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1450-1750

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El autor que propuso, y ha defendido, el término de Capitaloceno —aunque no fue el primero en acuñar la palabra y el crédito se le da a Andreas Malm— para referirse a este nuevo supuesto periodo geológico es Jason W. Moore. Historiador de vena marxista y bradueliana, en su sucinta obra comprendida por un par de libros —hasta ahora— y una serie de artículos esparcidos en revistas académicas, Moore ha saltado a la discusión pública recientemente y, con ello, ha promovido una perspectiva diferente del problema climático en los medios masivos. Moore pertenece a una generación de pensadores que entran en la categoría de lo que Emmet y Nye llaman «nuevo materialismo» que se diferencia del clásico materialismo marxista por concebir los objetos no como una materialización de las relaciones sociales, sino como actantes de una cadena de relaciones tanto humanas como no-humanas. Algunos exponentes de esta generación podrían ser Donna Haraway, Timothy Morton y Anna Tsing. Por esto, entender el pensamiento de Moore resulta idóneo para explicar en qué consiste cada uno de los relatos de este libro.

Para empezar, como historiador, Moore pone mayor atención no a una fecha específica del inicio del Capitaloceno, sino a los procesos históricos que se desarrollaron en los últimos cinco siglos de Occidente y que contribuyeron a la crisis climática del presente. De ahí que Moore se apegue a la escuela francesa de los Annales, sobre todo al concepto de larga duración (longue durée) popularizado por Fernand Braudel. De esta forma, las bases políticas, sociales y económicas del Capitaloceno tuvieron lugar al principio de la modernidad europea o el largo siglo XVI, más o menos entre 1450 y 1640, para luego extenderse hasta la introducción de combustibles fósiles —sobre todo el carbón— en la industria inglesa a mitad del siglo XIX. Moore, sin embargo, propone su propio periodo que va de 1450 a 1750, «una era nueva de las relaciones humanas en el tejido de la vida (web of life): la Era del Capital cuyos epicentros fueron las sedes de los poderes imperiales y financieros y cuyos tentáculos se extendieron sobre los ecosistemas —¡incluidos los humanos!— desde el Báltico hasta Brasil, desde Escandinavia hasta el Sureste de Asia».

Fue en este periodo que surgieron los tres componentes fundamentales del Capitaloceno, según Moore. El primero es «la naturaleza barata», misma que comprende cuatro elementos definitorios en la formación del capitalismo: mano de obra —la esclavitud de poblaciones nativas en América, África y Asia—, energía —el carbón, la turba, madera—, comida —la producción de granos u otros cultivos como el azúcar, el primer monocultivo capitalista de la historia— y recursos naturales —oro, plata—. El segundo componente es el pensamiento dualista —a partir de Descartes— entre Naturaleza y Sociedad según el cual el hombre —blanco, europeo, liberal, rico— redujo a la primera a un mero objeto de estudio cuyos secretos son revelados por un proceso racional y técnico para así poder controlarla, modificarla y, de esa manera, ponerla a trabajar: «Para el materialismo de la modernidad temprana el punto no fue interpretar el mundo, sino controlarlo». Este marco cognitivo propuesto por Descartes se trata, dice Moore, de algo más que meros conceptos abstractos; es una materialidad y un pragmatismo que permitieron el surgimiento de una serie de innovaciones técnicas en la agricultura, la minería, incluso la formación de mapas que hicieron posible la aceleración de la acumulación primitiva —Marx— del capitalismo incipiente. Sobre todo, fue una abstracción que cobró corporalidad a partir de la época de los grandes descubrimientos de tierras y personas explotables.

