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1883

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Para hablar de la relación entre extinción y sociedad, es necesario volver a un punto ya presentado anteriormente, y que es el relato de la división entre naturaleza y sociedad narrado por Moore y Patel. Esta división es desde luego una visión eurocéntrica porque surge en un periodo decisivo en la historia del colonialismo y el surgimiento del capital que permitió, en primer lugar, la construcción de los enormes imperios español y portugués, y en segundo lugar, la esclavitud de nativo-americanos y africanos. El relato, también, se narra desde los europeos no porque hayan sido superiores —China en ese siglo era entonces mucho más rica y poderosa que cualquier nación europea— sino por una simple idea con la que pudieron refundar su interacción con el resto del mundo; a saber, la violenta escisión entre naturaleza y sociedad, entre los considerados meros recursos y los dueños de ellos. Para los autores mencionados, esta idea se comenzó a formar desde lo práctico —los viajes de exploración, la imposición de un sistema económico— hasta lo filosófico y religioso. Por ejemplo, una parte importante de la colonización de América fue el proyecto de evangelización ya fuera por medios pacíficos o bélicos. Recuérdese las palabras del jurista Hugo Grocio, neerlandés que vivió durante la guerra entre su país y el imperio español y la sorprendente expansión comercial por medios marítimos de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales en el siglo XVII. El pensamiento de Grocio justificaba, a través de sus ideas religiosas, la colonización de países africanos o americanos porque los pobladores de estos eran «bestias» para los que la piedad de Dios ya no tenía paciencia: «la más justa de las guerras», escribió en De iure belli ac pacis, «es la que se emprende contra las bestias rapaces, y luego le sigue la que es contra hombres que son como bestias». Los humanos no-europeos y paganos son colocados en el mismo nivel que los animales en la gran cadena de los seres. Esta «guerra justa» (bellum justum), como le llamó, producía algo elemental para el sistema económico incipiente, que eran los esclavos. Después de todo, justificándose en Aristóteles, Grocio dijo que «algunos hombres son esclavos naturales, es decir, creados para ser esclavos, y algunos países tan lo son debido a su temperamento que incluso ellos mismos saben mejor obedecer que comandar».

Otro filósofo europeo que aportó argumentos para la separación entre naturaleza y sociedad fue, como expliqué previamente, René Descartes. Según Moore y Patel, a él le debemos dos conceptos de la ecología capitalista al separar la mente del cuerpo y categorizar el mundo entre res cogitans y res extensa. La primera se refiere a los humanos pensantes, mientras que el resto de la realidad era la segunda parte. Pero no todos los humanos en el sistema cartesiano tenían la capacidad de pensar: los negros, los aborígenes, los indios, las mujeres y los animales no se distinguían de una piedra o una montaña a los que hay que estudiar, domeñar y manipular con la Razón. No es de sorprender que, aunque francés, Descartes haya escrito el grueso de su obra, al igual que Grocio, en los Países Bajos cuando sus rutas comerciales abarcaban ya casi todo el hemisferio occidental, desde los bosques de Brasil y Polonia, los humedales de Rusia e Inglaterra, hasta las minas de los Andes y Suecia. Moore toma cuatro lecciones de Descartes que impactaron la realidad. La primera, dice, impuso orden ontológico en los entes o sustancias sobre las relaciones entre estos últimos; la segunda, relacionada con la anterior, es que forjó un binomio «esto o lo otro» en lugar de una dualidad, es decir Naturaleza y Sociedad en lugar de Sociedad en la Naturaleza. La tercera es la del control de la naturaleza con un propósito específico a través de un método científico; la cuarta y última es la hegemonía del sentido visual, el órgano del ojo, u ocularcentrismo, como único sentido con el que se explica el mundo.

La misma idea cartesiana sería retomada, ahora en el contexto inglés, por Francis Bacon, para quien la ciencia era el método de extracción de los secretos de la naturaleza. Pero Bacon, señalan los autores, añade otro elemento a la concepción de la naturaleza, que es su característica femenina: la ciencia —el hombre— debe escarbar, abrir, explorar, penetrar, diseccionar «el útero de la naturaleza» para poder entenderla, explotarla, dominarla. El sometimiento de la mujer es fundamental para el capital desde el momento en que, de su trabajo doméstico y su control natal, se extrae una plusvalía y se impone un orden social. Tampoco es casualidad, tal y como Descartes, que Bacon haya formulado su pensamiento durante el comienzo de la minería de carbón, es decir una actividad laboral que ejerce una violencia evidente sobre la tierra: la abre, escarba su interior, la dinamita y extrae un recurso explotable, en este caso el carbón durante el reinado de Elizabeth I, de quien fue consejero oficial. Para Merchant, entre 1500 y 1700 la «naturaleza viva y animada murió, mientras que el muerto e inánime dinero fue dotado de vida» por un pensamiento llamado racional fundado por Descartes, Bacon, Harvey y Newton, quienes sentaron las bases de la Revolución Científica en los siglos XVI y XVII y sus contribuciones propulsaron las innovaciones tecnológicas que, en última instancia, comenzaron a tener un impacto ecológico.

