pasa el malestar. Pierde la mirada en las curiosas formas que ha dejado la pintura al desprenderse del techo, al tiempo que se reprocha haber dado a Juanito la posibilidad de justificarse. Conocer al padre, por indeseable que este fuese, responde a un impulso natural, eso piensa. Lo sorprendente es que los trapicheos de Piru hayan relacionado a ambos. Ahora comprende el abatimiento de Kattalin aquella tarde de domingo cuando estuvieron hablando de sus ideas de futuro.

Parece ser que alguna de las chicas que hacía la calle en el portal ha conseguido subir a un cliente, porque desde la habitación de al lado llegan indisimulados jadeos y el rítmico sonido de un somier. Por unos segundos, fantasea con la posibilidad de pasar un rato con alguna de ellas. A él, como a casi todos los chicos, claro que le gustaría tener más relaciones sexuales de las que ha tenido, pero nunca se ha planteado pagar por ello. Hasta ahora, se lo ha sabido ganar con las dos chicas que ha estado.

Acaban de follar al lado, y casi como si fuese una prueba de relevos, llegan sonidos similares desde otra estancia más lejana. Si aquel jolgorio va a ser así todo el día, y quién sabe si por la noche, resultará insufrible, pero el cava también le provoca algo de sopor, así que se relaja sobre el camastro y se queda dormido, sumergido en un sueño denso, confuso, tan profundo que la dueña de la pensión debe aporrear a conciencia la puerta del cuarto para despertarle.

—Qué… ¿qué pasa? —pregunta impreciso.

—¡Abre!

Mira su reloj y constata que casi ha dormido un par de horas. No hace falta que invite a entrar a la casera, nada más que gira la llave de la puerta, ella y una de las chicas que estaban en el portal entran.

—Siéntate en la cama y no montes escándalo —le ordena.

—Pero… ¿qué pasa?

—¿Que llevas en la mochila?

—¿Cómo?

—Regístrala —ordena la casera a la chica.

—¡Pero qué hacéis! Vaya puta obsesión la de tu marido y la tuya con mi mochila.

Julen, que obediente permanece sentado, intenta incorporarse, pero la mano izquierda de la casera que se posa en su hombro le hace refrenarse. La otra mano asoma amenazante de uno de los bolsillos del batín de raso que viste portando una pequeña pistola.

—Estate quieto. Entiende que debo tomar mis precauciones.

La chica finaliza el registro, encogiéndose de hombros.

—Nada, está limpio. Solo hay ropa y un poco de costo.

—¡Joder! Deja ya mis cosas y no toques mis porros. ¿Me queréis explicar de qué va todo esto?

—No te alteres. Ya me parecía que Emilio patinaba contigo. Con esta pinta de pardillo montañero va a resultar que es lo que eres.

—No entiendo nada.

—Pues que han venido un par de nigerianos a buscarte.

—¿Quiénes? ¿A mí?

—Dicen que te has reunido con un camello con el que tienen cuentas pendientes y sospechan que en esa mochila lleves algo que sea suyo.

—¡Pero qué dice! ¿Esto qué es, un programa de cámara oculta?

—No, hijo, esto es La Palanca. Sabrán que has estado con Juanito y te han seguido hasta aquí, o alguien les ha dicho dónde estás. Al ver que no salías a la calle, pensarán que no venías solo a follar, por eso han preguntado si estabas aquí alojado. Les he dado largas, pero no creo que los negros tarden en volver.

—Esto es increíble. Pero si he venido aquí porque tu marido me ha dicho, ¿por qué no lo llamas para que lo aclare?

—Ya lo he hecho, pero no me lo coge, así que, dime ¿qué te traes con ese cabrón de Juanito?

—Es alucinante ver lo popular que es Juanito por aquí y, por lo menos, señora, podría dejar de sujetar esa pistola que, aunque la tenga dentro del bolsillo me pone nervioso.

La mujer deja por fin el arma dentro del bolsillo y cruzando los brazos, espera la respuesta de Julen.

—Bueno, pues… pues resulta que ese tipo es mi padre y, ¡joder! No sé por qué tengo que contaros hoy a todos mi puta vida.

