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¿1492, 1610, 1784, 1945?
ОглавлениеLo irónico de escribir y reescribir nuestro propio final es que el periodo geológico en el que vivimos fue nombrado nuestra época geológica: lleva nuestra firma porque cuenta nuestra historia. El consenso científico y mediático la llama «Antropoceno». La época en la que vivimos es un constante incremento de temperaturas, donde ocurre la sexta extinción masiva de especies, la desertificación de grandes territorios antes selváticos, el abuso de combustibles fósiles, la acidificación de los océanos y la inundación de estos con toneladas de plástico, el derretimiento de los Polos y un largo y doloroso etcétera que amenaza la existencia de millones de personas alrededor del mundo. Este término se hizo famoso por primera vez en un congreso de la International Geosphere-Biosphere Program (IGPB), una asociación surgida y conformada durante la década de 1980 cuando comenzaron a surgir los primeros estudios del impacto de los gases de efecto invernadero en la atmósfera. El congreso tuvo lugar en febrero de 2000 en Cuernavaca, México, colocando en este país el inicio, o el final, de dos momentos: el periodo Cretácico y la época del Holoceno. La usó el químico-ambientalista neerlandés Paul Crutzen, Premio Nobel de 1995 compartido con el estadounidense Frank Sherwood Rowland y —curiosamente— el mexicano Mario J. Molina. Pero que haya sido escuchada y promovida en ese congreso no significa que Crutzen haya sido el primero en usarla. El concepto se le atribuye al geólogo Aleksei Pavlov, quien en 1922 definió la época presente como «sistema antropogénico» o «antropoceno». Sin embargo, la necesidad de dar un nombre a un tiempo dominado por las actividades humanas en la Tierra no es reciente, desde hace poco más de dos siglos los naturalistas y científicos, al atestiguar los dramáticos cambios en la biósfera —concepto también popularizado en la Rusia Soviética gracias al geoquímico Vladimir I. Vernadsky en 1926, y que fue un precedente definitivo para lo que hoy conocemos como «Sistema Terrestre» (Earth System)—, han propuesto distintas razones y causas para ello.
Igual con las fechas: los científicos e historiadores ambientales tampoco logran ponerse de acuerdo respecto al inicio del Antropoceno. Algunos, como el paleoclimatólogo William F. Ruddiman, aseveran que éste comenzó hace ocho mil años, cuando los niveles de dióxido de carbono incrementaron en la atmósfera y tres mil años después, con la deforestación y el surgimiento del cultivo de arroz, cuando se elevaron los niveles de metano. Otros lo sitúan más allá, durante la extinción de animales del Pleistoceno por la caza excesiva, o sea unos doce mil años antes del tiempo presente. Otros estudiosos, desde sus disciplinas, incluso niegan la llegada del Antropoceno.* Por ejemplo, la estratigrafía, basada en el estudio de las rocas, pone en duda muchos postulados porque no hay pruebas aún —es decir rocas, sedimentos, ni siquiera fósiles antropogénicos—, aunque recientemente se han encontrado residuos plásticos en rocas; esto no quiere decir que la estratigrafía niega que el impacto de los humanos, en efecto, pudiera dejar una huella ecológica, tampoco olvida que la extinción de especies es un hecho comprobado ni que a partir de 1945 las explosiones nucleares han depositado en la superficie terrestre elementos inéditos. El historiador ambientalista Gregory T. Cushman, por su lado, coloca el inicio del Antropoceno en 1830, cuando mercantes navales transportaron el primer cargamento de salitre de Atacama a Inglaterra y más tarde de guano: detonadores ambos de la agricultura industrial y las green y blue revolutions. Y aún más atrás, en 1778, Buffon sugirió que el planeta había sucumbido a la dominación humana y que esta época era, usando una comparación bíblica, como el séptimo día de la creación, es decir la última. Más tarde, otro geólogo galés llamado Thomas Jenkyn ofreció las pruebas fósiles del inicio de una nueva época que bautizó como «antropozoica», una palabra que tuvo una acogida moderada en los ambientes científicos europeos. En 1830 Charles Lyell, pionero de la geología moderna, propuso que nuestra época fuera llamada «Reciente» basado en tres pruebas: el fin de la glaciación, la emergencia de los humanos y por consiguiente las primeras civilizaciones; de este término se derivaría el «Holoceno» (del griego holos, todo, y kainos, nuevo).
