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1875
ОглавлениеDesde la creencia, errónea, de Melville, la idea de la cornucopia inagotable no se explica tan bien en ningún otro espacio como en los océanos, sobre todo a partir de las exploraciones marítimas que comenzaron con los viajes de Cristóbal Colón y luego en el Pacífico, es decir cuando el comercio global, principalmente entre Europa y Asia, pasó de ser terrestre por medio de la Ruta de la Seda a ser eminentemente marítimo. Muchos marineros como Melville, de hecho, tenían la creencia de que el agotamiento de ballenas en una zona simplemente las expulsaba hacia otra y por tanto la exploración de nuevas aguas se hizo imperante. Los océanos así se convirtieron en la principal plataforma de desarrollo capitalista porque, en la medida que se navegaban, se ensancharon las fronteras de recursos naturales y de mercado; y esto no ha cambiado: la introducción del transporte de contenedores a fines de la década de 1960 revolucionó el transporte y comercio marítimo, y ahora representa más del 80% del volumen del comercio mundial y más del 70% de su valor. Lewis y Maslin, en su celebrado artículo «Defining the Anthropocene», aseveran que la navegación de los océanos contribuyó a la expansión del imperialismo tanto biológico como político de Europa: «El movimiento transcontinental de docenas de otras especies alimenticias (como el frijol común al Nuevo Mundo), animales domesticados (como el caballo, la vaca, la cabra y el cerdo, a América) y los comensales humanos (la rata negra, a América), más transferencias accidentales (muchas especies de lombrices de tierra, a América del Norte; visón americano, a Europa) contribuyeron a una reorganización rápida, continua y radical de la vida en la Tierra sin precedentes geológicos». Estos cambios radicales no sólo fueron de migración de especies, sino también de desaparición de algunos animales valiosos por su piel o aceite y, tristemente, también de personas. Por ejemplo, cuando la caza de focas comenzó en 1789, se llevó a la extinción a tres especies enteras —la foca de Nueva Zelanda, el león australiano y el elefante marino— en tan sólo treinta años; se calcula que tres cuartas partes de un millón de animales fueron desollados vivos para exportar sus pieles a las boutiques londinenses. Los humanos que vivían en las islas de ese hemisferio sufrieron un destino similar: en Tasmania, cuando los ingleses se establecieron ahí en 1803, la población de nativos era aproximadamente diez mil personas; para 1835, el censo contó apenas cien habitantes. Miles de ellos murieron incluso por las ropas que estaban obligados a vestir, pues la tela les producía alergias e infecciones con consecuencias letales; algunos se desangraban voluntariamente al no resistir los malestares. Otros simplemente se dejaban morir por nostalgia o melancolía cuando eran transportados a otro lugar como esclavos. Después de la Guerra Negra entre ingleses y nativos, considerada una de las primeras limpias étnicas, se ofrecían 5 libras por la cabeza de cada aborigen, hombre o mujer, y 2 libras por cada niño.
La historia de los océanos en el Capitaloceno no es sólo una de exploración, aventura y maravilla tecnológica; es, también, la creación de un ecosistema en el que la distinción entre humano y animal se disipa cuando se trata de acumular riqueza. Al principio, los océanos eran grandes agujeros negros poblados de monstruos y vacuidad, pero de pronto fueron los contenedores y vehículos de la abundancia; gracias a ellos aconteció lo que el historiador ambiental Alfred W. Crosby llamó el «gran intercambio colombino». El jurista neerlandés Hugo Grocio —influencia determinante para el liberalismo clásico y del derecho internacionalista— escribió en su tratado Mare Liberum (1609) que todo mundo tenía derecho común sobre los océanos debido a su abundancia de riquezas: «Todo mundo admite que si muchas personas cazan en los bosques o pescan en los ríos, el bosque y los ríos se quedarían sin animales, pero esta contingencia es imposible en el caso del mar». Es por esto por lo que conviene detenerse un poco en la historia de los océanos para entender cómo pasaron a convertirse de una cornucopia a una amenaza con el cambio climático, tal vez la que más impactará vidas en este nuevo siglo debido al crecimiento de su inmensa masa: devorará ciudades enteras.