—Será porque te lo he pedido amigablemente con una pistola, o porque te andan buscando unos mafiosos.

—¡Vale, joder! Ya le digo, es mi viejo y no lo había visto en mi vida hasta hoy y si algo he sacado en claro del encuentro es que no quiero tener nada que ver con él.

—Pues los nigerianos buscarán a su jefe y, si vienen con él aquí, no les voy a poder impedir que entren. No creo que te siguiesen, porque no tendría sentido preguntar si estabas aquí. Seguramente se lo habrá chivado alguna de las putas del bar.

—Joder, pero qué familia tan divertida que sois. Vale, pues que vean la puta mochila y se convenzan de que no tiene nada de su interés.

—No será tan sencillo. Seguro que querrán apretarte un poco las tuercas, por si se te ocurre contarles algo.

—Joder, esto no puede estar pasando. Pues llame a la Policía, ¡qué se yo!

—Ni loca. Solo me faltaba que la gente vea que entra aquí la pasma, para que se me vaya el negocio a tomar por culo. Te largas y punto.

—Pero si le he pagado ya y…

Antes de que termine Julen de hablar, la mujer extrae del otro bolsillo del batín las mismas tres mil pesetas que Julen le había entregado al llegar.

—Toma tu dinero, anda, cierra la boca y escucha. No puedes salir por la puerta. Uno de ellos se ha quedado vigilando el portal desde la acera de enfrente, por lo que imagino que el otro habrá ido a consultar con su jefe. Si sales por ahí te seguirán y el asunto no acabará bien para ti. Además, me dejarías en mal lugar por haberles mentido. Entiende, no quiero líos aquí ni con policías ni con macarras como esos, que mis puteros son una clientela muy sensible y a nada que vean cosas raras se van a mojar el churro a otro sitio. Coge tu mochila y ven.

Julen obedece siguiendo a las dos mujeres por el pasillo. En su mitad, aparece una gran ventana oculta tras un grueso y opaco cortinón color granate, muy acorde con la decoración hortera del piso. La dueña abre la ventana de madera que da a un patio de luces y que presentaba un calamitoso estado. Un fuerte olor a humedad inunda el pasillo. El patio es un cuadrado, de apenas tres metros de lado, al que dan las ruinosas fachadas interiores de varios inmuebles. En el suelo, hay basura, alguna prenda de ropa desprendida de algún colgador y casi mimetizada con el musgo que cubre en gran parte el húmedo suelo.

—Baja al patio y espera a que esta —le indica la dueña refiriéndose a la joven prostituta que sigue atenta las indicaciones de su jefa— te abra una ventana que hay justo debajo. Es de la trastienda de una tienda de ultramarinos, que es mía también. Te cuelas por ella y esperas a que la calle esté despejada para desaparecer.

Julen asiente, el plan de fuga no parece complicado. Del cuarto de baño aparece la chica con una escalera de aluminio que descuelga con maña desde la ventana hasta el patio. «No hay duda —piensa Julen—, de que esa no es la primera vez que utilizan semejante método para escabullir a algún cliente». Una vez que baja, recogen la escalera desde la ventana y esta queda cerrada. En aquel reducido espacio se siente atrapado, rodeado de aquellas casi desconchadas fachadas, de cinco alturas, por cuyas paredes descienden las tuberías de uralita de saneamiento de los cuartos de baños.

En lo alto una pequeña porción de cielo, cuadrada igual que el mullido suelo de musgos que pisa, ofrece un azul tan intenso que desentona con los ocres y grises de las paredes del patio. Entonces, desde el cuarto piso, se asoma una cabeza. Es alguien que estaba recogiendo la ropa del colgador, alguien que, chistando, alerta a otra persona, que desde un piso por debajo también se asoma al patio.

Julen, con la cabeza gacha, evita corresponder a aquellas curiosas miradas, que deben estar cuestionándose lo extraño de que un tipo esté allí plantado sujetando una mochila, pues no quiere que su equipaje ni siquiera roce con la humedad del suelo.

—Será el fontanero.