En este sentido, habría una contradicción: si el Holoceno indica el surgimiento de los seres humanos como especie —dominante—, incluidas las alteraciones que esto conlleva, ¿para qué proponer otra época? Se podría argüir a favor de esta división lo siguiente: el evento Antropoceno tuvo implicaciones ecológicas nunca registradas en la historia del planeta y de la humanidad. Aunque el humano anteriormente haya sido capaz de manipular el espacio para ciertos fines, no alteró la totalidad del Sistema Terrestre como lo ha hecho a partir de la industrialización. Existen varios testimonios de científicos de la época que se mostraron preocupados por las innovaciones tecnológicas, incluidos personajes como Charles Babbage, inventor de la máquina analítica y en cuyo primer capítulo de On the Economy of the Machinery and Manufactures ya denuncia el peligro de las máquinas de vapor para la atmósfera. O John Tyndall, quien previó el efecto invernadero; o Svante Arrhenius, el primero en predecir el alza de la temperatura global debido al excesivo CO2 emitido por las máquinas de vapor. Actualmente, compartiendo la misma preocupación, científicos contemporáneos han sido imaginativos con los nombres de esta época. Por ejemplo, Michael Soulé, biólogo francés, ha sugerido que en lugar de Cenozoico nuestra era entera debería llamarse «Catastrofizoica», mientras que Michael Samways, entomólogo de la Universidad Stellenbosch de Sudáfrica, propone «Myxoceno» —de la palabra griega cieno—; otros grupos de estudios interdisciplinarios han soltado la palabra «Plantacionoceno» debido a la expansión de la agricultura intensiva.
El científico y viajero más célebre del siglo XIX, Alexander von Humboldt, tal vez fue el primero en entender científicamente a la naturaleza como un ecosistema en el que cada una de sus partes sostiene un equilibrio y, si una parte se elimina, todo lo demás pudiera colapsar. Esto fue lo que presenció durante su estancia en Venezuela cuando visitó el Lago Valencia en 1800. Al medir las aguas del lago, Humboldt notó que sus niveles habían decrecido. Los habitantes de la zona creían que un agujero debajo de la cama de agua estaba drenando el lago, pero Humboldt no se contentó con la explicación. Exploró la zona y vio que en la cima de algunas colinas había arena, indicio de que anteriormente habían estado sumergidas en agua. Al no tener salida al océano, el Lago Valencia se regulaba por medio de evaporación y para lograrlo era ayudado por los bosques que lo rodeaban. Sin embargo, el incremento de plantaciones y la creación de canales de riego alteraron poco a poco los ritmos vitales del lago y dañaron la capacidad de los suelos para retener agua, lo que a su vez los volvía estériles, obligando a los hacendados a extender sus dominios y llevándose con ellos la destrucción y agotamiento del Lago Valencia hacia los alrededores. Esta lectura de Humboldt, en la que correlaciona el medio ambiente, los recursos naturales, su explotación y por consiguiente la ulterior degradación de todo un ecosistema fue, según su biógrafa Andrea Wulf, inédita para su tiempo: Humboldt fundó, en el lago venezolano, la moderna ciencia de la ecología tal y como la concebimos hoy en día. Fue por esto por lo que Humboldt —al igual que Buffon— optó por el nombre de «Época del Hombre» para designar nuestra época.
El descubrimiento de Humboldt, no obstante, no fue el único durante el temprano siglo XIX. En la década de 1820, por ejemplo, el científico francés Joseph Fourier esbozó el efecto invernadero al notar que ciertos gases atmosféricos atrapan el calor del sol y luego, en 1859, el físico irlandés John Tyndall observó que el vapor de agua atmosférico y el gas dióxido de carbono tenían una función en la absorción de radiación térmica. Por esto, Tyndall se llevó el crédito de ser el primero en atisbar la crisis climática, sin embargo, en 2011 se encontró un documento científico de una tal Eunice Foot. Nacida en una granja de Connecticut, en una familia que se preciaba de culta, la joven Eunice se educó en la preparatoria Troy Female Seminary, fundada por la feminista Emma Willard en 1824 en Troy, Nueva York. Esta escuela era una de las pocas que contaba con un laboratorio en Estados Unidos y fue ahí que Eunice se apasiona por la ciencia. Más tarde, ya casada con Elisha Foot, científico que trabajaba en Smithsonian Institution investigando meteorología, Eunice continuó con sus estudios. Producto de sus investigaciones personales, escribió el artículo «Circumstances Affecting the Heat of the Sun’s Rays» en 1856, el cual fue leído en la American Association for the Advancement of Science por el jefe de su marido. En este texto, Eunice explica un experimento que comprueba la misma conclusión que Tyndall, sólo que tres años más temprano: que el dióxido de carbono absorbe mayor radiación del sol que otros gases ordinarios. Desgraciadamente, debido a su condición de mujer, su artículo no tuvo la divulgación que merecía, pero hoy se puede reconocer que fue una mujer la primera en atisbar nuestra época.
Las conjeturas sobre los cambios ambientales no fueron sólo de atención científica. También el filósofo francés Henri Bergson, en su libro La evolución creadora de 1907, dice al respecto:
Ha pasado un siglo desde la invención de la máquina de vapor y apenas comenzamos a experimentar la sacudida que nos ha producido. La revolución que ha operado en la industria ha alterado las relaciones entre los hombres […] Dentro de miles de años, cuando la perspectiva del pasado no se perciba sino en grandes líneas, nuestras guerras y nuestras revoluciones contarán poco, suponiendo que exista el recuerdo de ellas; pero de la máquina de vapor, con su cortejo de invenciones de todo género, se hablará quizá como se habla del bronce o de la piedra tallada; servirá para definir una edad.