De esta forma, la naturaleza, el mundo, la res extensa, quedó conformada como un ente pasivo, vulnerable de ser dominado, y puramente femenino para la mirada masculina eurocéntrica. Esta transición ontológica de la naturaleza como un ente vivo, animado e íntimamente inherente a lo humano a una materia inerte fue necesaria para que el capitalismo emergiera. Jason Hickel asevera que una vez que la naturaleza fue convertida en un objeto «se pudo hacer todo con ella: cualquier restricción ética para la posesión y la extracción que restaba contra la posesión y la extracción había sido removida, para el deleite del capital. La tierra se volvió propiedad, los seres vivos se volvieron cosas y los ecosistemas, recursos». Estas características de la nueva naturaleza como mero recurso, continúan Moore y Patel, permitieron concebir el espacio como mensurable, calculable, mapeado para ciertos propósitos; en suma, para su valoración económica. «El mapa moderno no simplemente describía el mundo, sino que era una tecnología de conquista», aseveran los autores —más adelante detallo este importante factor—. Las palabras del teólogo, científico y naturalista William Derham en su obra Physico-Theology (1713) resumen todo este periodo: «Podemos, si es necesario, saquear el mundo entero, penetrar en las entrañas de la Tierra, descender hasta el fondo de las profundidades y viajar hasta las regiones más lejanas del planeta para hacernos de riqueza» (cursivas mías).

La errónea teoría de Buffon añadió a aquel tinglado filosófico un aire de cientificidad al argumentar que los americanos eran desiguales a los europeos debido a la determinación ambiental. Un filósofo que siguió este hilo de pensamiento, señala el historiador Shawn William Miller en su An Environmental History of Latin America, fue Gottfried Wilhem Leibniz: según él, los humanos descienden del mismo origen biológico, pero las variaciones ambientales y climáticas en el planeta son las que dan forma a cada uno de los grupos humanos. Una persona progresa no a pesar de sus limitaciones raciales sino por las del medio ambiente en que se desenvuelve. Así, hay ambientes más benignos que otros. Los europeos, para Leibniz, gozaban de ese beneplácito: eran blancos —creía que los primeros humanos lo eran— y sus rasgos físicos eran refinados y bonitos, mientras que los habitantes de los trópicos, al vivir en tal tempestivo ambiente, se habían degradado. Por esto tienen piel oscura y sus capacidades física y mental eran menores. Fue esta la razón por la que los nativos de América y África, en la visión eurocéntrica, no fueron capaces de construir civilizaciones similares a la europea. Otro ejemplo que recuerda Miller es el del barón de Montesquieu, quien en El espíritu de las leyes (1748) lo deja muy en claro cuando dice que «en el norte se encuentra gente con menos vicios, más virtudes y mucho más sinceridad y honestidad». La gente del sur, por el contrario, «se aleja de la moralidad» porque las pasiones en esa región se alebrestan y por tanto hay más crimen. Haciendo eco de las palabras de su connacional Buffon, Montesquieu remata: «El calor del ambiente puede ser tan excesivo que el cuerpo se debilita y esta postración contamina el espíritu; no hay curiosidad, nobleza del emprendimiento, ni sentimiento de generosidad; todos los deseos se marchitan».

