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1780

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El año de 1780 fue uno difícil para Thomas Jefferson: en medio de una mala racha que incluía la reciente muerte de su hija, la enfermedad de su esposa, la suya propia originada por un desliz al desmontar un caballo y sin olvidar las acusaciones que se le hacían por su relación con los británicos, el reluctante presidente de los Estados Unidos encontró la fuerza y el ánimo para escribir un manuscrito titulado Notes on the State of Virginia. Impelido por el secretario del ministro francés en Philadelphia, François Marbois, quien levantaba una encuesta sobre la naturaleza y la historia del lugar, para Jefferson el compromiso no sólo se trataba de una distracción de sus problemas, sino que la empresa ponía en juego su orgullo de americano y de naturalista aficionado. Sobre todo, Jefferson ansiaba refutar las ideas que los europeos sostenían sobre la naturaleza americana, en especial las del naturalista más importante de la época, Georges Louise Leclerc, mejor conocido como Conde de Buffon. En su monumental obra compuesta de cuarenta y cuatro tomos, Histoire naturelle, générale et particulière, el Conde argüía que la fauna y la flora —incluidos los nativoamericanos— del Nuevo Mundo eran deficientes, endebles y menos vigorosos que los de Europa debido al frío y humedad del medio ambiente. Si para Jefferson este debate era una cuestión de nacionalismo, para la historia de la paleontología y de la humanidad significó el descubrimiento de algo que parecía impensable en la historia del mundo: la extinción de las especies. En otras palabras, la posibilidad de que el mundo, la naturaleza entera, no era una entidad estable y monolítica comandada por un ser supremo.

Sin embargo, deseo aclarar, la refutación de la teoría de Buffon no corrió sólo del lado angloparlante, porque también hubo intelectuales en Latinoamérica que, al igual que Jefferson, no reaccionaron positivamente. Entre los que se dieron a la tarea de refutar las ideas supremacistas de los europeos están Juan José de Eguiara y Eguren, uno de los sabios de la Nueva España y autor de la monumental Bibliotheca mexicana, una obra escrita con el motivo específico de responder a los pensadores españoles que sostenían que en América no había intelectuales porque sus habitantes carecían de capacidad cerebral. También Francisco Xavier Clavijero, exiliado en Italia entre 1767 y 1787, quien se dio cuenta de las opiniones ignorantes que los más grandes científicos y filósofos europeos tenían de América, y haría lo mismo que de Eguiara, escribir una obra monumental que diera cuenta de la exuberancia natural y humana del nuevo continente. Esta obra es Historia antigua de México y en ella defiende a las culturas inca, maya y azteca por su grandiosa arquitectura, conocimientos matemáticos y pensamiento abstracto evidenciados en su poesía y escritura. Además, señaló Clavijero, América contaba con mayor cantidad de especies de animales que en toda Europa. Lo que diferencia a estos latinoamericanos de Jefferson no es tanto sus argumentos como su entusiasmo, sino más bien la dirección que tomó el debate gracias a un descubrimiento fósil que cambiaría la historia de la Tierra.