Retomo las palabras de dos británicos porque su ansiedad ante el avance y enriquecimiento de otras naciones vecinas, gracias a la pesca y caza de ballenas para extraerles aceite, son síntoma de la urgencia que llevó a los europeos a usar las aguas oceánicas como pesquerías inagotables. El primero es un tal Henry Elking, autor de A View of Greenland Trade and Whale Fishery, publicado en 1722, y en el que se queja de cómo los neerlandeses, alemanes, franceses y españoles se estaban enriqueciendo gracias a la caza de ballenas y por ello urge a las autoridades británicas a autorizar viajes de caza en aguas septentrionales. Elking convenció a algunos emprendedores y se lanzó a los mares en 1724. En el curso de ocho años, comenta el historiador ambiental John F. Richards, Elking mató a ciento sesenta ballenas, pero resultaron insuficientes para obtener una plusvalía. El segundo británico es un columnista llamado Henry Schultes, quien también se queja en una pieza de 1823 de la lentitud de Inglaterra para entrar en la caza y pesca marítima, una oportunidad muy explotada por las naciones rivales antes mencionadas. Schultes escribió:
Además de nuestro suelo productivo, los mares que nos rodean poseen una mina inagotable de riqueza —una cosecha madura en cualquier temporada del año— que no requiere labranza, semillas o estiércol, pago de renta o impuestos. Un acre de esos mares produce mucho más robusta, apetitosa y nutritiva comida que un acre de la tierra más rica; son campos que perpetuamente están listos para ser cosechados y sólo se necesita la voluntad del trabajador para levantar esa perenne cosecha dada a nosotros por la Providencia divina […] La mina que debemos explotar es en realidad inagotable; una somera inspección será suficiente para satisfacer a cualquier escéptico.
Este tipo de ideas tenían buena referencia, ya que los rumores de una inexplicable abundancia de peces en los mares occidentales, anota Callum Roberts en The Unnatural History of the Sea, se remontan a varias décadas antes del descubrimiento de América. Los marineros y capitanes llegaban a los puertos europeos con anécdotas de copiosidad exagerada y es probable que Colón haya escuchado esos rumores con mucha atención y curiosidad; fueron esas historias las que animaron a los monarcas y a marineros a expandir los horizontes de extracción marítima. Uno de los primeros registros es, por ejemplo, el del marinero y explorador italiano Giovanni Cabot, quien bajo el mandato del rey Henry VII de Inglaterra, se dice que descubrió las costas nórdicas de América, específicamente la Isla de Terranova, en 1497; al volver a la isla británica, esparció los rumores de la gran abundancia de peces que encontró. El embajador de Italia, comenta Roberts, inmediatamente envió una misiva al duque de Milán que decía: «Afirman que en los mares aquellos hay un enjambre de peces que pueden ser sacados no sólo con una red, sino con una cubeta sumergida con piedras en el agua […] dicen que trajeron tanto pescado que este reino no tendría más necesidad de Islandia, que es de donde traen gran cantidad de un pez llamado pescado seco». Para 1504, barcos franceses, portugueses y vascos ya se encontraban pescando en las aguas cercanas de la isla de Terranova y, en la medida que los viajes se multiplicaban por el Atlántico, los marineros llegaban no sólo cargados de bitácoras pletóricas de anécdotas impresionantes sino también de toneladas de peces.
