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LIBRO DE DOLOR


1901

1. Juan y Juanón


La primera nevada del invierno llegó a capricho de la naturaleza, que marca los tiempos a su antojo. Con aquella nieve de un atardecer de mediados de noviembre llegó el invierno al pueblo y a algunos corazones. Primero se descolgó en forma de bruma desde las crestas del monte Bodón, extendiéndose por las vegas cuando alcanzó el fondo del valle en forma de aguanieve. Para cuando el padre y el hijo se refugiaron en la casina, como cariñosamente llamaban a su pequeña vivienda, el aguanieve dio paso a pesados copos, que cubrieron de denso y esponjoso blanco, campos, las copas de los árboles, que aún conservaban hoja, tapias y tejados.

Resignados a encarar un invierno adelantado, dejaron de recrearse en el silencioso e inesperado cambio de estación para preparar algo de cena. Ya en la sobremesa, volvieron a la conversación que habían pospuesto ante la temprana nevada.

—Debajo de nuestros pies, hijo, hay un mundo inexplorado y grandioso. Un domingo pediré permiso al capataz y bajarás conmigo al pozo. Así entenderás de lo que te hablo.

—Yo no quiero ser minero, padre, sino marino, navegar por los mares y descubrir tierras inexploradas.

Juan apuró el vasito de aguardiente de un trago, aspiró profundamente de la pipa exhalando lento una tupida nube de humo, abstrayéndose tanto él como su hijo al verla flotar sobre los fogones de la cocina de leña. Observando cómo evolucionaba en formas imposibles de dibujar y se disipaba lentamente en el ambiente caldeado de la pequeña cocina.

—No serás marino, Juanón, quizá si hubieses nacido más al norte, en la costa de Asturias sería algo lógico, pero Dios quiso que te parieran en esta montaña de León y aquí, o eres pastor y te condenas a una vida pobre, o eres minero y te la juegas a cada jornada.

—Padre, usted es minero y también es pobre.

—Pero menos que los pastores.

—Pues yo creo que podré elegir qué seré de mayor.

—Quién sabe, pero aunque no pudieses elegir qué ser, si podrás elegir cómo ser.

—No le entiendo.

—Aquí hay dos clases de personas. Las que sufren y las que no.

—Prefiero estar entre las que no.

—Espera, que aún no he terminado, porque también están las que hacen sufrir a los demás… y las que no.

—Eso no son dos, son ya cuatro clases de personas y, mire, también elijo estar entre las que no.

—Te he dicho que hay dos y solo dos clases. La combinación que has elegido para cómo ser es imposible.

—Que no le entiendo.

—Ya lo irás haciendo con los años, aún eres muy joven.

—Tengo once años, no soy un niño.

—Ya lo sé. Tengo compañeros en la mina que solo tienen un año más que tú y nadie les niega su hombría. Allí debajo no hay ningún niño, te lo aseguro.

—¿Por eso quiere llevarme a conocer la mina padre? ¿Para que me haga minero?

—No, no quiero que te hagas minero, pero lo serás. Esperaremos, no te vendrá nada mal seguir un par de años más en la escuela, aprender las cuatro reglas, a leer bien…

—No esté tan seguro de mi destino, lucharé por él.

—Y eso te hará mucho bien, luchar siempre recompensa, aunque se pierda. A veces, pienso que solo estamos en el mundo para pelear. Mira, también te podía haber dicho que están los que luchan toda la vida y los que no.

—Usted no es como los otros, padre.

—¿Cómo qué otros? ¿Como los que sufren, los que hacen sufrir, como los que luchan o… todo lo contrario? ¿A cuáles te refieres?

Juan rellenó nuevamente con aguardiente su pequeño vidrio y repitió el gesto anterior con la pipa y el humo, disimulando una sonrisa.

—No me gaste bromas ni me enrede. Quiero decir que habla distinto al resto de mineros. Usted tiene ideas.

—Todos tenemos ideas, aunque no todos hacen por entenderlas o escucharlas. ¿De verdad piensas eso de mí, Juanón?

—Usted es más listo que ellos y más que el maestro también.

—¡Hombre! más que el maestro… ¡mira tú que es el maestro!

—Sabrá mucho de libros, de cuentas y de las vidas de los santos, pero mucho de lo que habla sé que no lo entiende porque, cuando le pregunto algo que no se espera, me pone cara de asco y me suelta un coscorrón.

Juan rio entre dientes.