Por último, otro filósofo determinante en la separación entre naturaleza y sociedad y entre civilizados y salvajes fue John Locke, quien además aprendió mucho de Grocio al decir en Two Treatises of Government que los cautivos de guerra pierden sus libertades y pasan a ser sujetos del dominio absoluto y arbitrario de sus nuevos amos. De hecho, la filosofía de la privatización liberal —volveré sobre esto en otro apartado— tiene sus pilares en Locke. Aunque no el único ni el primero, sí fue el más representativo de la nueva ideología debido a que su concepción de la propiedad privada era una diatriba contra las tierras comunales del antiguo régimen: su pensamiento estaba encarnado en las nuevas prácticas de los señores capitalistas. Locke dedica todo un capítulo al concepto de propiedad privada en su Second Treatise of Government en el que declara que, si bien Dios dio el mundo a todos los hombres, hay dos excepciones a esta regla: su persona y su trabajo; es decir, el cuerpo de una persona y la actividad laboral que ésta ejerce para garantizar su subsistencia. La mezcla de estos dos elementos tiene la capacidad de alterar la naturaleza o de mejorarla para proveer al hombre de una ganancia (profit). La naturaleza en sí misma, insiste Locke, no tiene un valor a menos que se ejecute sobre ella una labor, pero no se trata de un valor de uso sino de cambio, de comercio: el señor capitalista no trabaja una tierra para extraer de ella una substancia vital sino para ofertarla en el mercado y así obtener una ganancia. En el fondo, esta sería la ideología detrás de la colonización de América del norte por parte de los ingleses y que fue muy distinta a la de los españoles y portugueses en el resto del continente. Locke incluso critica a esos señores católicos y aristócratas que sólo viven para cobrar rentas y no para mejorar la tierra; hay que recordar el profundo desprecio que tenía contra los irlandeses.

Según Locke, una parcela en América que no se trabaja es una parcela inerte, sin beneficio para nadie, y por esto mismo menos valiosa que una parcela inglesa; si los indios no la trabajan, entonces no tienen ningún derecho sobre ella. Hay un pasaje en el que llega a aseverar que los indios de hecho habitaban «tierras sin dueño», vacuis locis, lugares vacíos. Pero si un hombre «civilizado» llega y la hace productiva entonces tiene el derecho de reclamarla como suya porque ha creado algo para el beneficio de la sociedad. Por esta razón el filósofo inglés incluso dice que es un pecado no lucrar con la tierra porque después de todo el trabajo era un mandato de Dios. Para Locke, lo importante es la productividad de la propiedad antes que la tierra como mera propiedad, o sea la primera es la condición de la otra; pero, al mismo tiempo, al establecer Locke estos nuevos términos de propiedad privada, justifica la expropiación, la colonización y el despojo de la tierra en las colonias americanas. Y esto no es todo: Locke, en otro pasaje de su Tratado, justifica aún otras cosas relativas, como la esclavitud y la explotación de los indios y negros. En un famoso fragmento que ha sido interpretado y disputado profusamente dice lo siguiente: «Así, la hierba que mi caballo ha rumiado, y el heno que mi criado a segado, y los minerales que yo he extraído de un lugar al que yo tenía un derecho compartido con los demás, se convierten en propiedad mía, sin que haya concesión o consentimiento de nadie. El trabajo que yo realicé sacando esos productos del estado en que se encontraban me ha establecido como propietario de ellos». Llama la atención que Locke, como se ha señalado bastante, designe como suyo el trabajo de su criado, es decir la mano de obra de un tercero que, se infiere, no es propietario de nada porque ha sido incapaz de transformar la naturaleza; sin embargo, hay un elemento que pasa inadvertido: no es sólo el criado, también el caballo.

El criado y el caballo son una propiedad: están en el mismo nivel de recursos naturales. Y lo son, se infiere, porque ambos han llevado a cabo una labor dentro de la cadena de producción de la cual el señor ha sacado una ganancia comercial. Si bien la explotación de un humano sobre otro humano, mediada por cuestión de estatus político o de origen étnico, hasta cierto se entiende en ese contexto, ¿cómo es que el caballo o los animales han pasado de ser, según el mismo Locke, creación de Dios para todos los humanos, a una propiedad? ¿Y por qué no hay diferencia entre animal y humano? Esta comparación implica dos cosas, una degradación de lo humano y una degradación de los animales: ambos son nivelados por el capitalismo. En cuanto a lo animal, reaparece en el mismo segundo capítulo de su Tratado, un poco más abajo, y pone tres ejemplos. El ciervo, los peces y la liebre pasan de un estado natural a ser propiedad privada, una vez muertos, del cazador que invirtió tiempo, paciencia e incluso destreza en cazarlos. De la misma manera que la tierra, los animales no tienen individualidad, sino que están ahí, son naturaleza común que Dios ha puesto a disposición de todos, como frutos o minerales, para ser recogidos o cazados por aquel que quiera adjudicarlos como suyos, siempre y cuando se obtenga un beneficio. Pero, lo importante no son los frutos ni los animales, advierte Locke, sino la tierra misma, porque como todo se sostiene en la tierra, los animales y los frutos, por descontado, pasan a ser propiedad del señor. Y, si la tierra debe mejorarse para generar una ganancia, la explotación de los animales es corolario del Capitaloceno, por lo que su situación es doblemente una tragedia: el mejoramiento del medio ambiente para ser productivo implica la destrucción de su hábitat y, al mismo tiempo, al ser ellos parte integral de la tierra, su destrucción es inminente, siempre y cuando no se descubra una manera de ponerlos a trabajar o comerciarlos, vivos o muertos, enteros o por pedazos.