Fue gracias a esta abundancia que los europeos occidentales cambiaron una dieta basada principalmente en fruta, legumbres, granos y vegetales. Si bien los mariscos eran una buena fuente de proteína bien conocida, su consumo en realidad era muy limitado después del Imperio Romano por varias razones poco conocidas, argumenta Brian Fagan en Fishing: How the Sea Fed Civilization, quien coincide con la teoría de Roberts en que el incipiente consumo y consecuente colapso de las pesquerías se debió a causas religiosas, sobre explotación gracias a nueva tecnología y de degradación ambiental de aguas dulces. El cristianismo, por su lado, promovía la dieta pescatoriana debido a la prohibición de carne roja en determinados días sacros. Los credos benedictinos, de la orden religiosa homónima que básicamente evangelizó Europa a partir del siglo VI, dictaban que la carne de pescado era menos «carnal» en el sentido de que disminuye las pasiones carnales. Estas creencias tuvieron un impacto inmediato en los mercados locales, pues la oferta de pescado incrementó drásticamente en la medida que los días de observancia aumentaron en el calendario durante la Edad Media y los pescadores, ante la demanda, comenzaron a desarrollar mejor tecnología de pesca. Además, esta transición dietética coincidió con el llamado «período cálido medieval», aproximadamente entre los años 1000 y 1200, lo que facilitó la cría y pesca de ciertas especies como el bacalao. Las redes a la deriva, aunadas a la mejora de los barcos pesqueros cuya capacidad aumentó considerablemente y la proliferación de acequias para agricultura, fueron poco a poco agotando los ríos británicos, alemanes y franceses. Algunos peces desaparecieron en ciertos tramos de agua, mientras que otros se tornaron precarios y por ello se convirtieron en delicias destinadas exclusivamente para la nobleza; los casos más famosos son los de Francia e Inglaterra que decretaron la exclusividad del esturión para los monarcas de esos reinos y la orden religiosa cisterciense, la cual se comunicaba con lenguaje de señas, usaba el mismo signo para el esturión que para el orgullo. Incluso los chefs medievales experimentaban con recetas para simular la carne de pescado con la de res; al menos media docena de libros de cocina de la época, añade Lorraine Boissoneault, incluyen recetas para convertir la ternera en imitación de esturión para señores y señoras adinerados.
Así, ante la escasez de un alimento tan sano y además dotado de beneficios espirituales, esos monarcas contrataron marineros valientes dispuestos a aventurarse en los mares desconocidos. Los primeros bancos pesqueros fueron los mares septentrionales, recuérdese la carta del embajador italiano en Inglaterra: Islandia, Noruega y Dinamarca. Entre los años 950 y 1000, Islandia y Noruega, indica Fagan, desarrollaron una industria pesquera internacional, un fenómeno llamado «el horizonte pesquero» (fish event horizon) por el arqueólogo ambientalista James Barret, quien ha demostrado por medio de espinas encontradas en Londres que los pescados consumidos —sobre todo el bacalao— por los ingleses en esos años provenían en cantidades mayores de los mares del norte. Aunque el inglés era el mercado más dinámico, la pesca estaba en manos de otros países antes mencionados, pero sobre todo por la federación comercial de la Liga Hanseática a partir del siglo XIV, de ahí la queja de los columnistas citados anteriormente. A partir del siglo XV, los que dominarán la industria serían los Países Bajos gracias a la mejora de técnicas en la manufactura de madera de roble y pino —importada principalmente de Noruega, como más adelante explico— para la construcción de barcos de mayor eficiencia de transportación de mercancías, entre ellos el velero filibote (fluyt), el favorito de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, y la introducción de un barco llamado «haringbuis» especialmente diseñado para la pesca de arenques en los mares del norte; para el año 1600, apunta Fagan, había ochocientos de estos barcos con una capacidad de cubierta, cada uno, de entre 70 y 1 000 toneladas de carga. El arenque, probablemente el primer pez pescado industrialmente, representaba el 9% de la economía neerlandesa y era vendido hasta en ciudades del sur de Europa como Roma, pero las pesquerías del Báltico y del Mar del Norte, asediadas por cientos de barcos, fueron consecuentemente diezmadas.