Jefferson en su manuscrito incluyó el peso, el tamaño y las características de criaturas americanas como el oso, la pantera, el búfalo, la comadreja, que «era mucho más grande en América que en Europa». Le restregó a Buffon que el reno escandinavo era tan pequeño que incluso podría pasar por debajo del alce americano sin ningún problema. El tamaño parecía ser un buen argumento en la época y no sólo para los animales. Es famosa la anécdota que Benjamin Franklin contó a Jefferson sobre su visita a París, donde fue invitado a una cena con varios ilustres. Cuenta Franklin que los estadounidenses estaban sentados en un lado de la mesa, mientras que sus contrapartes francesas en el otro. Abbé Raynal, científico francés de la época, sugirió: «Que ambas partes se pongan en pie y así veremos de qué lado la naturaleza se ha degenerado». Los estadounidenses, aseguró Franklin a Jefferson, rebasaron en estatura a los franceses, particularmente a Raynal, quien era un «renacuajo». Y como de tamaño se trataba, Jefferson apostó por su mejor carta con la descripción de un espécimen con el que presidente de los Estados Unidos estaba obsesionado: el mamut, un animal «seis veces más grande que un elefante», fuerte, imponente, misterioso, cuyos dientes gigantes podían ensartar a un humano fácilmente. Sin embargo, Jefferson y los demás especialistas de la época no sabían el nombre apropiado de la mítica bestia y, como tampoco lo habían estudiado a profundidad por falta de pruebas vivas, mucho menos se habían animado a bautizarlo. La gente, incluido el presidente, lo llamaban «incognitum» o el «mastodonte de Ohio». Así, además de anotar cuidadosamente sus observaciones, en su afán por tener la razón, Jefferson ofrecía recompensas por los huesos, restos y, tal vez, soñaba, por el animal mismo. Entre los esqueletos recuperados, se encontraba el de un mamífero robusto y de garras protuberantes al que Jefferson llamó «megalonix» (gran garra), pero en sus apuntes se refería a éste como «león, tigre, pantera», entre otros nombres errados. Justo cuando se disponía a exponer sus conjeturas en la America Philosophical Society, encontró un artículo de Georges Cuvier en el que el francés describió el mismo animal, pero con otro nombre, «megaterio» (bestia enorme). Jefferson nunca logró entender que se trataba del mismo animal, el cual resultó ser un enorme perezoso que ahora irónicamente lleva su nombre, Megalonix jeffersoni. No obstante, de lo que estaba convencido era que esos monstruos aún deambulaban por las inexploradas tierras del continente americano. Y es que, aunque parezca un deseo ingenuo, la mayoría de las personas y los científicos de la época pensaban de la misma manera que Jefferson, no podían concebir la extinción como un acontecimiento factible.

Según esta creencia, el mundo permanecía en un estado estático, inamovible y constante. Esta teoría, conocida como teología natural, es muy antigua y proponía que el mundo, al ser creación de un arquitecto supremo de inteligencia divina, no podía alterarse, así como así. Si vemos el diagrama que Ramón Lull trazó posiblemente en 1305 sobre la escala del ascenso y descenso del entendimiento humano, se percibe un orden lineal que comienza (o desemboca) en Dios, el arquitecto divino. De acuerdo con el historiador Mark V. Barrow, en el siglo XVII estas ideas cobraron mayor relevancia, sobre todo en el mundo angloparlante, con un libro muy popular titulado Wisdom of God Manifested in the Works of the Creation (1691) del naturalista británico John Ray. De acuerdo con Ray y sus contemporáneos, el orden natural, desde los órganos humanos hasta las especies animales, componían una scala naturae, es decir una escalera en la que toda la creación de Dios era descendente, iba del reino de los cielos hasta el inframundo, como se aprecia en este otro diseño del mexicano Diego Valadés que usó para ilustrar su Rhetorica Christiana ad concionandi et orandi usum (1579). A esta escala, cuyas raíces se trazan desde Aristóteles y se amplían hasta la Edad Media, también se le conocía como «gran cadena de los seres», la cual describe un orden lineal en el que cada eslabón tiene una función específica. Por tanto, rezaba la lógica de la época, la desaparición de un eslabón implicaría el colapso total de toda la gran cadena de los seres. En pocas palabras, la extinción no sólo era algo contra natura, sino incluso contra las leyes de Dios, es decir el humano era incapaz de alterar la magnitud de la creación divina.