Eso dice quien se asoma desde el tercero a la llamada de atención de quien recogía la ropa.

—Eh, tú, ¿has venido a desatascar? Pues ya era hora, porque cuando llueve el patio es una charca, yo creo que hay hasta ranas.

Julen no puede evitar volverse a la llamada. Hacia una voz ligeramente aflautada, como si un hombre fingiese poner voz de mujer. La cara de quien le habla está maquillada en exceso y no le cuesta suponer que se trata de cualquiera de los que, por el barrio, se dedican a imitar a las cabareteras en los locales de alterne, o que, simplemente, es un travesti.

La señora que ya ha terminado de descolgar la ropa se muestra más incisiva.

—¿Y qué haces ahí parado?

—Sí… estoy esperando a que el compañero traiga la herramienta de la furgoneta para revisar el desagüe.

—Eso eso, desatascadoor —ahora el travesti aflauta más su voz—, tú desatasca, buen mozo, y, cuando termines, subes a mi casa, que necesito también que alguien me revise el desagüe.

—¿Cómo?

Julen no capta la burla a la primera, pero la otra vecina no disimula la risa, matizando la propuesta de su vecino antes de cerrar la ventana.

—Ay, ¡cómo eres, Manolita! No pierdes ocasión de echar los tejos al primer mozo que ves.

—¡Calla, calla! Que a mí los de los gremios me vuelven loca y, mira, ¡nada más y menos que un fontanero! Cariño, cuando acabes con la chapuza, sube al tercero derecha y te pongo una cerveza bien fresquita.

—Vale, vale.

Julen acepta la broma, lo fuese o no, disimulando su nerviosismo, impaciente porque se abra la ventana por la que abandonará el patio. Mientras tanto, desde arriba siguen llegándole voces con que si «qué buena planta tiene», que si «mírame, que creo que tienes los ojos verdes» y otras por el estilo que despiertan la atención en otros dos pisos, asomándose a sus ventanas sendos vecinos a los que el travesti les explicaba que aquel es el desatascador.

Por disimular, o por dominar sus nervios, Julen enciende un Lucky, entonces los recién sumados al espectáculo, ignorando las chanzas de su alocado vecino, dos señores de avanzada edad empiezan a cuestionarle que si le envían los del seguro de la comunidad, que si la bajante es tema de la comunidad, pero que la avería del atasco de los desagües es culpa de una obra que hicieron en un local. Que si esto, que si lo otro, para terminar discutiendo entre ellos.

—¡Y qué fontanero de los cojones va a ser, si no trae herramienta! Este será el perito del seguro —comenta convencido un vecino a otro.

—Que se la trae ahora su compañero, que ha ido a la furgoneta a buscarla. Como sea tan guapo como él, les montó un guateque en casa —interviene el animador de la vecindad.

—El Manolita este de los cojones está más salido que un balcón —concluye el segundo de los hombres, que abandona la tertulia y desaparece dentro de casa.

De repente, la ventana de escape se abre y, por fin, Julen cruza por ella. Afuera quedan asomados los vecinos esperando ver como se inician las obras de reparación de la bajante.

—¡Cómo has tardado! Vaya locura ahí fuera.

La chica que le ha abierto la ventana, la cierra tras saltar Julen al interior de la trastienda, sin atender a lo que dice.

—Date prisa. Acaban de subir los dos negros con su jefe. En cuanto vean que la casera no les mentía y no estás arriba, no se si sé pondrán a mirar por más sitios. Lárgate.