La copiosa biodiversidad de otros mares supliría la demanda y ya no sólo de esturión sino de otras nuevas especies de animales marinos que pronto entraron en el paladar y mercado europeos, como las tortugas del Caribe y los elefantes y lobos marinos, estos últimos encarecidamente cazados por su piel. La caza comercial de elefantes y leones marinos y focas se abrió por todo el Atlántico, primero en el norte y luego en el hemisferio sur a finales del siglo XVIII cuando la evidente abundancia atrajo a los navegantes. Tómese como simple ejemplo el testimonio del explorador francés François Péron cuando describió elocuentemente la caza en las Islas Shetland, en el Atlántico Norte: «En este lugar yermo la población de lobos marinos era tanta que se estimaba que podía proporcionar una ganancia de 100 mil pieles en un año», pero luego lamenta que en apenas dos años, de 1821 a 1822, fueron asesinados hasta trescientos veinte mil animales: «Mataron a todos y a ninguno perdonaron». En el sur, Alexander Dalrymple, geógrafo escocés nombrado hidrógrafo por la Compañía Británica de las Indias Orientales debido a su talento para crear mapas marítimos, dejó testimonio de los ricos litorales sudamericanos: hay tal cantidad de focas que en «un solo día se mataron entre ochocientos o novecientas de ellas con clavas en un pequeño islote» de las Islas Malvinas. Las cifras de presas capturadas son pasmosas, reporta el historiador ambiental Jon Soluri, pues inmediatamente después de los primeros testimonios, como el de Dalrymple, arribaron cientos de flotas de países europeos, sin olvidar las nacionales como las de Argentina y Chile que, celosas del asedio de extranjeros, fundaron sus propias flotas de cacería. La presión sobre los ecosistemas se endureció y algunas especies desaparecieron de islas, islotes y archipiélagos; por ejemplo, para 1830 se registraron apenas decenas de focas en las islas Juan Fernández, Malvinas y de los Estados. La exportación de pieles alcanzó las veinticinco mil piezas entre 1877 y 1880, dice Soluri, y esto es tan sólo de un solo puerto, el de Punta Arenas, y no incluye la caza de barcos extranjeros.
Un pez que merece especial atención en esta historia es el bacalao debido a su benéfica naturaleza: puede ser preservado largo tiempo seco o salado y aún así ser rico en proteínas, por lo que su viaje de las costas americanas a Europa no representó mucho problema, sobre todo cuando los pescadores planeaban eficientemente el regreso para la Pascua; si llegaban a tiempo a Francia y a otros puertos mediterráneos, sus ganancias se multiplicaban. En palabras John F. Richards, «el bacalao, tan rico en proteína, fue uno de los grandes premios del Nuevo Mundo». Su pesca fue tan abundante en el norte del Atlántico que el jesuita y explorador francés Pierre-François-Xavier de Charlevoix escribió en 1720: «La cantidad de bacalao equivale a la cantidad de granos de arena la playa», y con mucha razón: para mediados del siglo XVIII zarpaban de los puertos franceses barcos con hasta veintisiete mil pescadores y regresaban con hasta media tonelada de bacalao en cada embarcación. Ante tal exuberancia, se llegó a creer incluso que la pesca favorecía el incremento de los peces en aquellos mares. Los mercados de Europa se llenaron de su olor e incluso, dice Richards, alcanzó tan bajo precio que los señores hacendados alimentaban a los esclavos africanos que trabajaban en la caña de azúcar de las Indias Orientales y el Caribe. Según Fagan, el mejor pescado era enviado a Europa y el resto, «la basura», hacia el Caribe, en donde cargaban azúcar y ron hacia África para comerciarlo por esclavos. Las costas francesas fueron los principales puertos de comercio de bacalao durante el siglo XVI, ahí encallaban barcos vascos cargados de peces en ciudades como Burdeos, La Rochelle y Rouen, que luego se distribuían, a través de los ríos, hacia el interior del país. Pero el bacalao no era el único premio de las costas americanas del norte: las ballenas y las morsas eran apetitosas presas para los pescadores por su aceite. Los vascos, pioneros en esta cacería, mataron entre veinte mil y treinta mil ballenas en los que van de 1530 a 1620, y entre los años de1661 y 1719, tan sólo los balleneros neerlandeses y alemanes, la cifra alcanzó casi las cincuenta mil ballenas, las cuales desaparecieron de las costas de Terranova hasta Nueva Inglaterra. Entonces dirigieron su atención hacia las morsas y, cuando estas fueron forzadas a mudarse de islas que por miles de años habían ocupado, se enfocaron en las focas: en 1795, en Terranova, se mataron trescientas cincuenta de ellas en tan solo una semana.