—Eso es porque le tocas los cojones. Con sus capones te explica que no tienes que hacerlo. Está en tu mano que te pegue o no.

—¡Pero qué dice! Entonces, ¿qué hago? Me quedo callado, ¿no? —cuestionó visiblemente irritado.

—Solo he dicho que está en tu mano. Lo hemos hablado antes, ¿te acuerdas? Elegir, no elegir… luchar, o no…

—Ya veo. Igual estoy equivocado y no es usted tan listo como le creía, porque hoy no le entiendo nada.

Juanón abandonó el taburete en el que estaba sentado frente a la cocina junto a su padre y se encaminó a la carbonera que había bajo la pila de fregar. Llenó todo lo que pudo la paleta metálica de carbón y regresó con tiento hacia la cocina de nuevo, cuya portezuela acababa de abrir su padre y que ahora disimulaba su sonrisa, divertido por la respuesta de su hijo, concediéndole toda razón.

Juanón, después de atizar el fuego, regresó al asiento junto a su padre, que aspiraba los últimos rescoldos del tabaco de la pipa.

—¿Y qué es eso que decía antes de un mundo inexplorado y grandioso bajo tierra? No me lo irá a comparar con lo grandioso del mar.

—¡Pero si tú nunca has visto el mar!

—Y usted tampoco, eso lo sé.

—Es verdad. Tu madre decía que era un memo por no haber ido nunca a verlo, que alguna vez tendría que hacer el esfuerzo. Aprovechar un verano, bajar por los puertos a Asturias, irnos los tres al mar…

—Pues madre tenía razón.

A Juanón se le instaló un nudo en la garganta y, al pronunciar la última frase, su voz se mostró lastimera. Pronto se cumpliría un año de la muerte de la madre. Desde entonces, padre e hijo se sostenían los ánimos el uno al otro hablándose a todas horas Daba igual el tema, todo valía con la intención de tener el pensamiento ocupado y sobrellevar la carga de vivir un día más sin ella. Así hasta que llegaba la noche, y ya en la soledad de sus jergones, cada uno lloraba a su manera la ausencia de la mujer más importante de sus vidas.

—Pues le haremos caso.

—¿En serio? ¿Y cuándo sería eso?

—En el verano. Ahora la nieve nos bloqueará unos meses, pero en verano nos acercaremos a una playa y ver cómo es eso que cuentan de las olas. No lo tengo muy claro.

—¿No lo dirá en broma?

—Vamos a ver, ¿cuándo me has visto cachondearme de ti?

—¡A todas horas! —Los dos rieron.

—Bueno, pues pierde cuidado. Para finales de junio, allá por San Juan acumularé dos o tres días de descanso y nos iremos a descubrir… ¡el mar!

—¡El mar! El inmenso mundo de los exploradores, de las mayores aventuras y gestas que el hombre ¡jamás haya alcanzado!

—Madre mía y eso, ¿a quién se lo has escuchado?

—Al maestro.

—Vaya, pues igual no es tan tonto como decías.

Juanón se encogió de hombros divertido. A partir de ese momento no se podría quitar de la cabeza el fantástico viaje que acababa de proyectar con su padre.

—Pero antes te enseñaré la mina.

—¡Y dale con la mina! ¿Pero qué tiene esta mina que la haga distinta de otras?

—Colores, todos los colores del mundo, que nuca has visto ni en los campos, ni con el paso de las estaciones.

—¿Es eso verdad? Yo creía que todas las minas eran negras, que allí solo se encuentra carbón.

—Así ha sido en las que he trabajado hasta ahora, pero esta es distinta y no, no es de carbón.

—Bueno, solo lleva un mes trabajando en ella. No me había dicho nada.

—Lo estoy haciendo ahora. Ha sido un gran acierto hacer caso a la oferta que me hicieron y cambiar el carbón por esto. Además, ya me ves, ya no vengo negro.

—Bueno, es verdad, ahora que lo miro, el polvo de su pelo es de otro color… ¿de cuál es?

—De cualquiera que se te pueda ocurrir.

Juanón frunció el ceño. Si su padre se creía que le iba a marear con acertijos para niños estaba muy equivocado.

—El Pozo de la Virgen Dolorosa, lo abrió un industrial que tiene un par de pozos más de carbón cerca de La Robla.

—Eso no era una mina, era una cueva, dicen que todo el mundo lo sabía aquí, en Villanueva, además, por eso nuestro pueblo se llama así: Villanueva de la Cueva.