Las implicaciones de esta valoración para lo humano radican en la cuestión racial y de clase social desde el momento en que Locke en realidad no se refiere a los humanos en general, sino a algunos en específico: los obreros, es decir los desposeídos de tierra, y los que no saben sacar una plusvalía de ella, en este caso los pueblos americanos y africanos. Ellos, al ser puestos en el mismo escaño de los recursos naturales, son dispensables. Con esta idea Locke se apega a lo que señalan Moore y Patel acerca de la fundación de lo social y civilizador de los inicios del colonialismo. De hecho, las plantaciones de azúcar trabajadas por mano esclava estaban fundadas en la misma lógica lockeana, como bien demuestra Gilberto Freyre en su estudio sobre los impactos socioambientales de la caña de azúcar en el Nordeste brasileño: «el aliado más fiel del esclavo africano en el trabajo agrícola, en su rutina diaria de la plantación y en la misma industria del azúcar, fue el buey: fueron estos dos, el negro y el buey, los que fundaron la base de la economía azucarera».

A partir del siglo XV se empezó a usar el término «natural» para referirse a los habitantes de América porque se encontraban en un estado natural opuesto a la sociedad civilizada representada por Europa. Con esta división, los originarios de otros territorios continentales fueron excluidos de la sociedad porque eran naturales, eran parte del paisaje de la misma manera que lo es un árbol para talar madera o un zorro para extraerle la piel: «los naturales» se consideraban meras herramientas, como el labrador y el caballo de Locke, para extraer una ganancia a través de su trabajo, sea este por salario o por esclavitud. Esta idea aparece desde Cristóbal Colón, quien no confirió a los nativos de América la calidad de humanos —hacerlo habría sido perjudicial para su empresa—, sino simples súbditos, humanos incompletos —seis cabezas de hombre, seis de mujer—, partes esenciales del paisaje —hay que recordar el viaje de regresó en el que intentó llevar muestras de animales, plantas e indios a España—, o potenciales esclavos para generar riqueza para el rey. Su mirada sólo ve un interés económico y esta mirada no cambió mucho a lo largo de los siglos; compárese la impresión de Churchill en 1908 durante un tour por África, cuando observó con asombro cómo las aguas del Lago Victoria descendían por las cascadas Owen hacia el río Nilo: «Cuánta energía desperdiciada […] tal palanca para controlar las fuerzas naturales de África no domesticadas no puede sino irritar y estimular la imaginación. Y qué divertido sería hacer que el inmemorial Nilo comience su viaje sumergiéndose en una turbina».

Hernán Cortés, comenta Todorov, veía a los nativos de la misma manera: eran sujetos no en el sentido humano, sino de sumisión, sujetos del rey: «No hay duda que para que los naturales obedezcan los reales mandatos V.M. y sirvan en lo que se les mandare», dice Cortés en una de sus cartas. Asimismo, los consideraba sujetos de estudio y uso para la generación de riqueza: eran obreros, artesanos e incluso juglares a los cuales el conquistador admiraba, pero esta admiración e incluso fascinación que causaba la maestría de los arquitectos, médicos y artistas nativos no fue suficiente para elevarlos a la igualdad con los europeos. En la Nueva España esta idea fue agotada en el debate — llamado «polémica de los naturales»— entre las autoridades eclesiásticas para resolver el problema de la humanidad de los indios. De un lado estaba Juan Ginés de Sepúlveda, quien pensaba que los indios no eran capaces de absolver su salvajismo porque no tenían alma y por tanto era derecho de los españoles continuar su esclavitud y explotación; del otro lado estaba Bartolomé de las Casas, quien creía todo lo contrario. El debate no resolvió nada, pero sí sentó las bases para las «nuevas leyes» que prohibían la esclavitud de los indígenas. Esta práctica, sin embargo, continuó, pero de otra manera: había que organizar una nueva forma de extracción de riqueza, sobre todo cuando se descubrieron las ricas minas de plata en el norte de México y en Potosí. Esa organización social de la Nueva España fue la sociedad de castas, la cual fue no sólo una jerarquización racial sino también económica, afirman Moore y Patel, porque por medio de la etnicidad y el color de piel se tenía acceso a los privilegios y derechos como la ciudadanía, los impuestos, el trabajo e incluso la cercanía con Dios. Algunas vidas, dicen los autores, valían menos que otras. Todo esto incluso tiene una raíz teológica que se rastrea hasta las ideas de Linneaus presentadas con anterioridad; es decir, los indígenas habían subido en la scala naturae un par de escalones, pero aún estaban muy abajo de los europeos.