La abundancia del bacalao bajó considerablemente los precios al grado de que cualquier trabajador urbano, por muy pobre que fuera, podía cenar un pescado. Richards pone el ejemplo de España: en la región de Andalucía, entre 1601 y 1650 cuando ya la caza comercial estaba muy bien establecida, un trabajador promedio ganaba aproximadamente ciento cincuenta maravedís por día, por lo que el precio de 100 gr de bacalao salado sólo le costaba 2.7% de ese salario. No hay que olvidar que el primer alimento que come don Quijote de la Mancha es bacalao: después de una jornada estéril, en una venta mugrienta que «se le representó que era un castillo», lo único que tiene de comida el ventero es «una porción del mal remojado y peor cocido bacallao y un pan tan negro y mugriento como sus armas». Tan barato era, comenta Richards, que lo mismo aplica para el resto de Europa sobre todo a partir del siglo XVIII, de 1701 a 1789, cuando las flotas británicas y francesas transportaban hasta 41 toneladas métricas de bacalao anualmente. Para antes del fin de ese siglo, la producción aumentó a más de 54 mil toneladas métricas. Y, a pesar de que las toneladas aumentaron conforme las décadas y siglos pasaron, en realidad la tecnología limitaba el agotamiento de las zonas pesqueras, es decir, se mantenía más o menos, en algunos mares menos que más, un equilibrio. La verdadera revolución pesquera que comenzó a derrumbar aquel endeble equilibrio ocurrió con la llegada de la pesca de arrastre: grandes redes son acarreadas en los fondos marinos por uno o dos barcos y su efecto, aunque efectivo, es devastador para los ecosistemas marinos ya que no discriminan entre presas deseadas y otras formas de vida. El primer registro de este tipo de pesca es del lejano año 1376 y ya desde entonces había quejas sobre sus consecuencias, como nos recuerda Roberts: llegó una petición al rey Edward III para que prohibiera la actividad pues, según el documento, «los grandes y largos fierros de la red avanzan pesada y lentamente en el subsuelo y destruyen las flores, la hueva de las ostras, la concha de los mejillones y otros peces pequeños que sirven de alimento a peces más grandes. Con este instrumento los pescadores sacan tal cantidad de peces pequeños que ni siquiera saben qué hacer con ellos, algunos se lo dan a los puercos para que engorden, cometiendo con todo esto un gran daño a la comunidad del reino y las zonas pesqueras».