Julen cruza por la tienda de ultramarinos con la mochila al hombro y enfila hacia el final de la calle Cortes, abandonando La Palanca por el puente de Cantalojas, un paso que cruza sobre una maraña de vías férreas, y que, en realidad, resulta ser un paso fronterizo entre el Bilbao canalla, marginal y el otro Bilbao. Mira el reloj y son las siete de la tarde y quizá debería valorar qué hacer ahora que se ha quedado sin alojamiento, pero antes de tomar una decisión al respecto, sus pasos ya le han adentrado por un laberinto de calles por las que camina errático. Cuando repara dónde está, decide seguir matando el tiempo en un local en el que se perdía cada vez que pasaba por Bilbao. La librería Universal, en mitad de la sombra con que a esa hora se puede premiar cualquier paseante que cruce por la calle Ledesma es un oasis para los amantes de las músicas alternativas, devoradores de fanzines musicales y, obviamente, para aquellos que busquen lecturas alejadas de modas y cánones editoriales. Nada más entrar, revisa los carteles que hay en la misma puerta y por la pared, que anuncian conciertos en Bilbao para las próximas fechas. En la sala Gaueko, en el Garaje, en el Yoko… pero esa misma tarde, «¡Oh, regalo de los dioses!», susurra para sí, actúan M.C.D. en el gaztetxe, una de sus bandas preferidas. El gaztetxe es un espacio ocupado y gestionado por una asamblea de jóvenes. Se encuentra en el casco viejo de la ciudad, en un edificio en desuso propiedad de un banco. Un espacio que ofrece una propuesta cultural y lúdica alternativa, en el que la música es el plato fuerte. Contracultural para unos, pseudocultural para otros o un tugurio lleno de drogatas y delincuentes para los más conservadores, lo cierto es que nadie en la ciudad mantiene una postura indiferente respecto a su existencia. O con él o contra él. Ya se habían sucedido varios intentos por parte del ayuntamiento por dar a traste con aquel proyecto y, alguna vez, se han desatado altercados con la policía, pero el gaztetxe aún sobrevive, aunque nadie le augura un próspero futuro. Ese viernes, la banda punk M.C.D. (siglas acrónimas de Me Cago en Dios) ofrece un bolo. Como aún queda tiempo para la actuación y el gaztetxe no está muy lejos (en realidad, nada está demasiado lejos en Bilbao), se pierde por el interior del local, examinando discos y maquetas de los grupos locales.

Hay un cliente que no para de solicitar información al dependiente sobre cualquier artículo que toma entre manos. Un poco pesado, la verdad, y Julen toma un libro que el sujeto acaba de descartar, como va haciendo con todo lo que husmea. El vendedor dijo que se trata de un relato de viajes y puesto que él va a iniciar uno, le resulta interesante. Leyendo la sinopsis de la obra en la contraportada, se sorprende de que el relato se ambiente por los lugares hacia los que él va a viajar. Por eso se convence de que El río del olvido, de Julio Llamazares puede ser un compañero apropiado para su viaje.

Queda menos de una hora para que empiece el concierto y se ha adentrado por el casco viejo hasta el Muga, un bar que es todo un referente para los devotos del rock and roll. Dos, tres tragos y la caña que acaba de pedir está terminada.

—Pon otra, anda.

El camarero, un tipo alto y fornido con unas gafas de pasta que discretamente mueve la cabeza al ritmo del psichobilly de los Meteors, pone dos. Una para el cliente, otra para él.

Julen se sienta junto a una las mesas adosadas a la pared frente a la barra. Mientras disfruta de la segunda caña con más calma, comienza a prepararse un par de porros. Uno lo guarda en el paquete de Lucky para fumárselo en el concierto, que luego con los empujones de la gente al bailar será complicado liarlo. El otro lo enciende mientras ojea el libro que acaba de comprar. En la mesa de al lado, un par de chicas conversan tan alto que sus voces se imponen a la música del bar. Cuando posa la mirada en ellas, parece que estas estuviesen esperando ese gesto.

—¡Uy, mira!, el intelectual vuelve al mundo. —Eso le dice una a su compañera, sonriendo y dando un trago a un botellín de cerveza.

Julen disimula, perdiendo la mirada en los carteles de conciertos que pueblan las paredes del local. Así todo, las mira de reojo, ocasión en la que se cruzan sus miradas. Una es morena, rostro afilado, un pelo liso que justo roza con sus hombros y viste una minifalda vaquera. La otra es rubia, de pelo corto salpicado de mechones de distintos colores y lleva puestos unos vaqueros, que ahora que se levanta a la barra a por otros dos botellines, constata que le sientan como un guante. Las dos visten camisetas con la leyenda de algún grupo que Julen no llega a reconocer de un primer vistazo. Cuando regresa la chica de la barra, lo hace con tres botellines. Deja un par en su mesa y el tercero en la de Julen, al lado de la caña que casi tiene terminada.