Esta es la propuesta que parece sugerir Crutzen en un artículo académico —posterior al congreso en México— cuando data el inicio del Antropoceno en 1784, año en que James Watt patentó el motor de vapor —su cuarta y mejorada propuesta, para ser exacto— y que a su vez culminaría la Revolución Industrial, o sea el inicio del capitalismo industrial. Más tarde, en 2005, el IGBP, después de revisar y generar nuevas evidencias, acordaría que una fecha más adecuada para el Antropoceno sería a partir del final de la Segunda Guerra Mundial. En el reporte creado se señala que «el siglo XX pudiera ser caracterizado por procesos de cambio global de una magnitud inédita en la historia de la humanidad». A este proceso posterior a la posguerra lo llamaron «La Gran Aceleración» y luego, en el celebrado artículo «The Anthropocene: Are Humans Now Overwhelming the Great Forces of Nature?», el mismo Crutzen, acompañado de Will Steffen y John R. McNeill, propondrán dos estadios del Antropoceno: el primero es la «Era Industrial», de 1800 a 1945, cuando por primera vez el dióxido de carbono excedió las variaciones del Holoceno, y el segundo es «La Gran Aceleración» desde 1945 hasta el presente. Más tarde, se desechará esta división y, considerando el debate reciente, parece que los científicos se acercan a un consenso del inicio del Antropoceno: 1945. Los argumentos estriban en algunos datos como los que ofrecen McNeill y Engelke en The Great Acceleration: An Environmental History of the Anthropocene since 1945: en tan sólo tres generaciones, los humanos han inyectado en la atmósfera más CO2 que en toda la historia de la humanidad; el número de automóviles aumentó de cuarenta a ochocientos cincuenta millones; el crecimiento de la población mundial fue desmedido, sobre todo en las ciudades; la producción de plástico también creció: en 1950 había un millón de toneladas y para 2015 casi 300 millones; asimismo, en este mismo periodo, la cantidad de nitrógeno sintético usado principalmente para la agricultura intensiva subió de 4 millones a 85 millones, y por último, la infraestructura en países desarrollados y en desarrollo se disparó: presas, carreteras, plantas de energía de todo tipo, edificios, maquinaria de producción para extracción de recursos orgánicos —pesquerías— o minerales —minas—.
Bonneuil y Fressoz ofrecen una descripción de cada uno de los estadios propuestos por Crutzen, Steffen y Mc-Neill, incluyendo un tercero, y al tiempo que contemplan otros aspectos históricos que marcaron cambios determinantes en el sistema terrestre. El primero es el periodo que va del inicio de la Revolución Industrial a la Segunda Guerra Mundial, o sea los siglos en que la termodinámica y la industria del carbón dominaron los medios industriales de producción, inyectando en la atmósfera millones de partículas contaminantes: en el siglo XIX se pasó de 277 a 280 partes por millón (PPM) de dióxido de carbono hasta alcanzar, en la mitad del siglo XX, 311 PPM, y casi rebasar los 400 PPM en 2019; tan sólo en las décadas de vuelta de siglo se ha inyectado 85% de carbón en la atmósfera desde la Revolución Industrial. Una cifra récord si se considera que, durante todo el Holoceno, o sea en casi doce mil años, se calcula que hubo variaciones, causadas por distintas razones no necesariamente humanas, entre 260 y 285 PPM. Si la tendencia continúa, la temperatura global podría aumentar entre 2 y 4 grados centígrados, lo que desencadenaría una serie de eventos trágicos como el derretimiento de los glaciares y de la capa de hielo del Ártico, lo que llevaría a la inundación de islas y ciudades portuarias —varias las más pobladas del planeta— y acelerar el proceso de extinción ya comenzado. Asimismo, durante este periodo, el crecimiento de la población mundial fue inaudito: de mil millones creció a poco más del doble. Además de estos dos fenómenos, la aceleración de la industria y el crecimiento poblacional, los avances médicos para curar enfermedades epidémicas tuvieron otras consecuencias, como el incremento de la esperanza de vida, el consumo de bienes y la polución descontrolada.