Ramón Lull, 1305

Otro exponente de esta teoría y que gozó de mucha repercusión en el mundo científico de la época fue Carl Linneaus, sobre todo con su ensayo «La economía de la naturaleza», publicado en 1749. Según Linneaus, todo el universo forjaba una sola cadena cuyo diseño refleja la grandeza de un creador divino y todos los eslabones de esta cadena se complementan uno a otros: los herbívoros se benefician de las plantas, los carnívoros de los herbívoros, los predadores tienen menos crías, las presas tienen más, etcétera. Incluso Linneaus no distinguió entre lo muerto y lo vivo en su teoría, pues en su opinión era innecesario. Esto ayudaba a equilibrar todas las especies, lo que permitía que la desaparición de un eslabón fuera casi improbable. «Para perpetuar el curso constante de la naturaleza en una forma serial», escribió Linneaus, «la sabiduría divina ha pensado todo a la medida, es decir todas las criaturas deben procrear nuevos especímenes, todas las cosas naturales deben contribuir y ayudar a preservar todas las especies y, en última instancia, la muerte y la destrucción de un sola debe promover la sustitución de otra». De esta manera, la cadena se mantenía, aunque mutable, en armonía; había cambios, pero no tan graves como para corromper el diseño divino.

Por supuesto, como señala Barrow, todas estas ideas surgieron cuando la relación entre religión y ciencia aún no se rompía. Así, al asumir que la extinción de una especie era poco probable, también se daba por un hecho que el mundo no era tan viejo, es decir se medía en tiempos bíblicos. No obstante, conforme la curiosidad fue ganando terreno en la imaginación de los naturalistas y paleontólogos, los descubrimientos de restos óseos, de esqueletos enteros y, más que nada, de fósiles, la teología natural se quedaba corta de respuestas para hablar del origen y la edad de estos misteriosos animales que nunca nadie había visto. En este contexto se puede entender la obsesión de Jefferson por demostrar la existencia del mamut: «No logro convencerme», escribió a un amigo que le había hecho llegar restos óseos de un animal no identificado, «que este animal, así como el mamut, estén extintos. La desaparición de una especie es tan inédita en la economía de la naturaleza (economy of nature) que tenemos todo el derecho a pensar que, en cuanto a las partes que no vemos, las probabilidades contra la extinción son mucho más evidentes que las que están a favor de ella». A pesar de todos los esfuerzos argumentativos de estos hombres de ciencia, quien mejor logró resumir la totalidad de la scala naturae fue un poeta: Alexander Pope. En su portentoso Essay on Man, publicado en 1734, Pope busca, en la tradición de libros como De rerum natura de Lucrecio, «reivindicar las formas de Dios ante el hombre»: «Gran cadena del ser que Dios tejió / Naturaleza etérea, humana, ángel, hombre, / bestia, ave, pez, insecto, y lo invisible para el hombre». Para Pope, la cadena del ser atraviesa lo terrenal y lo divino, lo animal y lo humano, y todas estas partes, continúa, «Son todas partes de una asombrosa totalidad / cuyo cuerpo es la naturaleza y cuya alma es Dios». Por tanto, asestar un golpe contra cualquiera de los eslabones implica, en realidad, dar un golpe contra la perfección de Dios.