—Claro, aunque la cueva esté a media legua monte arriba.

—Eso usted sabrá, que sube y baja todos los días.

—Ya cuando era un crío la llamaban la cueva de los colores, pero la verdad es que nunca vimos más que algunas tonalidades de rojos u ocres por las paredes húmedas. El secreto estaba más adentro.

—¿Más adentro?

—Si, pero vamos a ver ¿tú sabes quiénes fueron los romanos?

—¡Pero qué, dice padre! ¿Y a qué viene ahora con los romanos? Claro que sé quiénes fueron. Los que ayudaron a los judíos a crucificar a Jesús, los que vinieron a invadir España, pero entonces Viriato…

—Vale, vale, ya veo que pones atención en la escuela. Pues resulta que hace muchísimos siglos, en la antigüedad, cuando estuvieron aquí ya conocían y trabajaban esa cueva o, mejor dicho, esa mina.

—¿Y qué buscaban?

—Pues oro, plata y hierro, principalmente, y algo encontraron, pero está muy disperso.

—¿Eso qué es?

—Que está tan esparcido por entre los minerales que es muy difícil de aprovechar. Pero no había solo esas materias, sino otras menos comunes. Supongo que en aquellos tiempos, como no les sería muy rentable, abandonarían esta explotación y así quedó, como una cueva por el resto de los tiempos. Pero ya hay maneras, al menos eso dicen, de poder separar esos minerales para aprovecharlos. He oído que el dueño de la mina se ha asociado con una empresa inglesa que tiene minas por el sur, por Huelva, y que van a exportar el mineral que extraigamos a Londres.

—Londres, capital de Inglaterra.

—Eso es. Si consigo permiso para que bajes conmigo, vas a ver piedras amarillas, verdes, azules que llaman cuarzos, otras de aspectos muy raros que tienen en su interior puntitos diminutos, casi como polvo que brillan como demonios a la luz de los faroles. No nos lo dicen, pero yo creo que es oro, otras tienen cobre. Imagínate, Juanón, entrar en un corredor oscuro y que, a medida que vas avanzando, las luces de los faroles te revelen unas paredes de multitud de colores y, cuando estás en otra galería, estos tonos cambian porque ya estás frente a otra veta de minerales distintos. Dicen que esta mina es una rareza, que no existe otra igual en España y debe de haber muy pocas en el mundo.

—Sí, padre, pero no deja de ser una mina.

—Eso es verdad y el trabajo es tan duro como en cualquier otra.

—Bueno, pero igual es bonito de ver, puede que tenga razón. Creo que sí, que me gustaría verla.

—¡Claro que sí!, ahora vamos a dormir.

—Sí, a dormir.

Muchos años después, el día que Juanón, ya convertido en hombre, tuviese en brazos a Julio, su primer hijo, recordaría aquella conversación sucedida en víspera de la muerte de su padre.

Faltaban aún tres horas para amanecer y Juan, antes de salir de casa, se acercó al camastro de Juanón para besar con delicadeza la mejilla de su hijo. Los pelos erizados de su descuidada barba incomodaron al pequeño. A pesar de ello, agradecido por el gesto, fingió seguir dormido. Luego, lo último que escuchó Juanón de su padre fue la tos seca que se le despertaba todas la mañanas. Una tos que se fue haciendo cada vez más débil a medida que se alejaba de casa tras cerrar la puerta. Juanón, imaginando el sonido de las botas de su padre al hundirse en la nieve, paso a paso hasta encontrar la empinadísima senda que le conduciría hasta la boca de la mina, se quedó dormido.

Varias horas después, cuando iba de camino a la escuela, escuchó voces alteradas que venían de junto la fuente del lavadero de Villanueva. Al pasar por delante, vio a un vecino que llenaba un cubo de agua y que lo soltaba derramándose el líquido al llevarse las manos a la cabeza mientras atendía a las explicaciones nerviosas de un minero, a tenor del atuendo que llevaba, idéntico al de su padre. Después los dos hombres se encaminaron a distintas casas a recabar la atención de los vecinos. Juanón se sumó al grupo preocupado por saber qué estaba ocurriendo y en pocos minutos, ya estaba en compañía de una docena de hombres y mozos del pueblo, ascendiendo por el camino hacia la mina. Por lo visto, poco tiempo después de empezar el trabajo de la jornada, se había producido un derrumbe y tres mineros habían quedado atrapados.