—¿Y esto?

—Una cervecita fresca, que con todo lo que estás leyendo luego tendrás la garganta seca —le responde la rubia volviendo a sentarse junto a su amiga.

—Gracias, pero leer no seca la garganta, que yo sepa.

—Pero es que tendrás que contarnos qué es lo que pasa en ese libro para que no nos hayas hecho ni caso desde que te has sentado ahí.

Su compañera estalla en risas al beber, provocando alguna salpicadura de cerveza.

—¡Ay! Perdona, Itzi, pero es que eres una cabrona.

Brindan con sus botellines retomando su charla, aparentado ignorar a Julen, que ya no deja de mirarlas.

—Oye, Itziar, que, si quieres, te cuento de qué va.

—¿Y cómo sabes mi nombre? —se gira hacia él.

—Tu amiga te acaba de llamar así.

—¿Ves cómo está atento a nosotras a pesar de disimular? —le dice Itziar a su amiga.

—Ya lo veo, ya.

—Me estás vacilando, ¿no? —contesta Julen. Itziar finge meditar una respuesta.

—Puede.

—Me llamo Julen.

—Yo soy Miren —añade su amiga.

—¿Julen? Pues vaya. Nosotras que pensábamos que eras de fuera, por aquello de la mochila, ¿verdad, Miren?

—Nos parecías alemán o puede que italiano…

—Cómo se os va la olla.

Se levanta de la silla, acerca con él la mochila y toma asiento en la mesa de las chicas.

—Parece que ya vence su timidez —dice Miren.

—¡Pero qué timidez ni timidez! ¿Vosotras sois siempre así?

—Esta siempre, yo… a veces también —apunta Itziar. Las dos ríen

—Así espantaréis a todos los tíos —apunta Julen sonriendo.

—A todos los que hay que espantar, ya veremos cómo progresas —corrige Miren fingiendo poner el semblante serio.

—No te lo creas tanto, que yo también tengo mis filtros.

Las dos se vuelven a reír.

—Que tiene sus filtros, dice, Itzi. ¡Pero qué dices Iuliano!, si no has tardado nada en saltar de tu mesa a la nuestra.

—Y eso de Iuliano, ¿a qué viene?

—A que yo decía que eras italiano y ella no. Por tu culpa he perdido una cerveza.

—Bueno, pues la siguiente la pago yo y así quedas en paz con tu amiga.

—Ya veremos. Igual hasta pasa el primer filtro, ¿cómo lo ves, Itzi?

—Vamos a darle a Iuliano una oportunidad. A lo mejor resulta que no es un petardo intelectual.

Se divierten un poco a su costa, pero sin sobrepasar el límite que discurre entre lo simpático y lo provocativo. La conversación, después de la segunda cerveza, se acelera con respuestas ágiles y ácidas por parte de las chicas, a las que Julen corresponde con el mismo nivel de desparpajo.

—Por cierto, Miren, se nos va echando la hora encima —le llama la atención Itzi señalando a su reloj.

—Vaya, pues que temprano os mandan recogeros en casa, ¿no?

—No te pases de listo, que nos vamos a un concierto —aclara Miren.

—¿No iréis al gaztetxe a ver a MCD? Yo también.

—Pues sí, además, un par de tíos de la banda son colegas —responde Itziar.

Al cuarto de hora de haber empezado el concierto de M.C.D., el gaztetxe es un hervidero. El público entregado salta, baila y corea unas canciones que ya conoce.

La voz desgarrada de Rockan, el cantante, transmite toda su energía a los más entusiastas que se enzarzaban en un pogo11 que se circunscribe a los más próximos al escenario. Por mediación de las chicas, Julen consigue liberarse de la mochila para disfrutar del concierto, quedando el pesado bulto a buen recaudo justo detrás del batería.

—Ya te dije que los conocía, además, ahí tienes tu equipaje a la vista mientras dura el concierto —le dijo Itzi, alzando la voz para superar el estruendo de la música.