Las quejas se multiplicaron por todo Europa y, de hecho, es gracias a esas peticiones enviadas a la autoridad que se conocen las fechas de su uso: a cualquier cuerpo de agua que llegaba la pesca de arrastre, le seguía una estela de destrucción y consecuentemente de oposición. Sin embargo, debido a la eficacia de tan tóxica técnica, poco a poco su uso se fue normalizando y para el siglo XIX era la pesca más practicada en el Mar del Norte y en Terranova. No es coincidencia: para 1850, advierte Fagan, la pesca de bacalao se había desplomado drásticamente. En este siglo la tecnología mejora considerablemente no sólo en redes sino también en barcos especialmente diseñados para arrastrar grandes redes y a velocidades increíbles. El famoso barco pesquero de Brixham, en el condado de Devon, fue una de las joyas de la época; su modelo, de velas altas y diseño esbelto, sería copiado en todos los puertos británicos. Más tarde, en 1875, el barco pesquero impulsado por vapor sellaría para siempre el destino de los mares en el mundo: los pesqueros de arrastre ya no dependerían de la fuerza y orientación de las olas y el viento para dirigir sus redes, ahora la dirección era casi ilimitada gracias a la propulsión del carbón. «La adopción de la pesca de arrastre causó la más grande transformación de los hábitats marinos, antes y después», y Roberts agrega: «el poder del barco para escarbar en el fondo del mar se incrementó con el vapor: con cadenas de hierro, cables metálicos y la potencia del motor los barcos fueron capaces de arrastrar rocas en el subsuelo y con ello aplastar, pulverizar, arruinar el tejido de la vida al desprender el lodo y el sedimento subterráneo». La pesca incrementó: de 1889 a 1898, pasó de 173 mil toneladas métricas a 231 mil y con esto el rápido agotamiento de los bancos pesqueros, lo que implicó la expansión de las fronteras marítimas. Es en este periodo que surge en inglés una palabra ahora muy común: overfish (sobrepesca). Los biólogos marinos Ray y Ulrike Hilborn indican que fue usada por primera vez en 1877 en un artículo de la revista Nature firmado por el científico Sir Norman Lockyer.
Pero todo este relato de abundancia, sobrepesca, extinción y tecnología marítima apenas es el prólogo de lo peor porque el barco de vapor fue sólo la calca de una máquina mucho más poderosa: el motor de combustión interna. A finales del siglo XIX, los destilados del petróleo comenzaron a popularizarse: el queroseno reemplazó el aceite de ballena y el diésel y la gasolina comenzaron a ser usados en la nueva generación de motores. El impacto en la pesca fue inmediato, señala Fagan, porque los compartimentos donde se guardaba carbón fueron usados ahora para la carga de pescado, lo que incrementó hasta un 40% la capacidad pesquera, y para la integración de refrigeradores e infraestructura para procesar el pescado a bordo. El país que mejor sacó ventaja del motor de diésel fue Japón, una nación eminentemente pesquera y que hasta hoy día se ha negado a respetar tratados internacionales que prohíben la caza de ballenas. Los japoneses gozaron de autosuficiencia alimentaria por casi mil años, principalmente de sus dos fuentes de proteína, arroz y pescado, pero para inicios de siglo XX su población se desbordó al alcanzar los cincuenta millones: la demanda de mariscos se disparó y entonces Japón se vio obligada a entrar en el mercado internacional. Para 1914, dice Fagan, ya importaba más pescado que el Reino Unido y poco antes de la Segunda Guerra la flota japonesa pescaba el doble que la estadounidense; en esta década, construyeron el mercado de mariscos más grande del mundo, el Tsukiji.
Desde entonces, el país nipón ha sido uno de los principales consumidores de mariscos y por ello representó un problema para las ideas maltusianas de países occidentales, principalmente Estados Unidos. El crecimiento de la población japonesa dio otro gran salto en la segunda mitad del siglo XX —arriba de cien millones para 1970— y la imperiosa necesidad de pescar industrialmente impulsó sus barcos a casi todo el Pacífico. Japón incrementó en menos de cincuenta años su producción pesquera de manera tan acelerada que, de acuerdo con las bitácoras de los barcos pesqueros que van de 1950 al año 2000, en el Mar Índico y en el Atlántico la población de depredadores disminuyó 50%, mientras que en el Pacífico 25%. No sorprende que las mayores empresas de mariscos son niponas; entre ellas se cuentan Maraha Nichiro, con presencia en sesenta y cinco países, Nipón Suisan Kaisha y Kyokuyo, que operan en treinta y dos y quince países respectivamente. Ante tal expansionismo no sólo de Japón sino también de otras industrias pesqueras, en 1970 las naciones, para proteger sus recursos marítimos, demarcaron sus costas en 200 millas náuticas —370 kilómetros—. La medida no fue en vano: en los años de 1970, dice Roberts, las grandes pesquerías europeas y de otros lares, como la costa de Perú, que en ese momento era el banco más grande de anchoveta, estaban casi completamente colapsadas.