A pesar de la insistencia de los vecinos hacia el minero que encabezaba al grupo que se dirigía a colaborar en el rescate este, o no sabía, o no quiso darles aún la identidad de los accidentados.

Así fue como, por vez primera, los pies de Juanón pisaron la aldea que se había levantado justo frente a la boca de la mina. Una docena de construcciones que acompañaban a un edificio de barracones, una oficina para la gerencia y otros ya de uso industrial para el lavado y selección del mineral, un pequeño poblado, el más alto que hubiese en toda la cordillera del cantábrico, a más de 1500 metros de altura y que todos allí conocían por el nombre de Dolor.

El nombre de aquel remoto lugar, uno que nunca llegaría a figurar en ningún mapa, quizá tan solo como referencia a la mina, pero, si acaso, solamente en la documentación de alguna empresa minera, como tantos otros topónimos, tenía un origen difuso, a pesar de llevar la mina en funcionamiento unos veinte años.

El empresario que se hizo con la titularidad de aquella vaguada donde se encontraba la boca de la mina, a refugio del Bodón, una montaña tan alta y escarpada que solo en días despejados ofrecían la vista de sus cumbres, bautizó a aquella explotación como Pozo de la Virgen Dolorosa y él mismo labró sobre un tablón de roble, aquel nombre que colocó a modo de cartel justo donde el camino de subida desde Villanueva de la Cueva, abandona la pendiente y se torna llano hacia una planicie de unos quinientos metros de largo por algo menos de ancho. Un lugar en el que, primero, levantaría las construcciones necesarias para dar servicio a la mina, como un barracón para los trabajadores, pues la propia climatología, dura como pocas, impedía a sus trabajadores el ir y venir a sus domicilios a diario. También construyó una carpintería, una fragua, un taller, los descargaderos de material, el castillete sobre el pozo y, a lo largo de todo el camino de subida, una serie de torres que, por medio de cables, harían descender en pequeñas vagonetas suspendidas el mineral extraído hacia un descargadero construido a las afueras de Villanueva.

Como había espacio suficiente y el barracón se quedó pequeño, consintió en arrendar parcelas a algunos mineros y que estos se levantasen allí sus pequeñas casuchas. Es así que, con los años, llegaron a morar en los alrededores de la mina más de una docena de familias.

El propietario se enorgullecía de su logro. En pocos años, un pequeño pueblo se había levantado en aquellas alturas y todos sus moradores, de una u otra manera, trabajaban para él o dependían de él y su empresa.

Pero un lustro atrás abandonó aquel proyecto vendiendo toda la explotación a un joven empresario madrileño. Descendiente de una acaudalada estirpe emprendedora y ávido por abrir nuevos horizontes al margen de los negocios de su padre, se inició a sus veintiséis años, con aquella adquisición, en el lucrativo negocio de la minería. Un proyecto al que se irían sumando, después, otras pequeñas explotaciones, así como con talleres mecánicos para el mantenimiento de su maquinaria. Un personaje al que todos llamaban don Gil.

Pero la venta con la que don Gil se hizo con el pozo de la Virgen Dolorosa se produjo a cuenta de una desgracia que sumió en semejante abatimiento al antiguo propietario, que se descubrió incapaz de seguir con la mina adelante.

Cuentan que se estaba excavando la tercera galería, la más profunda, a unos cien metros bajo la entrada de la mina. La explotación se sumergía en la montaña a través de un túnel de unos ochenta metros, hasta que moría en un profunda y ancha sima. Esta era una cavidad natural y por sus paredes se fueron estableciendo escaleras y aparatosos montacargas para, descendiendo, irse abriendo en otras galerías a distintos niveles.

En el nivel más bajo, solían los veranos acercarse media docena de estudiosos de los minerales, muy bien pagados por el dueño, que durante unos días hacían descensos por la sima para calibrar y evaluar la posibilidad de abrir otras galerías a tenor de la variedad de minerales que encontraban. Poco después de iniciar la excavación de aquella nueva galería, hubo un derrumbe atrapando a media docena de hombres.

Los trabajos de rescate se alargaron por dos jornadas, horas sin descanso y que, ante la falta de efectivos, hicieron necesaria la participación del propio dueño de la mina y de su hijo, un joven de apenas quince años que, tras un segundo temblor de las galerías, quedó sepultado ahora sí por una cantidad tan grande de escombros que hicieron imposible el rescate de ningún cuerpo.