—¡Todo un puntazo, Itzi!, vaya día de locura el de hoy. Ni me imaginaba terminarlo así.

—¿Terminarlo? Si esto acaba de empezar.

En la penumbra de la sala, entre el humo de cigarrillos y canutos conforman una neblina también alimentada por el denso vaho que exhala la masa de espectadores. Itziar, sonriente, muestra una tez brillante por el sudor. Julen, ingenuo, acerca su boca a unos labios húmedos que parecen aguardar su beso. A punto de conseguirlo, Itzi se ríe y retira su cabeza hacia atrás colocando dentro de la boca de Julen algo que tenía entre sus dedos.

—Ahora bebe —ordena poniendo su botellín de cerveza en su la boca del chico.

Julen iba a protestar ante la extraña textura que percibe sobre lengua, pero al instante se despliega por su paladar cerveza caliente y, seguido, recibe un largo beso que le condena a tragar la cápsula verde.

—¿Qué me has dado?

—Nada, solo una meska.

—¿Una qué?

—Una meska… una mescalina, ¿no sabes qué es?

—Claro que sé qué es… ¡Pero tú de qué vas!

—¿A que nunca la has probado?

De repente, no sabe si volver a besarla o apartarla de un empujón, buscar la calle para provocarse el vómito y deshacerse de lo que acababa de tragar.

—Tranquilo, que no pasa nada, ¿vale? Es más fuerte que las anfetas, pero menos que un tripi. ¿Alguna vez te has comido un tripi?

—Sí, sí que me he comido algún tripi, pero las meskas no tienen nada que ver con las anfetas.

—Vale, Iuliano, era por si no controlabas el tema y te entraba un poco de cague.

—¡Qué cague ni que hostias, tía! Me podías haber preguntado antes…

—No te enfades, que lo vamos a pasar de puta madre, tarda media hora o poco más en «subir». Vine hace unos días de unas pequeñas vacaciones en Valencia y traje unos «recados» para la cuadrilla. Allí la peña se pone hasta las cejas con esto.

—¡Joder, tía!

Miren, que se mantenía al lado de la pareja siguiendo el concierto, con algo menos de entusiasmo que ellos, terció en la conversación de la que hasta al momento, parecía ausente.

—Ya la irás conociendo, es una cabrona.

—¿Tú también te has comido otra meska?

—¿Yo? ¡Qué va! Mañana, aunque es sábado, tengo que ir a la academia para recuperar un par de suspensos en septiembre. No estoy para mucho lío esta noche.

—¡Vamos a bailar! —propone Itzi tirando de la mano de su amiga hacia el núcleo más enfervorizado frente al escenario.

—¡Quita! Que eso es una locura —niega Miren deshaciéndose de la mano que tiraba de ella.

Julen, que anteriormente había estado a punto de lanzarse al tumulto, pone sus manos en la cintura de Itzi, dirigiéndola hacia el escenario.

—¿Quieres guerra? ¡Pues a la guerra! —le dice, situándose ambos en medio del tumulto.

Una vez dentro, cada uno se olvida del otro. Intentan mantener, con sus brazos, un entorno más o menos seguro entre docenas de empujones y choques entre los que bailaban, que insistentes, cada vez que sus saltos y movimientos les alejan del centro del jaleo, regresan tozudos a él, como si de un enjambre se tratase y cuyas abejas rehusaran bajo ningún pretexto abandonar la formación.

Itzi comienza a ser foco de atención para bastantes chicos. «¡Es un ángel en mitad de una horda de orcos!», piensa Julen y se sonríe a su ocurrencia mientras sus caras, frente a frente, se dedican la letra de la canción.

«El rebaño está tranquilo, los perros lo han recogido,

mientras tanto en los despachos, se cogen buenos empachos».

De nuevo, una fuerza como una ola, arrastra a Julen al interior del grupo que baila enfervorecido, pero percibe que algo no va bien. Resulta imposible salir del núcleo del público que se había arrojado a bailar.

«No quiero que me retraten, no quiero que me clasifiquen, no quiero que me plastifiquen».