Mientras, en el otro lado del Atlántico, Buffon, más abierto a otras posibilidades, se fue convenciendo poco a poco de que el mundo era mucho más viejo de lo que se pensaba, calculando hasta los millones de años y, con ello, aceptando la extinción como un fenómeno fáctico. Pero no sería Buffon quien puso punto final a la controversia, sino otro colega suyo que fue hilando los restos de animales extraordinarios para finalmente llegar a una respuesta definitiva. Georges Cuvier, a diferencia de su predecesor, se formó en ambientes académicos alemanes menos dogmáticos en los que se contemplaba la posibilidad, señala Barrow, de una naturaleza no estática sino mutable. Una influencia muy grande para Cuvier fue su maestro J. M. Blumenbach, quien a finales del siglo XVIII desarrolló nuevas teorías para estudiar los fósiles. Si comparamos las palabras de Blumenbach con las de Jefferson o Linneaus, hay una gran diferencia de perspectivas: «La naturaleza no se desmorona si una especie muere o si otra nueva aparece (y es muy probable que ambas cosas ya hayan acontecido en el pasado); esto no tiene impacto alguno ni en el orden físico ni moral del mundo, ni siquiera para la religión en general», escribió Blumenbach. Esto no quiere decir que Cuvier haya creído en la evolución o «transformismo», como se le conocía en la época; de hecho, fue tan reacio a la idea que solía humillar y descalificar a los estudiantes y colegas que sugerían la evolución como una posibilidad. A pesar de esto, Cuvier fue capaz de distinguir varias especies que provenían de la misma familia, entre ellas la diferencia del mamut, los elefantes de India y África y sin olvidar la identificación del perezoso gigante de Jefferson. Con esta perspectiva más abierta fue que Cuvier llegó a París a trabajar en el renombrado Museo Nacional de Historia Natural en 1795, donde aplicó sus conocimientos de anatomía comparada. A través de este método y de las pruebas fósiles como objetos geológicos que marcaron periodos en la historia del planeta tierra, Cuvier sentenció que tanto el mamut como el perezoso y otros tantos animales gigantes estaban extintos. La causa de esta tragedia, aseveró en una conferencia, fue probablemente «una especie de catástrofe».

Gracias a Cuvier la idea de la extinción fue ganando adeptos en los círculos intelectuales europeos y americanos y con ello surgió una nueva sensibilidad hacia la naturaleza: los seres vivos no son eternos sino pasajeros. Una vez aceptada la posibilidad de la extinción, lo que los naturalistas comenzaron a discutir fueron las razones por las que un animal deja de existir. El debate se libró entre los catastrofistas, es decir aquellos que pugnaban por eventos extraordinarios en el planeta, y los que defendían procesos lentos y graduales. Darwin, que perteneció a este último bando, escribió: «La completa extinción de las especies de un grupo es generalmente un proceso más lento que su producción», o sea, si es difícil presenciar la emergencia de una nueva especie, su respectiva desaparición es un fenómeno aún más raro. Los animales, en suma, pueden desaparecer, tal vez por revoluciones geológicas o desastres naturales y, a partir de los últimos siglos, también por causa de los humanos. Esta última probabilidad es la que más ha causado un impacto en la condición humana: saber que los animales se extinguen permitió el surgimiento de una consciencia que, como ya dije, es única en la historia del conocimiento humano, pero saber que es el mismo humano la causa de esa desaparición de las especies hace las cosas aún más graves. Peor aún: no es casualidad que todo esta consciencia y el debate sobre la extinción haya surgido durante el apogeo del capitalismo imperialista que expandía sus fronteras de producción en las regiones ricas en biodiversidad.

Así, la conciencia de la extinción formó un nuevo tipo de individuo que se debate entre el progreso y la ecología, entre la cultura y la naturaleza, como veremos más adelante. Con esto no quiero decir que la extinción sea una cosa de los humanos contemporáneos, todo lo contrario: la extinción y la alteración de ecosistemas han ido de la mano con la evolución humana desde que nuestros ancestrales primates bajaron de los árboles para andar en dos patas hace unos cinco o seis millones de años en la sabana africana. Cada evento de nuestra evolución ha tenido un impacto en la naturaleza, desde el descubrimiento del fuego, la formación de herramientas, la fundación de la agricultura, hasta el desarrollo de las técnicas de cocina. Por ejemplo, la desaparición de la megafauna —a la que pertenecía, por cierto, el mastodonte de Jefferson— y sus increíbles animales como el mamut, el perezoso gigante, el ciervo gigante, osos, bisontes y canguros gigantes, está íntimamente ligada a la migración humana por casi todo el planeta. Al aseverar esto tampoco estoy sugiriendo que la naturaleza humana equivale a la destrucción de su propio hábitat. Ha habido revoluciones en la historia que han destruido biomas enteros, es verdad, pero también ha habido momentos en que las comunidades humanas, incluso civilizaciones, han alcanzado un grado de interdependencia ejemplar con sus hábitats. Como bien aclara Franz J. Broswimmer en Ecocide: A Short History of the Mass Extinction of Species, nuestra naturaleza —los atributos biológicos que nos hacen humanos— no necesariamente determina nuestro comportamiento: «es sólo cuando la biología, combinada con una particular forma de organización social y comportamiento institucional, que surge el peligro de crear un ecocidio global». Es la organización y comportamiento contemporáneos los que no han llevado a la catástrofe climática que ha puesto en jaque el sistema ecológico de la Tierra; su nombre es sólo uno: la economía capitalista global. Por esto, al principio, dije que no es una coincidencia que los debates sobre la posibilidad de la extinción hayan surgido en un momento en que el capitalismo extendía sus tentáculos alrededor del mundo. Y esta conciencia de la extinción, en la medida que se pensó en los debates intelectuales de Occidente, también tuvo lugar durante una época oscura que tiene que ver, una vez más, con América y sus habitantes y con la división entre naturaleza y sociedad.