Esta nueva racionalidad fue adoptada, más tarde, por los nuevos filósofos liberales y capitalistas. Locke, en su famoso fragmento, a final de cuentas está proponiendo la misma cosa con diferentes palabras porque en última instancia está fracturando las relaciones entre naturaleza, animales y humanos, incluida la relación entre humanos y otros humanos, porque el sistema económico demanda la mutación de un grupo de ellos en un mero recurso o en máquina de producción de riqueza. Como lo demostró Walter Johnson en su estudio sobre la esclavitud en las plantaciones de algodón de Estados Unidos, los negros eran catalogados como meras mercancías o herramientas cuyo precio radicaba en la especulación sobre su extracción laboral. «Los reportes formalizaron un sistema de clasificación de esclavos —Hombres extraordinarios, hombres número 1, hombres de segunda categoría u ordinarios, niñas extraordinarias, niñas número 1, de segunda categoría u ordinarias, etc.— que permitieron reducir las diferencias físicas entre todos los cuerpos humanos en una escala comparativa simplista basada, según ellos [los esclavistas], en el precio de una persona en el mercado». Originado durante el comercio esclavista transatlántico, la cotización partía de una medida estándar o unidad de valor: hombre, 30 a 35 años, altura de entre 1.50 y 1.80 metros. Esta métrica corporal se trasladaba en una fuerza de trabajo, no necesariamente en un individuo, y aquellos que no satisfacían la expectativa física, o sea mujeres o niños, eran partes de una pieza entera, es decir no eran ni siquiera considerados una persona completa. Lo que interesaba era el resultado de su trabajo, la productividad antes que la humanidad. Era una racialización: una razón, una cuantificación racial, basada en la mera acumulación de riqueza.

En el imaginario europeo blanco esta concepción, que persiste aún hoy día con el surgimiento de movimientos sociales y partidos políticos nacionalistas en el Norte Global, alcanzó un nivel extremo cuando la idea de extinción comenzó a aceptarse. Una vez conscientes de que era posible y de que la selección natural era manipulable, los habitantes europeos del nuevo mundo se dieron a la tarea de eliminar aquellos animales que atentaban contra sus intereses económicos, aquellos que arruinaban los sembradíos o bien se alimentaban de otros animales explotados para su consumo o venta. Fue así como comenzó en el siglo XIX una campaña incesante por extinguir adredemente a los depredadores. Asimismo, la consciencia de la extinción produjo una nueva ansiedad que empezó a anidarse en la mentalidad de los norteamericanos blancos, que fue el miedo a la extinción racial. Esta ansiedad se manifestó en varias teorías y prácticas sobre la relación entre raza y extinción, entre evolución y adaptación humana al medio ambiente, que fueron inspiradas por las propuestas sobre la herencia genética de Jean-Baptiste Lamarck, las cuales tuvieron sus peores efectos cuando se intentaron aplicar en la extinción, también planificada, de los pueblos originarios de Norteamérica y en la preservación de la raza blanca. Básicamente, se crearon categorías para catalogar en términos de raza a los diferentes grupos étnicos: de mejores a peores, biológicamente superiores e inferiores, y entre aquellas que resistían los cambios no sólo del medio ambiente, ahora también de la modernidad industrial. Tristemente, los paladines de este lamarckismo fueron los primeros conservacionistas del continente, según Miles A. Powell, especialista en temas de raza y conservacionismo estadounidense.