Itzi desaparece de su vista momentáneamente. Un tipo bastante mayor para la media de edad de los asistentes al concierto, la sujeta por el talle moviéndose como si bailase, mientras manosea su pecho y la arrastra hacia un lado de la sala. La chica forcejea resistiéndose, pero el público, centrado en el concierto, no se da cuenta.

«No eres persona, no eres humano, eres carnet de identidad.

35 millones de borregos archivados en la Dirección General de Seguridad».

Julen abandona las formas pactadas por todos los que bailan pogo, para salir del tumulto como sea y llegar hasta Itzi. Ahora sí, la gente próxima a ella, se percata de que algo raro ocurre, abriéndose en un corrillo.

—¡Suéltame, hijo de puta!

El agresor la suelta y retrocede sonriente para diluirse entre el gentío. Pero la sonrisa le dura poco. Miren, que también ha contemplado la escena, logra abrirse paso entre la gente y, a espaldas de aquel hombre, se aferra a su largo pelo, tirando de él con tal intensidad que el tipo grita tanto que su voz casi compite con la del cantante.

«Entre montañas de basura, industrias, polución,

bancos y la ría, está el puto Botxo.12

No hay currelo, solo miedo y represión.

Bilbao, mierda, rock and roll. Bilbao, mierda, rock and roll».

Las manos que hacía unos segundos estrujaban unos pechos, intentan ahora librarse de las que tiran de su cabello. Miren tira de su pelo como si se sujetase a una escala para ascender un muro y, de un ágil salto, coloca sus pies sobre las lumbares de él. Itziar, que se vuelve para encararse con su agresor, descubre a su amiga, encaramada como una amazona a lomos de un corcel tirando de sus crines, hasta que consigue derribarlo. Se abre un corrillo de unos dos metros y Miren, reptando de espaldas, intenta salir de él, ahora que el tipo se ha soltado, aunque no logra alcanzarla. Itziar acaba de propinarle una patada en las costillas. Sus insultos dan pistas de lo que ha ocurrido a los que miran. El tipo encogido, gira por el suelo esquivando las patadas de Itzi que buscan su entrepierna. Finalmente, logra incorporarse para escapar, momento que ella aprovecha para, esta vez sí, estrellar su pie en un lugar tan doloroso. Julen consigue llegar junto a ellas y se abalanza contra el tipo, pero los dos chicos que controlan la entrada al gaztetxe, alertados por el tumulto se interponen para mantener la situación en calma.

—¡Pero qué hostias pasa! ¿De qué vais?

El de la melena aprovecha la confusión para salir corriendo. Cuando los de las entradas son informados de lo que ha pasado y salen con ellos a buscarlo, ya ha desaparecido.

—Joder, ya siento que por sujetaros ese hijo de puta se haya escapado —se disculpa con ellas uno de los organizadores.

—Lo que ha sido la hostia es cuando tu amiga se le ha subido a la espalda tirándole del pelo, —comenta el otro.

—Mira, Itzi, mira con qué me he quedado del cerdo ese.

Miren le muestra sendos mechones de pelo en sus manos. Después, se desprende de ellos palmeando sus manos, y las dos amigas se abrazan.

—¿Como estás? —pregunta Julen.

—Jodida, humillada, pero, por lo menos, se ha llevado una buena patada en los huevos, pero venga, que esto no nos corte. ¡Vamos dentro!

No pueden recuperar su posición en la parte delantera y se quedan en una situación intermedia. Julen pone en los labios de Itzi el porro que tenía ya preparado, le da fuego y después un beso en su mejilla.

—Sois muy valientes.

Los dos están de nuevo sudando y, al mirarse, son capaces de reconocerse en muy diferentes emociones. No hacía falta añadir una sola palabra. Julen después recibe el porro, le da tres o cuatro caladas y se lo pasa a Miren. La actuación continúa y sus voces se unen a las del resto.

«Pánico en las calles allá por donde vas, pánico en las calles, ¡una vez más!

Cuatro encapuchados se están haciendo fuertes, cuatro encapuchados atrincherados.

Llegó la Policía, les metieron entre rejas, sufrieron la bañera13, en comisaría».

