Читать книгу El capitaloceno - Francisco Serratos - Страница 7

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Hay un periodo geológico que me obsesiona porque es un paréntesis que está fuera de la historia. No quiero decir que no haya existido, sino que se define por su total separación de lo humano, de lo que llamamos Historia, y porque dentro de este periodo el tiempo pareció detenerse y las cosas de suceder. Fue un periodo definido por un solo acontecimiento: los acontecimientos, en cierta forma, desacontecieron; todo fue desapareciendo paulatinamente sobre la superficie del planeta. La vida, en lugar de florecer en el árbol de la evolución, se fue marchitando poco a poco. Es un periodo que me apasiona porque hasta cierto punto me recuerda mucho mi presente. Vivimos tiempos de desamparo y extinción en los que nos vemos a nosotros mismos como víctimas de un proceso que parece imposible de entender y detener. A este periodo de la historia antes de la historia y que cuenta la historia de cómo desaparecieron las cosas se le conoce como «Pérmico».

En 1990, durante el auge de los estudios pérmicos, el geólogo estadounidense Curt Teichert describió la extinción de la siguiente manera: «El modo en que muchas formas de vida del Paleozoico desaparecieron hacia el final del periodo Pérmico me recuerda esa última parte de la Sinfonía de los adioses de Joseph Haydn en la que un músico tras otro músico toma su instrumento y abandona el escenario hasta que, finalmente, no queda nadie». Lo que no menciona Teichert es que, justo antes de retirarse, cada instrumento tiene un solo muy breve, un último estertor. Así me imagino a todos los animales en el periodo Pérmico: uno a uno, en su soledad, fue muriendo tal vez sin la esperanza de haber visto su descendencia evolutiva. ¿Eso mismo está sucediendo ahora?

En la historia del planeta Tierra han acontecido cinco extinciones masivas. Dos en el Paleozoico, dos en el Mesozoico y la extinción masiva del Pérmico, la más grande todas, la llamada «Madre de Todas las Extinciones» —como si un ente femenino pudiera parir la nada—, que los geólogos han situado entre el final del Paleozoico y el Mesozoico, la frontera entre dos periodos de la prehistoria, entre la nada biológica y la aparición de los organismos más grandes: los dinosaurios. Comparar las primeras cuatro extinciones con la pérmica es como comparar el tamaño de la Tierra con el del Sol. La devastación fue tan inmensa que eliminó entre 90% y 95% de la biodiversidad de la Pangea. Ocurrió hace 250 millones de años, dentro de la era Paleozoica. Y los geólogos, aún en la actualidad, debaten sobre las causas de la extinción y sobre su duración.

Pero, en la misma medida que las cifras horrorizan, también reconfortan. El 95% de la extinción total de las especies significa que el 5% sobrevivió y que, a final de cuentas, toda la vida presente del planeta proviene de ese nimio 5%. A pesar de la magnitud y del misterio de la extinción pérmica, los geólogos y científicos casi siempre se centran en la última de las extinciones, la de los dinosaurios, que fue mucho menor —50% de la biodiversidad—. Hasta cierto punto se entiende que se romantice esta última: ¿cómo esos titanes que dominaron la Tierra, tan fuertes y poderosos, pudieron sucumbir al impacto de un meteoro hace 60 millones de años? Las hipótesis sobre su extinción antes de la teoría definitiva del impacto meteórico en 1980, firmada por Luis W. Álvarez y su hijo Walter, fueron vastas —más de cien propuestas entre 1920 y 1990— y algunas incluso simpáticas. Mi favorita la cuenta el paleontólogo Michael J. Benton, quien tal vez, por proteger a un colega francés que propuso esta hipótesis en el año 2000, omite citar su nombre. Según el francés, si en una corta semana una vaca es capaz de inflar con sus gases un globo de barrera, como los que se usaron en la Primera y Segunda Guerra Mundial para contrarrestar los ataques aéreos, imaginen la cantidad de gases producida por los dinosaurios que eran, los más grandes, cincuenta veces mayores que una vaca. Millones y millones de galones de gas metano eran inyectados en la atmósfera cada año, lo que en última instancia provocó que los dinosaurios se asfixiaran con sus propios pedos.

Por supuesto, esta teoría mucho más simpática que el horrible impacto de un meteorito en la península de Yucatán, justamente en el pueblo maya llamado Chicxulub, no tuvo mayor repercusión científica a pesar de que, algunos años más tarde, el científico británico David Wilkinson calculó que en efecto, los dinosaurios, si bien no se gasearon a sí mismos, sí contribuyeron al calentamiento global durante el Mesozoico. Sin embargo, si ponemos en perspectiva la teoría de nuestro anónimo francés, nos daríamos cuenta de que en realidad no estaba tan errado: las millones de vacas que pueblan la Tierra hoy en día, criadas, alimentadas y asesinadas para su consumo, producen más gases de efecto invernadero que todos los automóviles que circulan en las carreteras del mundo. Si la glotonería carnívora continúa creciendo, es posible que los humanos, a diferencia de los dinosaurios, sí sucumbamos a los pedos de las vacas que tanto nos gusta comer, vestir y torturar.