Imaginar un planeta cuya naturaleza es estable y constante en el marco de una economía capitalista que compulsivamente requiere crecer y expandirse resulta sumamente peligroso. Surgió una ideología de la abundancia que se reforzó hasta el delirio y la superstición con la colonización de otros continentes ricos en recursos de todo tipo; tómese el caso de Potosí sobre el cual escribió Alvaro Alonso Barba en su Arte de los metales (1640): «Lo propio juzgan muchos que sucede en este rico cerro de Potosí, y por lo menos vemos todos, que las piedras que años antes se dejaban dentro de las minas porque no tenían plata, se sacaban después con ella, tan continúa y abundantemente, que no se puede atribuir sino al perpetuo engendrarse de la plata». Después, como señala Dawson, Adam Smith desarrolló una teoría económica que no tomaba en cuenta la escasez del planeta tierra sino todo lo contrario, apelaba a la abundancia ilimitada que crearía la riqueza de los hombres. La economía clásica pasaba por alto que el planeta tiene un límite en la generación de los recursos y que el ritmo acelerado del capitalismo es incapaz de respetar esos ciclos: hay que generar riqueza, porque ésta significa el progreso. Por supuesto, esta concepción, al igual que la imposibilidad de la extinción, llegaría a su fin para mitad del siglo XIX cuando los suelos europeos comenzaron a degradarse, los mares a vaciarse de ballenas y la población mundial a crecer desmedidamente; es, también, cuando la ansiedad del maltusianismo comenzó a preocupar a los países ricos. Tomemos, por ejemplo, los cachalotes de los que se extraía el espermaceti para la fabricación de jabón, aceite y velas.

La caza comercial inició, comenta Smil, en el siglo XVII, y su mercado central era la isla de Nantucket en Massachusetts y los pioneros en la cacería fueron los vascos y los vikingos. La demanda diezmó la población ballenera rápidamente en los mares del norte para luego trasladarse hacia el Atlántico sur y, en última instancia, al Pacífico y el océano Índico, dejando el Antártico como único refugio para varias especies. Anualmente se calcula que se atrapaban cinco mil especímenes para la década de 1830. Pero, una vez desarrollada la tecnología de arpones —cañones— en barcos de vapor y más tarde de diésel —permitiendo la caza de especímenes más ágiles— los números de ballenas asesinadas se multiplicó exponencialmente. Esta sobre explotación de los cetáceos es la preocupación de Herman Melville en el capítulo 105 de Moby Dick, «Does the Whale’s Magnitude Diminish?—Will He Perish?». De hecho, el personaje principal de la novela, Ishmael, comienza su aventura en el puerto de New Bedford, Massachusetts, una de las ciudades más ricas de Estados Unidos a mediados del siglo XIX debido a la fructuosa caza de ballenas. Después de explicar la anatomía de los fósiles de ballenas, Ishmael se pregunta si las ballenas contemporáneas, aunque más grandes que las de períodos geológicos anteriores, se están degenerando. Su conclusión es, luego de debatir las aseveraciones de Plinio, que no es el caso, pero lo que le preocupa es lo siguiente: si las ballenas van a sobrevivir la incansable cacería a la que la someten los hombres —trece mil ballenas anualmente tan sólo en manos de estadounidenses, dice Ishmael— o les va a pasar lo mismo que al búfalo de las praderas norteamericanas, desaparecer. Si el poco avistamiento de ellas —las cacerías se prolongaban meses— se debe a la lenta extinción del cachalote. Su conclusión, de acuerdo con la lógica de la cornucopia divina, es que no: la naturaleza prohíbe tal consecuencia. Melville pone de ejemplo los elefantes, quienes han sufrido una persecución implacable desde tiempos antiguos y aun así rondan en el planeta. Concluye el narrador:

Por tanto, debido a estos casos, consideramos a la ballena como inmortal en cuanto especie, aunque perecedera en su individualidad. Nadaba por los océanos antes que los continentes emergieran a la superficie; nadaba antaño sobre la sede actual de las Tullerías, del castillo de Windsor y del Kremlin. Durante el diluvio, despreció el Arca de Noé, y si alguna vez el mundo ha de inundarse otra vez, como los Países Bajos hicieron para exterminar las ratas, la eterna ballena sobrevivirá y, alzándose sobre el pináculo de la inundación en el Ecuador, disparará a los cielos el chorro de su espumoso desafío.

Para Melville, la posibilidad de la extinción de una especie es increíble; cree en la de un individuo, mas su raciocinio es incapaz de procesar la total desaparición de todo un grupo de seres vivos a pesar de que, como él mismo señala, la cacería de ballenas era implacable y alcanzaba, para su época, casi todos los rincones de los océanos. En 1860 las ballenas más fáciles de cazar, el cachalote y la ballena franca —llamada así precisamente por su facilidad para matarla—, habían casi desaparecido. La ballena era un eslabón más en la gran cadena de los seres, una naturaleza barata puesta en el mundo por Dios para el beneficio de los hombres. A pesar de la ingenuidad de Melville, su preocupación era menos equivocada que sus conclusiones, pues para ese mismo año —su novela se publicó una década antes— el capitán Ahab representa precisamente esa ambición: su obsesión por cazar el gran Leviatán —Moby Dick— no es sino la necesidad de subyugar a la Naturaleza al poderío del homo oeconomicus. Y, de la misma manera que aquel debate coincidió con el capitalismo imperial, tampoco es una casualidad que hoy, que se vive la que es conocida la Sexta Extinción, se cuestione el sistema económico global.

Desde 1970, año en que se globalizó el capitalismo neoliberal, ha desaparecido 60% de las fauna terrestre, entre mamíferos, aves, peces y reptiles, según el reporte de 2018 del Fondo Mundial para la Naturaleza. Mike Barret, uno de los directores de la organización, lo describe así: «Si hubiera una disminución del 60% en la población humana, eso sería equivalente a vaciar América del Norte, América del Sur, África, Europa, China y Oceanía. Esa es la escala de lo que hemos hecho». Los animales de agua dulce son los más afectados con un rango de extinción de hasta 83%, mientras que los vertebrados de 60%, y las regiones más afectadas son las de Centro y Sudamérica. Si el calentamiento global es contenido al menos un mínimo de 1.2 o 2.0 grados centígrados, aún así se perderían entre 22% y 30% de las especies en el planeta; y si, en el peor de los casos, llega a un máximo de 3 y 4 grados, entonces la cantidad podría ascender a entre 38% y 52% de la pérdida de especies.

Lo que acontece supera toda expectativa, pues lo que está en juego ya no es la posibilidad de la extinción de una especie, sino tal total debacle de toda la scala naturae.

El capitaloceno

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