El debate se dividió entre monogenistas, que creían en la existencia de una sola raza uniforme creada por Dios y que reconocían diferencias entre ellas producidas por las variaciones climáticas, pero que atribuían la superioridad a la raza adámica blanca, y los poligenistas que aceptaban la creación de varias razas independientes una de otra con diferencias biológicas evidentes, pero que, al igual que los monogenistas, colocaban a la raza blanca por encima de las demás. Esta coincidencia entre ambas teorías sólo lleva a pensar que la ciencia de la época en realidad no se diferenciaba mucho de las ideas religiosas sobre la creación desde el momento en que se aceptaba como verdad una jerarquía natural muy similar a la de la scala naturae, sólo que esta vez en lugar de tratarse de todos los seres vivos e inertes se aplicó en lo racial; por ejemplo, las «razas inferiores» comenzaron a pensarse en los mismos términos que los animales tanto en domesticación y asimilación. Un médico muy popular en el siglo XIX estadounidense, Charles Caldwell, escribió lo siguiente: «Cuando el lobo, el búfalo y la pantera sean completamente domesticados, de la misma manera que el perro, la vaca y los gatos, entonces, tal vez, esperemos que el indio de pura sangre también se civilice, al igual que el hombre blanco».

Para este lamarckismo, unido al discurso religioso, el Nuevo Mundo fue la tierra prometida que Dios les dio para transformarla, para hacerla productiva e industriosa, y al lograrlo se complacía un mandato divino. Domesticar, o en su caso, extinguir cualquier obstáculo para ese destino fue primordial para el modo de vida de los blancos —su trabajo, su economía— porque en ello se jugaba la trascendencia misma ante los ojos de Dios. Los nativos americanos, se pensaba, eran incapaces de adaptarse al Edén de la civilización anglosajona porque por un lado no sacaban provecho de sus tierras y, por otro lado, no querían integrarse al ritmo de la vida moderna creada por los blancos. Ante este dilema no había más que un solo destino para ellos: la extinción. Lo mismo se proponía tanto para los de raza negra —una vez liberados de su esclavitud, los consideraban ineptos para adaptarse a las exigencias de la vida industrial— como para los chinos que se asentaron en California para trabajar en la construcción de ferrovías; ambos eran, de alguna u otra manera, «biológicamente inferiores» al hombre blanco. Tanta era la preocupación por la mezcla interracial que para evitar que los jóvenes blancos, clientes asiduos a los numerosos lupanares chinos, varios grupos políticos ayudaron a pasar la primera ley antiinmigrante en la historia de Estados Unidos en 1882, la llamada «Chinese Exclusion Act».

Este debate, hay que recordar, surgió precisamente durante el expansionismo anglosajón hacia el oeste y la cruenta lucha armada contra los pueblos nativos. Ante la victoria y derrota entre ambos bandos, los blancos se dieron cuenta de que la única manera de deshacerse del enemigo era aniquilando su forma de subsistencia, la cual se encarnaba en la figura del bisonte. El General George W. Morgan, un hombre curtido en las principales guerras de Estados Unidos durante casi todo el siglo XIX, llegó a la conclusión de que ambos, nativos y bisontes, debían perecer ante los soplos del progreso: «los indios se desvanecerán como la yerba del búfalo o las bayas del antílope» y en su lugar florecerán «el trébol, la hierba timotea, las manzanas y las peras, el trigo y el maíz, la vaca y el caballo, y el conquistador supremo, el dominador hombre blanco predestinado ocupará sus campos [de los nativos], y entonces la civilización enarbolará sus templos religiosos y científicos entre las tumbas de esas personas que vivían sin propósito y que murieron sin historia».