De hecho, fue gracias a esta escasez que Perú experimentó con nuevas técnicas de reproducción y pesca, lo que Cushman llama la «Revolución Azul», que consistió en el surgimiento de la acuicultura, es decir una serie de medidas tecnológicas para incrementar la producción, en el caso peruano, de sardina y anchoveta —al grado de ser el mayor productor global— aun a costa del perecimiento de las aves costeras cuya desaparición amenazaba la otra mercancía de exportación peruana: el guano. Gracias a la acuicultura y la exploración de aguas cada vez más lejanas de las costas, la demanda de proteína marina incrementó como nunca; según el estudio titulado «The Blue Acceleration: The Trajectory of Human Expansion into the Ocean», los mariscos son la industria que más creció desde 1960. Estudiosos como Conner Bailey y Nhuong Eran dicen que entre 1950 y 2016 la oferta per cápita se triplicó de 6 kilos a 20.3 kilos anuales, más que la de puerco, pollo o res, y su comercio internacional es también el que más ha crecido con 60 millones de toneladas métricas —MTM— en comparación con 25 MTM de las otras carnes. La captura de peces en alta mar alcanzó su punto máximo en la década de 1990 y de hecho una moratoria histórica fue la del gobierno de Canadá en 1992: tuvo que regular la pesca de bacalao en Terranova, la isla en la que comenzó la abundancia quinientos año atrás; según las fuentes de Roberts, en 1505 nadaban aproximadamente en esa zona 7 millones de toneladas de bacalao y, para el año de la moratoria sólo había 22 mil toneladas de ese pez: 1% de la población prístina. Esta disminución ha propiciado el crecimiento de la acuicultura al grado de ser la que más ha crecido en el sector alimentario y cada vez se diferencia menos de las procesadoras de carne en cuanto a la forma en que operan y contaminan. Este último punto es crucialmente peligroso debido a que las enfermedades en los ecosistemas acuáticos son más difíciles de controlar porque la exagerada utilización de antibióticos que se filtran y contaminan otras especies. Asia es el continente en el que la acuicultura ha capturado el mayor mercado, particularmente China, la cual ha cultivado la práctica desde hace siglos; este continente representa 89% de la producción global en 2016.
Resulta increíble que los océanos, cuna de la imaginación desbordada, estén llegando a un límite al grado de convertirse en una amenaza debido, por un lado, a la sobreexplotación ya no solamente de la vida marina, ahora también de minerales como el petróleo y, por otro lado, por el crecimiento de su inmensa masa acuática causada por calentamiento global, sin olvidar la imparable contaminación de plástico. Conviene desmenuzar cada uno de estos factores para entender el grado de la amenaza.
Primero, la explotación de minerales en la profundidad de los océanos es una nueva frontera que el capitalismo apenas está abriendo y abarca desde las orillas hasta las profundidades. Por ejemplo, la arena es uno de los recursos más extraídos del mundo; de acuerdo con un reporte de 2018, es el recurso más demandado después del agua debido al auge de la construcción, sobre todo en China, lo que destruye playas, modos de vida humana, animal y vegetal. En cuanto a energéticos, los océanos son los nuevos Medio Oriente, Texas y Venezuela: «se han otorgado licencias mineras exploratorias para más de 1.3 millones de km2 del fondo marino en áreas más allá de la jurisdicción nacional» y se espera que las regulaciones de explotación continúen aprobándose, dicen los autores de «The Blue Acceleration». Agregan que casi 70% de los principales descubrimientos de depósitos de hidrocarburos entre 2000 y 2010 ocurrieron en alta mar y, en la medida que los campos de aguas poco profundas se agotan, la producción se está moviendo hacia mayores profundidades. Las plantas desalinizadoras también son un problema porque su propagación se debe a la escasez de agua dulce causada por la urbanización y contaminación de ríos: «las instalaciones de desalación en todo el mundo son alrededor de 16 000 con una capacidad global de más de 95 millones de metro cúbicos por día». La desalinización del agua de mar representa el mayor volumen (59%), seguida de agua salobre (21%) y otras aguas menos salinas.