Media hora después termina el concierto y Miren se despide de su amiga. Las amigas se abrazan y se dan un par de besos en sus mejillas.

—Vete tranquila, Miren, estoy bien, de verdad, pero aún sigo alucinada de cómo te subiste a su espalda.

—Calla, calla, que ahora al pensarlo me cago de miedo.

—Gracias, y a ti también, Julen, que ya vi cómo intentabas salir del mogollón de gente bailando y venir.

—Ya, pero para cuando llegué ya lo habíais arreglado.

—Ya has visto que somos de cuidado —bromea Miren.

—Ya lo creo.

—Mañana nos llamamos y hablamos.

—De acuerdo, mañana nos llamamos —le responde Itzi a su amiga.

—Bueno, guapo, espero que volvamos a encontrarnos en algún otro concierto —le dedica Miren a Julen.

—Claro.

El batería del grupo llama la atención de Itzi para que no olviden la mochila. Están recogiendo los instrumentos y charlan un rato con un par de miembros de la banda, comentando lo mucho que han disfrutado e incluso Itzi les cuenta la agresión sufrida y la rápida reacción de sus amigos para defenderla. Así los ha llamado, amigos, algo que encandila a Julen. Ya con la mochila a sus espaldas y en la calle los dos se miran dudando qué hacer.

—Eso que me has dado de comer…

—No notas nada, ¿verdad? A mí tampoco me ha subido. Me parece que me la han colado.

De pronto, Itzi se lleva una mano a la boca ahogando una carcajada inesperada.

—¡Ay! Que creo que he visto que se te movían las orejas.

Julen no contesta, la mira serio.

—Pero para ya de moverlas, que me voy a mear de risa, ¿cómo lo haces?

Entonces el que se empieza a reír es él.

—A ver, una prueba. ¡Que no se muevan!

Y las orejas de Julen se quedan quietas.

—Ahora mueve la derecha y luego la izquierda…

Y Julen obedece.

—¡La hostia, tío! Ja ja… Podrías ganarte la vida en el circo.

Se ríe con tal fuerza que se le saltan las lágrimas.

—Oye, Itzi, me parece que esas meskas, igual no estaban tan mal.

—Ya te digo.

—Vamos a tomar algo.

A cada paso que dan, perciben una sensación eufórica y placentera. Se hablan atropelladamente, pisándose preguntas y respuestas, se diría que sus mentes se han sincronizado para que el subidón de las mescalinas fuese simultáneo. Necesitando uno de las ocurrencias del otro para dar forma a una experiencia que solo durará mientras sus ingenios sigan transitando por una cuerda floja, de la que están seguros de no caerse.

8 Txakurra, perro en euskera.

9 Zulo, en euskera agujero, es la manera coloquial con la que se denominaban a los escondites de armas, municiones o materiales explosivos, empleados por ETA.

10 El síndrome del norte, era la denominación con la que se conocía a un trastorno psicológico o estrés sufrido por miembros de las fuerzas del orden destinadas en el País Vasco ante la situación de violencia.

11 Pogo, asociado principalmente a la música punk o metal, es una forma de bailar que básicamente consiste en saltar sobre el sitio que se ocupa, dando giros, cabeceos, o patadas al aire al ritmo frenético y agresivo de la música. Los participantes mantienen una guardia o protección mínima de sí, con los codos o empujándose entre ellos, entregados a una sensación generalizada de caos y descontrol. Esta actitud, tiene un carácter instigador, pero sin rebasar el límite de lo que pudiese considerarse agresivo. Si esto sucede, normalmente la misma «masa» excluye de sí a tales elementos. Resultando al final todos exhaustos, en ocasiones, con alguna herida leve o hematoma por golpes o caídas, los participantes albergan un indudable grado de satisfacción o camaradería para con quienes, como ellos, se han entregado durante unos minutos a un baile salvaje.

12 Botxo es el sobrenombre con el que los bilbaínos denominan de una manera afectuosa y familiar a su ciudad, por estar rodeada de montes.

13 La bañera es una técnica de tortura en la que se provoca la asfixia del detenido al sumergir su cabeza en el agua.

Dolor

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