El tercer componente es la técnica pues el largo siglo XVI fue marcado por grandes innovaciones tecnológicas en la agricultura —la revolución agrícola en Inglaterra—, la minería y la organización del trabajo —la esclavitud, la encomienda en México o la mita en las minas peruanas— que se alejan del relato que dice que el capitalismo y la alteración del clima global comienzan en la Revolución Industrial. Para Moore, esta última fue el resultado y no una causa, fue la culminación de un proceso que comenzó siglos atrás y que alcanzó una de sus cúspides en la Inglaterra industrial. Es fiel, hasta cierto punto, al dictado marxista del primer volumen de El Capital que dice que la aparición de la industria mecánica en la manufactura del siglo XIX fue la consumación del modo de producción moderno. Este modelo fue impulsado, como se verá más adelante, por el cambio de régimen energético que el historiador ambiental J. R. McNeill, en su historia ambiental del siglo XX, llamó «régimen exosomático», en contraste con el «régimen somático»; este último dependía de la energía biológica para la producción, como la fuerza humana, animal, o natural (río, viento), mientras que el exosomático ya no se fraguaba dentro de un cuerpo biológico sino en uno mineral: el carbón. A su vez, Ernest Mandel, en El capitalismo tardío, divide esta última etapa en tres periodos o revoluciones energéticas:

La producción maquinizada de los motores de vapor desde 1848; la producción maquinizada de los motores eléctricos y de combustión interna en la última década del siglo XIX; la producción maquinizada de los aparatos movidos por la energía nuclear y organizados electrónicamente desde la década de los años cuarenta en este siglo, representan las tres grandes revoluciones tecnológicas engendradas en el modo de producción capitalista desde la revolución industrial “original” a fines del siglo XVIII.

Algunos teóricos como el chileno Martín Arboleda en su libro Planetary Mining aseguran que ya hemos entrado en una cuarta revolución distinguida por la robótica, la biotecnología, la inteligencia artificial y los sistemas informáticos geoespaciales que permiten llevar la extracción de recursos a un grado de sofisticación milimétrico.

Estos tres componentes señalados por Moore —la idea de naturaleza barata, el pensamiento dualista y la técnica—fueron los que, en este largo siglo XVI, determinaron el crecimiento económico de Europa a una velocidad inédita pues en la medida que construía sus instituciones financieras y políticas iba abriendo nuevas fronteras coloniales en América, África y Asia, empezando en la isla Madera, epicentro de las primeras plantaciones de azúcar —Cristóbal Colón llegó a trabajar en la isla—, hasta el otro lado del Atlántico en las minas de los Andes peruanos, la costa azucarera de Brasil, hasta los bosques nórdicos. «Los progresos en cada uno de estos lugares», dice Moore, «dependieron de nueva maquinaria, nueva organización económica y, frecuentemente, nuevos sistemas de trabajo». Sin olvidar, por supuesto, el ascenso de nuevas instituciones financieras como los bancos —algunos de ellos financiaron las empresas españolas de exploración que les rindieron cuantiosos frutos cuando la plata americana cruzó el Atlántico para encallar en Venecia y Génova, y luego partir hacia China y la India— o las compañías comerciales como la neerlandesa o la inglesa que invirtieron tanto en mercancías como en los esclavos. La acumulación de poder económico de estas empresas e instituciones financieras creció exponencialmente en el largo siglo XVI. Moore pone como ejemplo a los Fugger, clan de comerciantes de textiles y luego banqueros que alcanzaron su apogeo económico con los préstamos que hacían a los reyes de España durante los años dorados de la plata americana. Gracias al flujo de ese mineral, los Fugger lograron invertir en otras empresas, como la metalurgia y la minería, lo que multiplicó sus ganancias por diez, sobrepasando las inversiones y ganancias de los Médici hasta en un 50%. Su imperio minero se expandió por toda Europa, desde Tirol, donde extraían plata, hasta Silesia, en donde sacaban oro; desde España por su mercurio hasta Hungría por cobre. Como apunta Eduardo Galeano, aunque la plata de América se registraba en Sevilla, «iba a parar a manos de los Fugger, poderosos banqueros que habían adelantado al Papa fondos necesarios para terminar la catedral de San Pedro, y otros grandes prestamistas de la época».

Después de este proceso, el relato de Moore salta a la segunda etapa del capitalismo en el largo siglo diecinueve, concepto atribuido al historiador británico Eric Hobsbawn que abarca desde 1789, con la Revolución Francesa, y termina en 1914, con la Primera Guerra Mundial. Este periodo Moore lo divide en dos partes: el primero a finales del siglo XVIII con la adopción del carbón, el motor de vapor y el algodón, la trinidad del capital industrial inglés; el segundo, a finales del XIX, con la llegada del petróleo, su consecuente industria petroquímica, la electricidad y los automóviles. Aunque Moore no ahonda mucho sobre este último largo siglo en su obra —una constante crítica de sus detractores—, se podría decir que coincide en muchos aspectos con las épocas delineadas por Bonneuil y Fressoz comentadas anteriormente. El periodo de la segunda mitad del siglo XX una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, conocido como la Gran Aceleración, es determinante, como expliqué en el anterior relato, porque implicó una devastación planetaria inédita en la historia de la humanidad.