La consumación de estas ideas se resumiría en el concepto de eugenesia, usado por primera vez en 1883 por el naturalista Francis Galton al referirse a la reproducción selectiva de humanos para el mejoramiento de la especie. Utilizado primero por los naturalistas decimonónicos para preservar la flora y fauna nativa del continente, el concepto tenía como finalidad la cría de especies animales más productivas y cultivos más resistentes. La obsesión por acelerar la productividad de la naturaleza se afianzó con la creación de la Eugenic Committee of the American Breeders Association, lo que institucionalizó la idea original de Locke sobre el mejoramiento de la tierra. Igualmente, las repercusiones sociales de la eugenesia fueron determinantes en las incipientes políticas de migración hacia Estados Unidos y de segregación dentro del país. Su finalidad era preservar la pureza de la raza blanca nórdica y evitar su mezcla con otras etnias, algunas de ellas blancas como la irlandesa, italiana y del resto de la Europa sureña. Asimismo, la eugenesia fue un placebo para contrarrestar otras características de la extinción ligada a la migración, la feminización de los hombres y la formación de una raza superior. Sobre todo, surgió una paranoia por la decadencia de la vida bajo las comodidades del progreso urbano cuando la neurastenia se convirtió en una epidemia que atacaba en especial a los jóvenes citadinos que, bajo las nuevas presiones económicas y laborales, caían víctimas de agotamiento y depresión. Para finales del siglo XIX, gran parte de la sociedad estadounidense vivía en centros urbanos y trabajaba en sectores de la industria, lo que sometió a la población a nuevas exigencias biológicas que repercutían en su salud. En esa época la neurastenia ya era una obsesión entre los educadores y conservacionistas debido al aumento de casos entre los jóvenes varones, y la causa, según ellos, era la vida urbana que había afeminado a los hombres que antes trabajaban al aire libre, construían trenes, casas y caminos, y por ello los recién venidos migrantes estaban superando en número a los nórdicos. La política de inmigración se fortaleció, sobre todo, durante esas décadas. Si se atienden las estadísticas, antes de 1883, señala Powell, los principales grupos migrantes hacia Estados Unidos provenían de países como Bélgica, Dinamarca, Inglaterra, Francia, Alemania, Irlanda, Países Bajos, Noruega, Escocia, Suecia, Suiza y Gales. Pero entre los años 1883 y 1907 la migración masiva proveniente de Hungría, Bulgaria, Grecia, Italia, Polonia, Portugal, Rusia, Serbia, España, Siria y Turquía comprendía el 80% de los migrantes europeos, es decir, en poco tiempo los nuevos migrantes comenzaron a superar en número a los viejos europeos nórdicos.

Como es de esperarse, esta tendencia comenzó a generar una ansiedad de extinción entre los primeros colonizadores americanos, al grado de que varios pioneros del conservadurismo culparon a grupos étnicos de ser una amenaza para las especies que ellos intentaban preservar. Entre los naturalistas de la época se encontraba William Temple Hornaday, el primer director del Zoológico de Nueva York y autor de varios libros de peso en el campo de la conservación natural en el continente americano, entre ellos The Extermination of the American Bison (1887). Para Hornaday, los italianos, sobre todo, eran una amenaza para la fauna americana: «son una especie de mangosta humana cuando se trata de fauna y flora. Denle un poco de poder y rápidamente exterminará toda forma de vida animal con plumas o pelo […] En el norte, los italianos se pelean por el privilegio de comer cualquier animal emplumado», escribió Hornaday, mientras que en «el sur, los negros y blancos pobres están matando a todas las aves cantoras […] para alimentos».

No lejos de estas aseveraciones se encontraban las palabras de otros colegas de Hornaday, entre ellos Henry Fairfield Osborn, Madison Grant e incluso Theodore Roosevelt; todos ellos, explica Powell, desarrollaron una ciencia de la conservación que sólo se puede entender en términos de raza y género. Incluso bien avanzado el siglo XX, estas opiniones eran comunes en la nueva generación de conservacionistas, como la de Harold J. Coolidge, encargado de trabajar en Latinoamérica promoviendo la conservación y protección de animales. Ante la falta de voluntad de gobiernos latinoamericanos para cooperar con su proyecto, Coolidge le escribió a su colega Julian Huxley: «Tal vez en unos cuantos años las cosas vayan a cambiar y, si las conferencias son exitosas, nuestros vecinos latinoamericanos abran los ojos. A mi parecer, es más probable que adopten la conservación por una moda y no como un beneficio para ellos mismos. En muchas maneras son iguales a los chinos, quienes tienen poca consideración por la vida humana y aún menos por la de los animales y aves». Esto, mientras su país y Europa sometían a una explotación inédita en la historia del planeta a las demás naciones americanas, africanas y asiáticas.

La ecología como ciencia, en suma, no se puede explicar sin sus implicaciones racistas y con esto no me refiero a sus meras raíces, sino a sus aplicaciones más contemporáneas. Ernst Haeckel, quien acuñó el concepto de ecología, creía en la eugenesia, en la supremacía racial nórdica y fue un reacio opositor al mestizaje racial. En su tierra natal, Alemania, las mismas ideas que circulaban en Estados Unidos a finales del siglo XIX eran muy populares y se materializaron incluso en instituciones como las Wandervögel —traducido como «pájaros errantes» o «pájaros excursionistas»—, que consistían en clubs de excursión al campo para escapar de las urbes y entrar en contacto con el pasado agrario alemán. Las Juventudes Hitlerianas copiaron mucho de Wandervögel, como los uniformes y su disciplina castrense. Otro seguidor de Haeckel fue el geógrafo Friedrich Ratzel —volveré a él más tarde—, quien acuñó un concepto también influyente en la ideología nazi, Lebensraum —espacio vital—, y que justificó la expansión de la raza aria en Europa para expandir las fronteras de recursos que ayudarían a construir la utopía aria.