El segundo estadio, la Gran Aceleración, Bonneuil y Fressoz coinciden con el resto de sus colegas, comienza justo después del fin de la Segunda Guerra Mundial, pero difieren en la terminación: el año 2000. El nombre «Gran Aceleración» proviene de la desmedida velocidad de todos los motores del crecimiento económico y social, como la población —sobre todo urbana—, el Producto Interno Bruto, la inversión extranjera, el uso energético, el uso de fertilizantes, la construcción de presas, el uso de agua, la producción de papel, la transportación por tierra, las telecomunicaciones, los viajes por avión y barco, tanto turísticos como de mercancías, y por supuesto la producción y consumo de alimentos. Los números en este periodo se disparan tremendamente: la población pasó de dos mil millones a casi siete mil millones, multiplicando con ello el incremento desmesurado de todos y cada uno de los factores económicos mencionados más arriba. Siendo así, la colonización humana se extendió a todos los rincones del planeta, según el científico Vaclav Smil, lo que en números se explica de la siguiente manera: si bien la masa humana ocupa 32% de la superficie terrestre, el territorio utilizado para sus actividades industriales como de energía o de alimento ocupan 67%; es decir, 97% de la biósfera es ocupada por los humanos, dejando sólo 3% para el resto de los animales y plantas. Esto explica que el ciclo de producción y consumo —sobre todo este último como motor de las economías nacionales, siendo Estados Unidos el paradigma— se aceleró hasta en un 1000% durante el segundo periodo del Antropoceno. Para alcanzar este crecimiento, la infraestructura y la tecnología bélicas —es el tiempo de la Guerra Fría— se introdujeron en la explotación natural: las formas de matar comenzaron a utilizarse en —contra de— la naturaleza, tanto por Estados Unidos como por la Unión Soviética.
Por último, el tercer periodo, que comienza a principio del siglo XXI, es tal vez el más arbitrario de los anteriores. Se caracteriza no por un aumento o decrecimiento de las causas, mucho menos el final del Antropoceno, sino por su concienciación, el despertar de un horror, la materialización de una verdad que parece irrefrenable: estamos viviendo la sexta extinción de las especies y esta vez, a diferencia del pérmico o el jurásico, las razones se conocen, se miden, se calculan, se sienten. No es la actividad volcánica. No es un meteorito. No es una fuerza divina. Nosotros somos la causa última del problema. Se trata del nacimiento de una sensualidad y sensibilidad en relación con las maneras con que interactuamos con nuestro medio ambiente: la confirmación de que todas nuestras actividades, desde las más superficiales por cotidianas hasta las más trascendentales tienen un impacto directo en el medio ambiente. Además de ello, este tercer periodo es el de una guerra entre los que «creen» en el cambio climático y los que no, entre los dueños del capital y los pobres, entre las corporaciones y los trabajadores, entre el individuo «moderno» y el indígena. En suma, entre los que desean perpetuar un modelo económico basado en el carbón, el petróleo y el fracking, y aquellos que buscan un modelo sustentable, renovable y solidario con todas las formas de vida terrestre y marina.
Este tercer periodo, también, es un cambio del orden geopolítico y por tanto económico: Estados Unidos e Inglaterra, que en 1900 eran, según las cifras de Bonneuil y Fressoz, responsables del 60% de las emisiones de carbono, en 1950 del 57% y en 1980 sólo del 50%, han sido superados por nuevas economías emergentes que juntas emiten la mayoría de la polución planetaria. China superó a Estados Unidos, India a Rusia; Corea del Sur a Inglaterra y Brasil e Indonesia a Alemania. Este nuevo orden macroeconómico genera conflictos desde el momento en que la producción y consumo están ligados a los procesos naturales de renovación o fabricación de recursos y, sobre todo, no hay que olvidarlo, porque una clase social dueña de megacorporaciones dependientes de este sistema financiero están dispuestos a dar la lucha por mantener su hegemonía. De esta manera, este periodo de la historia se concibe como la batalla a ganar o perder, pero lo peor de esto es que ganen unos —los ricos— o pierdan los otros —los pobres, los animales, el planeta entero—, se trata de una batalla pírrica: peleamos por algo que rebasa toda mezquindad.
Ahora bien, querer explicar el Antropoceno desde una perspectiva cronológica y numérica, como se ha demostrado, implica sólo una mínima parte de la complejidad del fenómeno. El Antropoceno es escurridizo porque sus causas y efectos no se perciben de un solo golpe, sino que son diferidos tanto en el tiempo como en el espacio. Si hoy dejáramos de emitir dióxido de carbono totalmente, los océanos seguirán creciendo debido a que este gas se acumula en la atmósfera por cientos de años; si hoy una corporación desecha químicos tóxicos en un río, el efecto inmediato será el envenenamiento de personas y animales, pero su verdadero impacto será gradual, tal vez una o dos generaciones y un par de especies extintas. En suma, si entendemos el Antropoceno como un fenómeno que sucede en el tiempo, como un simple periodo geológico que en un punto A de la historia comenzó y que por tanto terminará en un punto B, estamos viéndolo desde una perspectiva que no responde a su naturaleza. El Antropoceno es, ante todo, un fenómeno espacial y diacrónico; su base está concentrada en determinados momentos históricos y políticos, y en determinados lugares clave de la actividad económica. No se trata, como advierte el historiador ambiental Andreas Malm, de concebir el clima en la historia, sino la historia en el clima: la forma en que la historia se desenvuelve, se moldea y se cambia de acuerdo a las condiciones climáticas es determinante para explicar no sólo nuestra condición presente, también otros eventos de la humanidad que han servido de vehículo para llegar a donde estamos, como el colonialismo, la esclavitud, la industrialización, la caída de imperios y la desaparición de civilizaciones.