Fueron los mineros los que tuvieron que sacar casi a arrastras al dueño de la explotación, un hombre desesperado y que no dejaba de llorar pronunciando el nombre de su hijo. Ahora sus lamentos por no haber atendido a los ruegos que los capataces y otros mineros le hicieron llegar, solicitándole que retrasase el inicio de la explotación de aquella galería, con abundantes filtraciones de agua y que no presentaba garantías serias de seguridad, eran baldíos. El premio del valioso mineral que atesoraba aquellas galerías no le hizo reparar en tales asuntos. Tras pasar un par de días hecho un ovillo sobre uno de los catres del barracón, se levantó y abandonó aquel lugar para no volver a pisarlo nunca más. Pocas semanas después lo vendería. Así que cuentan algunos haberle visto a él colocando el cartel al marcharse.

Aquel tablón de roble que labrase unos años antes con el nombre de la mina había sido partido por un rayo en una tormenta el mismo día del derrumbe. Toda una señal de los cielos dijeron algunos y, en cierta medida, ¿quién se lo podría rebatir? Tan solo una de las estacas sostenía una porción del letrero original En él, chamuscado y astillado por ambos lados, solo mostraba un fragmento del nombre de Pozo de la Virgen Dolorosa.

Cuando ya hubo desaparecido monte abajo, algunos se acercaron interesados en el cartel que acababa de clavar un poco más al suelo con ayuda de un pedrusco. Quienes lo leyeron, aceptaron que aquel sería el nombre que ya para siempre había designado el destino para aquella aldea: Dolor.

Cuando Juanón llegó a lo alto, sudoroso a pesar del frío y fatigado en extremo, pues la nieve dificultaba mucho más la ascensión, leyó aquel cartel y tuvo la ocurrencia de que aquel lugar le estaba advirtiendo de su destino.

—¡Dolor! —exclamó intentando que su voz fuese solo un susurro, aunque sin conseguirlo.

—Dolor —respondieron algunos más de los que le acompañaban.

Pocos minutos después, frente a la boca de la mina, los peores presagios se hicieron realidad, al enterarse de que su padre, junto con dos compañeros, había sido sepultado. Un derrumbe que se produjo precisamente en la galería más productiva de todas, la misma en la que sucediese el fatídico accidente que hizo al primer dueño de la mina abandonar la explotación. Al caer la noche, las labores de rescate consiguieron dar con los mineros aplastados por toneladas de material, por rocas de tantos y diversos colores, como decía su padre, que nunca se habían encontrado en tal variedad en el mundo exterior. En eso pensaba Juanón. Sacaron a Juan en una camilla y, detrás de él, a sus dos compañeros en la muerte.

«Allí abajo —le dijo al hijo la noche anterior—, allí abajo no hay niños, todo el que entra a la mina es un hombre». Y aquellas palabras se le quedaron grabadas cuando vio en el suelo dos camillas que flanqueaban a la de su padre mientras los mineros reunidos alrededor rezaban un padrenuestro. Efectivamente, allí había con Juan dos «hombres» más, uno de trece años y otro de dieciséis.

En los corazones de los congregados, el dolor era tan inmenso como la altura de aquellas montañas que ahora, iluminadas en sus blancos mantos de nieve por la luna, se mostraban insolentemente bellas, orgullosas e indiferentes ante quienes las contemplan y quisieran comprender su naturaleza.

Y puede que algo de ellas germine en el carácter de esas gentes, pues al igual que el paisaje, son silenciosas. Muchas veces parece que no están y, cuando están, se funden y confunden con el entorno, tan cotidianos como los chopos que bordean los arroyos o los piornos que ascienden por las laderas de los montes.

Pero si hoy día, un viajero curioso cruzase por aquellos valles y preguntase a cualquier lugareño por el camino a Dolor, responderá mirando con ojos tristes a lo alto de una montaña y, quizá, si el forastero le despierta confianza, le responda que allí ya no hay nada que ver, que el monte se tragó la mina y luego el camino y que, aunque más despacio, lo hace también con los recuerdos. O también puede que simplemente chasquee los dientes y siga con sus cosas, ignorando el interés del extraño, confundiéndose de nuevo con el paisaje. Así nació Dolor, y aunque quizá nunca fuese un pueblo, pudo ser un estado del alma.

Esta es su leyenda.

Dolor

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