Otros dos conceptos surgidos del lado oscuro de la ecología son holismo y superorganismo, mismos que surgieron como una manera de clasificar la naturaleza y luego a la sociedad. El botánico estadounidense Frederic Clements, a principios del siglo pasado, comenzó a pensar la vegetación como una «comunidad biótica» compleja cuyos procesos evolutivos eran coordinados y armoniosos, es decir se movían de la misma forma que las manecillas de un reloj son impulsadas por un mecanismo candente y constante: los órganos trabajan al unísono dentro de un gran organismo, pero ninguno domina a otro, sino que ambos son codependientes. Esta idea haría resonancia en Sudáfrica durante pleno Apartheid. Ahí un grupo de ecólogos liderados por Jan Christian Smuts, general y primer ministro de aquel país, implementó el holismo en la sociedad. En su libro Holism and Evolution (1926) Smuts argumentaba, alejándose del mecanismo de Clements, que «todos los organismos sienten la fuerza y efecto modelador de su medio ambiente como un todo». Cada organismo se autorregula por sus propias leyes autorreflexivas, por lo que, si el todo se daña, una parte es capaz de sanar la herida, y este proceso es evolutivo, es decir se mejora con el tiempo. Los organismos pueden crear más organismos, unos más grandes que otros, más complejos, más perfectos. Dentro de ellos se establece una jerarquía en la que los organismos menos evolucionados tienen mayor dependencia de otros porque son incapaces de controlar su medio ambiente para satisfacer sus necesidades y sobrevivir, mientras que los más complejos y grandes gozan de mayor libertad; por tanto, no debían contaminarse uno con otro y, si acaso sucedía ello, era para que los últimos mejoraran a los primeros. No es difícil imaginar hacia dónde se dirigía Smut: los europeos, según sus conferencias dadas en Oxford en 1929, debían continuar su empresa colonialista en África para poder salvar a sus habitantes de la barbarie; el proceso será doloroso, admitió, pero a final de cuentas justo y benéfico para los africanos. Para poder controlar el proceso, Smut acuñó el término apartheid en 1917 —casi al mismo tiempo que acuñó holismo, refieren Foster y colegas—, porque «no podemos permitir la mezcla de razas porque esto significa la degradación de la superioridad racial y cultural». Abogaba por una «gran aristocracia de raza blanca» y durante su administración como primer ministro de Sudáfrica no dudó en defender los valores liberales del mercado por encima de la dignidad de las minorías. Los miembros de sindicatos de trabajadores eran fuertemente reprimidos, asesinados y bombardeados por Smut; a veces los expulsaba del país o impedía que entraran. Aunque como hombre de ciencia entendía la importancia de África en la historia de la evolución humana, consideraba a los africanos contemporáneos como niños inmaduros, estancados en un tiempo arcaico del cual no podían escapar. Su cultura, su religión, su literatura, su arquitectura eran inferiores. «Estos niños de la naturaleza», escribió, «no cuentan con la tenacidad y persistencia inherentes de los europeos, tampoco con los incentivos morales y sociales para el progreso que han construido la civilización europea en un periodo de tiempo comparativamente corto» y por tanto «era claro que una raza tan peculiar, tan diferente de mentalidad y de cultura de las de los europeos, demandaba una política mucho muy diferente a la de los europeos». O sea, el Apartheid.

Los versos del controversial poeta sudafricano Roy Campbell, esposo de Mary Margaret Garman, una de las hermanas asiduas del grupo de Bloomsbury y amante de Vita Sackville-West, quien a su vez mantenía una relación sentimental con Virginia Woolf, describen a la perfección el legado de Smut, los orígenes de la ecología y sus aspectos racistas.

El amor por la Naturaleza que ardía en su corazón

Nos lo ofrece el nuevo San Francisco en su libro—

El Santo que alimentó a las aves en Bondelswart

Y engordó a los buitres en Bull Hoek.

El capitaloceno

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