Sin embargo, si tomamos estos elementos en cuenta, que poco tienen que ver con la pureza de estratigrafía o geología, entonces la esencia del Antropoceno comienza a resquebrajarse porque se revela como un concepto que es, de hecho, ahistórico. Me explico con dos ejemplos. El primero es expuesto en un artículo firmado por cuatro geógrafos de las universidades de Londres y Leeds titulado «Earth System Impact of the European Arrival and the Great Dying in the Americas after 1492». En este artículo se arguye que el genocidio cometido por los españoles y el régimen ecológico que establecieron —incluyendo sus patógenos— durante el proceso de Conquista y colonización tuvo un impacto tan profundo en el clima global que empeoró las bajas temperaturas de la llamada Pequeña Edad de Hielo (PEH). Los autores estiman que después de 1492 la muerte de unos cincuenta y cinco millones de nativos —90% de la población— condujo a la liberación de cincuenta y seis millones de hectáreas en el continente que antes eran usadas principalmente para la agricultura. La consecuencia fue una reforestación de todas esas hectáreas, lo que a su vez conlleva la absorción de tanto dióxido de carbono de la atmósfera entre 1520 y 1610 que el clima global, de por sí frío, alcanzó un punto máximo de enfriamiento, sobre todo en el hemisferio norte, para 1628, «el año sin verano». No sería sino hasta la llegada de la Revolución Industrial en el siglo XVIII cuando el planeta entraría en un periodo de calentamiento debido al exceso de CO2 en la atmósfera. «Estos cambios», concluyen los autores, «demuestran que las acciones humanas tuvieron un impacto global en el sistema de la Tierra». Además, debido a este proceso, en otro artículo sólo firmado por dos de los geógrafos, Lewis y Maslin, consideran a 1610 o 1945 como los años en que inicia el Antropoceno.
En este argumento hay varios problemas. El primero es que los europeos, urgidos por encontrar nuevas rutas y productos de comercio, especialmente especias, oro y plata, apenas se establecieron en el continente americano, comenzaron a alterar el medio ambiente de manera brutal con actividades como la minería que consumía cantidades extraordinarias de energía en forma de árboles, ganadería, plantaciones de azúcar, hasta la introducción de especies no nativas que modificaron para siempre biomas enteros. Doy dos ejemplos. Potosí, Bolivia, y el norte de México, los mayores centros de extracción de plata de la época, proveyeron 80% de la plata que circulaba en el mundo, desde China hasta Ámsterdam. La minería practicada requería una cantidad de madera tan impresionante que la frontera forestal se abrió hasta las montañas de Paraguay para comienzos de 1700. Asimismo, para finales del siglo XVI, dice Elinor G.K. Melville en A Plague of Sheep, las enormes manadas de ovejas españolas ya habían colapsado el medio ambiente del Valle del Mezquital, una de las zonas agricultoras más importantes para los pueblos nativos. Estos dos ejemplos cuestionan la supuesta reforestación que siguió a la Conquista, pues los métodos usados por los españoles eran menos amigables con los suelos que las milpas de Mesoamérica.
A partir de estas objeciones, la conclusión del artículo deviene en una generalización: por un lado, no fueron meras «acciones humanas», no fue la humanidad como una fuerza geofísica actuando sobre todo un continente, sino unos humanos muy particulares: los europeos, específicamente en una misión colonizadora, fueron los que provocaron la muerte directa e indirecta de los nativos americanos; por otro lado, absuelve hasta cierto punto el papel de la economía en el cambio climático que se dio. Una cosa es modificar el medio ambiente y otra desestabilizarlo hasta un grado en el que la vida ya no es sostenible. Una cosa es la agricultura como la practicaban los pueblos nativos y otra el modo de acumulación primitiva que llegó con los españoles. Es decir, una vez más, el relato del Antropoceno se agrieta porque al limitar sus orígenes a una mera cuestión cronológica o climática y, más delicado aún, al depositar la culpa de la crisis climática en todos los humanos (anthropos) y no en unos cuantos, se deja de lado otro aspecto, tal vez el más determinante de todos: sus características socioeconómicas. Y aquí es donde la ciencia llega a su límite, porque al concebir una periodo geológico como el Antropoceno a meras causas y efectos naturales de la misma manera que se ha hecho con otros periodos geológicos, por ejemplo la explosión de volcanes o el impacto de un meteorito en la Tierra, se olvida que éste, por ser un fenómeno espacial, es económico: está inherentemente ligado a las actividades económicas humanas, es decir a la manera en que extraemos y producimos, bajo ciertas medios y condiciones estructurales, nuestras herramientas vitales. No es casualidad que Crutzen haya marcado su inicio con el motor de vapor porque representa un hito de la Revolución Industrial, no necesariamente por el uso del carbón, porque este elemento ha sido usado desde la Edad de Bronce por sus benéficas cualidades calóricas, sino por algo que para Malm resulta evidente: la transformación del calor en movimiento por el motor de vapor permitió aplicarse a los molinos antes impelidos por agua y de ahí a otras tareas laborales e industrias, una red de producción que cimentó las bases de la economía fósil.