Y en cuanto a otros recursos minerales, existe la idea de una cornucopia similar a la del siglo XVI: las aguas internacionales, que cubren más de la mitad del fondo marino mundial, contienen minerales más valiosos que todos los continentes juntos, según la revista The Atlantic. En el Pacífico hay abundancia de níquel, cobalto y manganeso como pocas minas en cualquier continente y los grandes consorcios mineros, usando tecnología algorítmica diseñada por Google y Amazon, como ya es utilizada en minas continentales, prometen mapear centímetro a centímetro cada rincón oscuro de la profundidad de los océanos para extraer estos minerales. Ya existe toda una tecnología robótica estudiando los minerales hasta una profundidad de 5 mil metros, mientras que las concesiones de exploración continúan expandiéndose, algunas de hasta 72 mil kilómetros cuadrados. La canadiense Nautilus Minerals, la primera en explorar los lechos marinos, cuenta con enormes vehículos de operación remota, tipo Transformers, capaces de operar a una profundidad de mil quinientos metros para extraer cobre, zinc y oro a una velocidad de 3 mil toneladas por día. Las consecuencias son aún incalculables, pero sí imaginables: la destrucción de los mares desde sus entrañas hasta alcanzar las ciudades costeras. Algunos efectos ya son palpables a la vista, como el crecimiento del nivel de los mares debido a dos fenómenos llamados «eustatismo», que es el incremento de la masa acuática debido al calentamiento de la atmósfera que los océanos absorben y por esto se expanden, y la «isostasia», que es provocada por factores geológicos como terremotos, cambios en las placas tectónicas y derretimiento de glaciares. Aunque la isostasia ha sido endémica en la larguísima historia del planeta, hoy día coexiste con el eustatismo: el calentamiento de la atmósfera derrite el hielo de los polos y esto genera un acelerado incremento del nivel del mar. Por ejemplo, si se derritiera todo el hielo de Groenlandia, que comprende unos 4 550 kilómetros cuadrados, los niveles crecerían hasta siete metros. Esto sin contar el de otras regiones como la Antártica.
Para que ocurra una tragedia, sin embargo, no es necesaria tal altura del nivel del mar porque algunas ciudades ya comienzan a sentir las mordidas del océano. Shanghái, el centro financiero de China con aproximadamente veinticinco millones de habitantes, se ha hundido bajo el agua dos metros en todo el siglo XX, comenta Fagan en The Attacking Ocean, y su hundimiento conlleva otros problemas, como la erosión por falta de sedimentos que ahora se quedan atorados en la monumental Presa de las Tres Gargantas del río Yangtzé. Si acaso los niveles del mar crecen medio metro, señala Fagan, inundaría 855 kilómetros cuadrados de Shanghái; si crece un metro, la ciudad en su integridad quedaría bajo el agua. Pero esta sólo es una ciudad de tantas en el planeta: poco más de doscientos millones de personas viven en ciudades con una costa menor a cinco metros del nivel del mar. Ho Chi Min, Bangkok, Bombay, Alexandria, Basra (Irán), Yakarta, Lagos, Manila, Bangladesh, Londres, Houston, Miami, Río de Janeiro: ciudades portuarias que en su momento sirvieron para transportar humanos, voluntaria e involuntariamente, mercancías y animales y que ahora, víctimas de la misma lógica capital que las fundó, corren el peligro de convertirse en un museo marino.