Una idea controversial de la obra de Moore brota cuando se atiende a su principal tesis del capitalismo como un sistema que depende de elementos baratos para subsistir como un sistema económico. A partir de esto, se infiere que las cosas baratas, en algún momento, se van a terminar y al llegar a este punto el capitalismo podría llegar a su fin. Si a esto se añade el incremento de la temperatura, los escenarios cambian, aunque ninguno es más feliz que otro. En el peor de los casos, un aumento de temperatura global de 3.7 grados, cita David Wallace-Wells en The Uninhabitable Earth, tendría un costo de 551 billones de dólares en daños; pero hay un pequeño detalle: la totalidad de la riqueza global apenas rebasa los 300 billones de dólares hasta 2019. Peor noticia aún: si la tendencia no cambia, es muy probable que la temperatura aumente hasta 4 grados centígrados. Ante tal dantesco escenario, es improbable que el capitalismo sobreviva y, si lo hace, se instaurará un régimen político extremo así como han emergido, con el surgimiento de la crisis climática, movimientos de extrema derecha cuyas banderas son el racismo y la antimigración. Así, tenemos dos probables finales: o se instauran regímenes ecofascistas o se aniquila de una vez por todas el actual sistema económico para dar comienzo a otra cosa. La moneda está en el aire.

Una vez trazadas las diferencias entre el Antropoceno y la teoría de Moore del Capitaloceno, no podría dejar de lado puntos de vista opuestos. Dentro del humanismo y filosofía ambientales contemporáneos hay detractores del Capitaloceno por considerarlo demasiado humanista y poco apegado a la ciencia. Por un lado, están los historiadores y teóricos marxistas asociados a la revista Monthly Review. Entre ellos se encuentra el editor de esa publicación, John Bellamy Foster, profesor de sociología y autor de varios libros sobre ecología y marxismo, el más incisivo siendo The Ecological Rift: Capitalism’s War on Earth (2010), coescrito con Brett Clark y Richard York. Junto a Foster se han unido otras voces relevantes como las de Ian Angus, autor de Facing the Anthropocene: Fossil Capitalism and the Crisis of the Earth System (2016), también editor de la revista digital Capitalism and Climate, un bastión del que han surgido varias críticas a Moore. Otro crítico, aunque un tanto superficial, es el mismo Andreas Malm, sobre todo en el capítulo seis de The Progress of This Storm (2018). Ahí Malm rechaza los juegos lingüísticos de Moore y su abuso de infijos para desbaratar las ideas cartesianas. Sin embargo, Malm realmente no discute a fondo la compleja lectura histórica de Moore; por ejemplo, no comparte la idea de que Descartes sea el fundador de las ideas fundacionales del Capitaloceno. En vez de él, propone, siguiendo a Carolyn Merchant en su libro The Death of Nature, a Francis Bacon debido a su cercanía con el sistema capitalista de la época, pasando por alto, no obstante, que tanto Bacon como Descartes escribieron en el mismo contexto histórico. A grandes rasgos, la diferencia entre Moore y el grupo de Bellamy Foster radica no en una cuestión de interpretaciones sino de conclusiones, no en cuestiones de causas sino de soluciones; esto, claro, con sus respectivas características propias. Coinciden en que la crisis climática se debe a un sistema económico, el capitalismo, porque su dinámica de creación de riqueza es incompatible con los procesos biológicos de la Tierra, desde aquellos considerados naturales, como los recursos, hasta los humanos.