El segundo ejemplo lo cita Malm: cuando los británicos se apoderaron de la India en el siglo XIX inmediatamente comenzaron a introducir tecnologías como el ferrocarril y los barcos de vapor. El problema, sin embargo, es que ambos medios de transporte necesitan cantidades de carbón grandes y constantes, y aquí entra en la historia William Jones, un ingeniero y emprendedor inglés que emigró a la India en 1800 en busca de fortuna e inició varias empresas en Calcuta. Fundó negocios de textiles y además, como ingeniero bajo la égida del Imperio, tenía la responsabilidad de buscar minas de carbón. El éxito lo tuvo en la década de 1810, dice Malm, cuando encontró en Raniganj, Bengala Occidental, un depósito enorme del mineral que hasta la década pasada era el más grande yacimiento de carbón en toda India. A los colonizadores blancos les sorprendió el hallazgo, pero no tanto como el hecho de que los nativos del lugar mostraran total desinterés por el mineral. Lo usaban para fabricar objetos ornamentales u otras tareas mínimas, no para desarrollar una industria o acelerar un proceso de producción, e incluso, por este desinterés, los británicos los consideraban salvajes y todavía más cuando descubrieron que no querían trabajar en las nuevas minas. Para obligarlos, los terratenientes británicos compraban las tierras en las faldas de las minas y así obligaban a los habitantes a entrar en la mina o de lo contrario eran echados de su hogar. La extracción se aceleró abruptamente entre 1820 y 1840 y entonces el carbón, en poco tiempo, se convirtió en la mercancía más valiosa de la India ya que con él se alimentaban los buques de vapor: cada uno cargaba hasta 18 toneladas del mineral. Esta estrategia fue replicada en muchos otros lugares en los que se establecieron los británicos imperialistas: las colonias eran insostenibles sin acceso a energía carbónica. «Los británicos», comenta Malm, «convirtieron al carbón, huella de su poderío, en el ethos de la economía fósil», una economía que luego sería adoptada por todas las demás naciones. No, no fueron los humanos, el anthropos, fueron los británicos, y no todos los británicos, sino los ricos, dentro de un contexto específico, quienes prendieron el fuego de la crisis climática.
Pero, hay que ser claro: la invención del motor de vapor no inició inmediatamente la deterioración de la atmósfera porque, por un lado, para 1784 la tala de árboles contaminaba mucho más que cualquier otra industria y, por otro, la implementación del motor de vapor en la industria algodonera, la que más lo utilizaba, se debió al control —y libertad— que ofrecía a los señores capitalistas ante la protesta y presión de los trabajadores en los molinos de agua y no precisamente al costo que representaba su adopción. Sin embargo, según Malm, ya para 1825 Inglaterra emitía el 80% de CO2 global generado por combustibles fósiles y para 1850, aunque el porcentaje bajó a 62%, esta cifra representaba el doble de lo emitido por Estados Unidos, Alemania, Francia y Bélgica juntos, mil veces más que Rusia y dos mil veces más que Canadá. Si comparamos las cifras de deforestación vemos cómo ya existía una tendencia hacia la aceleración del capital. Antes de 1450, la deforestación era un fenómeno lento: en la Francia medieval, por ejemplo, doce mil hectáreas de bosques fueron taladas en doscientos años, pero en Brasil, durante el auge de la esclavitud para la producción de azúcar a mitad del siglo XVII, esa misma cantidad fue talada en un año; en la misma época, en cuenca del río Vistula, en Polonia, cuando ésta se convirtió en el granero de Países Bajos durante el milagro de su economía, la deforestación ocurrió a una velocidad diez veces mayor que en tiempos medievales, de acuerdo con cifras de Michael Williams en Deforesting the Earth.
Así, lo que representó el perfeccionamiento del motor de vapor fue menos el inicio del calentamiento global y más el principio de una economía fósil que aceleró el modo de producción y acumulación capitalista. No, no es una coincidencia histórica que el capitalismo y la crisis ambiental sean contemporáneos porque no resulta ocioso preguntarse si realmente son todos los humanos —desde Nueva York hasta el Tíbet, desde Ámsterdam hasta la Amazonía, desde Shanghái hasta Etiopía— los que han causado la misma destrucción en el planeta. Hoy día un habitante de un país desarrollado contamina hasta diez veces más que un habitante de un país en desarrollo y el estilo de vida de un magnate consume hasta 70% más fósiles que alguien de clase media. A principios de siglo XXI, Estados Unidos contenía 5% de la población mundial, pero consumía entre 30% y 40% de los recursos globales. ¿A quién culpar entonces? ¿Quién se ha beneficiado más y quién menos en este periodo? O, aún más, ¿quiénes están sufriendo más las consecuencias de la crisis climática? Al convertir América en una cantera de recursos naturales —el norte en plantación de tabaco, el Caribe en producción de azúcar, la Amazonía fuente de caucho y el resto del continente, desde México hasta Perú, en minas—, a África en mano de obra —primero con la esclavitud, luego también con la explotación de recursos como el caucho y las minas—, a Asia en fábrica del mundo y a Medio Oriente en pozo de petróleo, es difícil seguir aseverando que todos los humanos son responsables de la crisis ambiental del planeta.
Sobre todo, porque, bajo esta perspectiva mucho más detallada, se entiende que ni siquiera es una cualidad inmanente a lo humano la destrucción de la biósfera, la extinción masiva de especies, ni la ruptura climática. Culpar a todos los humanos de lo que ocurre es culpar a los que por siglos han sido subyugados por la esclavitud, el genocidio, la ocupación y el desposeimiento de tierras para la extracción de recursos. Cierto, varios países pobres y en desarrollo han sido parte del problema, pero no por gusto sino por compulsión. Por ejemplo, entre 1850 y 1920, la época de industrialización y bonanza económica en Latinoamérica después de las independencias ayudó a crear una élite liberal que sacó provecho de los recursos naturales de sus respectivos países, pero este desarrollo no benefició a nadie más, sino por el contrario: se forjó sobre la espalda de los más pobres: los indígenas y sus territorios. De manera más reciente, a partir de la época neoliberal, entre 1980 y 2000, los países del Sur Global comenzaron otro proceso de degradación ecológica muy similar, ahora forzados por los ajustes económicos demandados por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. En el año 2000 el ingreso per cápita en países recién independizados en África bajó a niveles de 1960 y en Latinoamérica se mantuvo a niveles de 1980. Al mismo tiempo, la deuda del Sur Global aumentó imparablemente década tras década: según los datos de Broswimmer, de quinientos mil millones de dólares en 1980 pasó a 2 billones en el año 2000. El peso de la deuda obligó a los gobiernos a atenuar sus leyes ambientales y a liberalizar sus recursos naturales para la inversión extranjera, lo que llevó tanto a la creación de empleos mal pagados y riesgosos para la salud, así como a mayor degradación ambiental. El ejemplo que pone Broswimmer es Ghana: en la década de 1980, para solventar sus deudas, el país africano aumentó la producción de cacao, pero desgraciadamente el precio de este producto bajó hasta un 48% entre 1986 y 1989. Esto orilló a Ghana a adquirir más deuda y, para compensar su déficit, firmó un contrato con el Banco Mundial para reavivar la tala comercial. La producción de madera fue un poco más solvente, pues creció de 147 mil metros cúbicos a 413 mil entre 1984 y 1987, pero la deforestación terminó por destruir los pocos bosques ghaneses y, con esto, la aniquilación de especies que habitaban ese lugar. En suma, los países ricos destruyen y contaminan, es verdad —ahí está el ejemplo de la industria China, el segundo país más contaminante del mundo— pero lo hacen para alimentar el gran mercado europeo y estadounidense.
Se trata de un sistema económico en el que los humanos se realizan y en el que ciertos humanos se benefician para enriquecerse. Por tal razón, la crisis del planeta no es antropogénica, sino capitologénica, dice el historiador ambiental Jason W. Moore, y es precisamente por esto que no es justo hablar del «Antropoceno», sino del «Capitaloceno». Crutzen tal vez haya confundido un efecto con una causa, pues si lo vemos desde esta perspectiva, nuestra era bien inició con el colonialismo y se reforzó con el desarrollo del capitalismo en Inglaterra. De hecho, para Moore, las bases de este sistema económico fueron sentadas durante el largo siglo XVI, o sea en el periodo en que la hegemonía global europea se fundó. Luego, si partimos del año 1800, como citan Bonneuil y Fressoz, los imperios europeos controlaban políticamente 35% de la superficie terrestre, 67% para 1878 y casi 85% para el inicio de la Primera Guerra Mundial. El Imperio Británico llegó a cobijar un cuarto de la población mundial durante su apogeo. La consecuencia de este proceso colonial hoy día es que 80% de la superficie terrestre se ha convertido en un bioma artificial: la naturaleza ya no nos contiene, sino que ahora ella es la que está contenida en nuestro sistema capitologénico de pozos de petróleo y petroductos, en minas, en termoeléctricas, en monocultivos de palma de aceite o chocolate o café, en rutas de comercio que cruzan los océanos incesantemente, en granjas para vacas y en un largo, largo etcétera.