La ruptura comenzó con el desacuerdo que Moore expone en su libro Capitalism in the Web of Life (2015) sobre lo que él llama la «Aritmética Verde» (Green Arithmetic), formulada de la siguiente manera: Naturaleza + Sociedad. Esta suma, adoptada por los teóricos marxistas, de acuerdo a Moore, es cartesiana porque divide dos polos opuestos que en realidad son uno mismo. De ahí que se oponga al concepto de Foster «brecha metabólica» (metabolic rift) —explicado más adelante— y proponga el de «cambio metabólico» (metabolic shift). Como se ahondará más adelante, el capitalismo para Moore es una ecología, o sea una forma de administrar los procesos biológicos —en el que se incluyen ciertos humanos— para ponerlos a trabajar en pos de una acumulación de riqueza. A esta ecología el historiador la llama «ecología-mundo» y la cual, como vimos, sentó sus bases durante el largo siglo XVI.

El grupo de Monthly Review objeta esta lógica porque la considera laxa en términos científicos y sobre todo marxistas. La primera crítica que le hacen es que su análisis es corto: no va más allá del largo siglo XVI y, al detenerse en este punto, deja de lado las grandes transformaciones históricas de la sociedad capitalista a partir de la Revolución Industrial, la adopción del petróleo, la abolición de la esclavitud, etcétera. Al igual que Malm, le restriegan su terminología complicada, sus neologismos innecesarios y, más importante aún, su poca rigurosidad al interpretar la obra de Marx, lo cual conlleva al punto de quiebre entre ambos: la solución a la crisis climática. Por todos estos elementos, tienden a relacionar a Moore con la filosofía de Bruno Latour, quien en última instancia ha propuesto soluciones poco radicales para combatir el capitalismo, la cual resumen en frases como «le apretamos un tornillo aquí», «regulamos un poco allá», «nos unimos como humanos». En suma, Latour y Moore, según Bellamy Foster y compañía, creen en que el sistema sólo requiere una arregladita, mientras que los últimos optan por la salida socialista: cambio de sistema, no de clima. Asimismo, al hacer del dualismo cartesiano la piedra en la que se sostiene toda su teoría, Moore reniega y borra todo pensamiento marxista o ecosocialista que ha sido fundamental en la configuración de una crítica y resistencia.

Por último, estos autores se enfrentan en cuanto al concepto: mientras Moore es el campeón del Capitaloceno, el grupo ecosocialista se siente cómodo con el Antropoceno. Ian Angus, por ejemplo, niega que al nombrar el nuevo periodo como Antropoceno no se hace referencia a toda la humanidad porque los científicos sí han acentuado el determinante papel de la industria en la crisis climática. Además, Angus señala la inexactitud de los sufijos y la formación de palabras —parece que a los ecosocialistas les molesta mucho la neología—: Capitaloceno, Chthulucene, Plantacionoceno, Antropobsceno, etcétera, ignoran que el sufijo ceno viene del griego kainos que significa «reciente». El geólogo Charles Lyell lo usó para formar la palabra «Holoceno» al referirse a los estratos más recientes de la corteza terrestre. Por tanto, pegar palabrejas al sufijo ceno simplemente no tiene sentido y, de paso, rechaza las aportaciones de la ciencia del clima. Si existe un Capitaloceno, por qué no un Esclavoceno o Feudaloceno, dice Angus —¿será porque estos sistemas económicos no colapsaron el sistema terrestre?—. Todos esos conceptos, añade, confunden al público que ya está familiarizado con el popular Antropoceno y, lejos de hacerle un favor a la resistencia, la distrae de los verdaderos problemas.

Hasta qué punto esto es cierto, no se sabe, pero defender uno u otro concepto como el más adecuado y además enjuiciar a alguien porque no se apega a la letra de lo que escribió Marx, a estas alturas, resulta más que contraproducente. Pudiera resultar en una de esas trifulcas de izquierda que, lejos de cohesionar un discurso de unificación, tiende a la dispersión y a la falta de compromiso. Este libro, aunque opta por un concepto, no renuncia a los aportes que se han hecho desde otras perspectivas porque todas, en lugar de repelerse, se complementan: son un capítulo de un relato más complejo. Por esto, me gustaría comenzar no con un año específico, sino con una consciencia, una nueva sensibilidad que se fraguó en esta época y que prendió los primeros focos rojos acerca de lo que el capitalismo ha hecho en el planeta. La consciencia de la posibilidad de la extinción.

El capitaloceno

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