Aquí yace el argumento del libro: el Capitaloceno es, antes que un concepto, un argumento; más aún, es la crónica de una serie de acontecimientos que se enmarca en una narrativa mucho muy mundana que es la acumulación ilimitada de riqueza a través de varias tecnologías como la guerra, la colonización, la privatización o el despojo. En esta narrativa, todos participamos, pero no de la misma manera porque no todos hemos recibido históricamente los mismos beneficios y actualmente no todos los humanos consumen la misma cantidad de recursos. Tomemos como ejemplo el Día de la Sobrecapacidad de la Tierra (Earth Overshoot Day), la fecha en que los recursos que ofrece el planeta en un año son agotados y comenzamos a vivir de su crédito ecológico. Desde 1970 ese día se ha recorrido en el calendario y en 2020 inició el 22 de agosto. Sin embargo, algunos países consumen más que otros: si la población mundial tuviera el mismo estilo de vida de Luxemburgo, los recursos se agotarían para la segunda semana de febrero, pero si tuviera el de Argentina, sería a finales de junio, y de Indonesia, hasta diciembre. Las emisiones del 1% más rico de la población mundial son mil veces más grandes que las de habitantes de Mozambique, Honduras o Etiopía; en otros números, ese 1% contamina ciento setenta veces más que el 10% más pobre de la población mundial. Desde una perspectiva histórica, 80% de las emisiones acumuladas desde 1751 hasta ahora son responsabilidad de los países ricos y los actuales ochocientos millones más pobres del planeta apenas han contribuido con el 1%. Estas emisiones, hay que aclarar, son territoriales, lo que quiere decir que solamente cuentan las emitidas dentro de determinado país.
Otra manera de medir la disparidad y con esto dibujar un paisaje más claro del impacto ambiental es a través de las emisiones de consumo. El caso paradigmático es China: en tan sólo un par de décadas esta nación superó las emisiones de Estados Unidos casi al doble, unos 10.3 gigatoneladas de CO2 anualmente. Esto nos llevaría a decir que China es una de las principales culpables de la crisis climática, pero si se pone atención a algunos detalles vemos que esa tesis no se sostiene; en términos per cápita, un ciudadano chino promedio emite apenas 8 toneladas de dióxido de carbono, mientras que un estadounidense promedio emite 16 toneladas. Si China emite demasiados gases de efecto invernadero es sencillamente porque, con su pantagruélica industria, financiada por capital occidental, produce casi todo lo consumido en Europa, Estados Unidos y otros países desarrollados. Por tanto, asevera Jason Hickel, debemos medir las emisiones generadas por consumo además de las territoriales; al hacerlo, el panorama cambia drásticamente: Estados Unidos es responsable del 40% de las emisiones históricas desde 1851, la Unión Europea de 29% y el resto de Europa, Canadá, Japón y Australia de 19%. Latinoamérica, África y el Medio Oriente, concluye Hickel, es responsable del 8% de la dantesca crisis climática. Y, de la misma manera que hay desigualdad en las emisiones, también las hay en las consecuencias porque los países subdesarrollados son golpeados con saña al no contar con los recursos o infraestructura para solventar inundaciones, olas de calor o falta de suministro de agua. Según Hickel, el 82% de los costos totales de la ruptura climática en el 2010 cayeron sobre el Sur Global en términos de sequías, inundaciones, desprendimiento de tierra, tormentas e incendios. Para el año 2030 el costo aumentará a 92%, el equivalente a 954 mil millones de dólares.
Así, optar por el «Capitaloceno» y no por el «Antropoceno» es una cuestión no sólo de precisión, sino también de justicia histórica, porque creo firmemente que sólo así es posible encontrar una solución para alejarnos del pesimismo que nos arropa cuando somos testigos de la devastación. Pesimismo que sirve de argumento para la inacción y la desesperanza. Cierto, este periodo geológico es un retrato de nosotros mismos que se nos presenta como un extraño, un reflejo amorfo y monstruoso que nos repugna y al que, apenas, le damos la espalda, nos persigue como una sombra. Estemos de acuerdo o en desacuerdo sobre su inicio o su final, la verdad es que pareciera ser el punto de no-retorno, el horizonte de un futuro nebuloso que encubre el reino prometido, o el apocalipsis. «Es nuestra época. Nuestra condición», lo definió Bonneuil en Dictionnaire de la pensée écologique: «Es la huella de nuestro poder, pero también de nuestra impotencia». Como apuntó Fredric Jameson, es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo, pero en realidad, de verdad, ¿la única manera de destruir el capitalismo es destruyendo el mundo? No, porque si pasamos de la culpa metafísica cuyo rezo es «somos los humanos siendo humanos destruyendo el planeta» a «son ciertos humanos con mucho poder económico, político y militar que cimbran un sistema económico inviable, incompatible con los procesos biológicos de la naturaleza, los que se han beneficiado históricamente de esa destrucción», si nos ponemos atención en los detalles históricos, entonces podremos encontrar la solución. «Señala con una marca roja la primera página del libro, pues la herida es invisible en su comienzo», escribió Edmund Jabés. De lo que se trata es de señalar esa marca para luego reescribir el futuro.
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* Como bien señala Ian Angus, ciertos grupos conservadores que niegan el cambio climático