¿Qué causó la más devastadora extinción de la que se tiene registro? La historia de su descubrimiento y sus causas ha durado más de un siglo, desde que recibió su nombre 1841 por el entonces jubilado hombre de armas Roderick Impey Murchison, quien después de la guerra entre Reino Unido e Irlanda, aburrido de su comodidad, se dedicó a la geología. Sus investigaciones, cuenta Benton, lo llevaron a Rusia, particularmente a los Montes Urales, el sistema montañoso que naturalmente divide Asia de Europa. En esa frontera, Murchison recopiló material suficiente para bautizar a ese periodo como «Pérmico», nombre que a su vez proviene de la ciudad homónima ubicada en las faldas montañosas, en el corazón de Rusia. Sin embargo, en ese momento no se concibió el Pérmico como una era de extinciones, pues la extinción, como concepto, aún no se formaba del todo e incluso era rechazado. Tardaron los naturalistas varias décadas en ponerse de acuerdo sobre el tema.

Partiendo de esta indeterminación, la baja posibilidad de que otro meteorito haya impactado la Tierra durante el periodo Pérmico obligó a los científicos a barajar otras posibles causas. Entre la remota probabilidad del meteoro, que no está del todo descartada, existen otras que el especialista en el tema Douglas H. Erwin resume en tres: la erupción volcánica más devastadora de la que se ha tenido registro en Siberia, la desoxigenación de los océanos que resultó en el incremento de aguas anóxicas y la suma e interacción de varios otros eventos menores que desembocó en una reacción en cadena que llevaron a la extinción masiva. No obstante, ante la falta de pruebas para confirmar una u otra, Erwin propone lo que llamó «la hipótesis del Asesinato en el Oriente Exprés», nombre tomado de la novela de Agatha Christie en la que todos los sospechosos, en realidad, participaron de una u otra manera en el crimen.

La duración de la extinción podría aclarar algunos datos no sólo para las causas sino también para las consecuencias. En 1993 Erwin propuso un periodo de entre tres y ocho millones de años, pero más tarde redujo los números a menos de un millón de años y, finalmente, en el 2011, se retractó y dijo que la extinción bien pudo durar menos de doscientos mil años, lo que equivale a aseverar que, tomando en cuenta de la magnitud de la extinción, ocurrió casi de manera instantánea. Al no confirmar las causas, no es posible determinar dónde comenzó la extinción, si en la tierra o en los océanos, mas existen fósiles que apuntan que las especies sobrevivientes fueron mayores en el agua que en la tierra. Comenta Elizabeth Kolbert en The Sixth Mass Extinction que lo cierto es que el carbono asfixió la atmósfera, las temperaturas aumentaron precipitadamente, los océanos se calentaron hasta 18 grados centígrados, lo que a su vez causó una revolución en la composición biológica de los mares que terminó en anarquía: el calentamiento marino, reza una hipótesis, permitió el surgimiento de bacterias productoras de ácido sulfhídrico —un veneno para la mayoría de la fauna— que se esparció por los mares y luego ascendió a la atmósfera con el aire, las aguas se acidificaron, los arrecifes de coral colapsaron y el oxígeno se volvió tan escaso que se calcula que miles de criaturas murieron sofocadas. El agua entera de los océanos se convirtió, en pocas palabras, en una sopa tóxica.

El problema de esta descripción apocalíptica, como dije al principio, es que resuena demasiado fuerte para nuestra época si la comparamos con la actual acidificación de los océanos contemporáneos. Kolbert advierte que ese fenómeno alteraría por completo los procesos biológicos de los organismos marinos, como su metabolismo, las dinámicas de sus enzimas y la generación de proteínas y nutrientes, entre ellos el nitrógeno y el hierro. Y no sólo eso: la acidificación alteraría también la intensidad de la luz que penetra los océanos, incluso los sonidos y su forma de propagación. Uno de los organismos crucialmente afectados son los calcificados como las estrellas de mar, algunas especies de algas, moluscos, ostras y precisamente los arrecifes de coral, tan determinantes en la salud de las aguas tropicales. El blanqueamiento (bleeching) de corales, un fenómeno preocupante ligado al calentamiento de los océanos, representa también un problema gravísimo, como han confirmado los estudios de las últimas dos décadas. En 1998 se detectó que 16% de los cinturones de coral habían sido destruidos por el blanqueamiento, principalmente en India y algunos mares del Pacífico; después, en 2005, se detectó el mismo problema en el Caribe. Para 2010, concluyen McNeill y Engelke, 70% de los corales en los océanos ya mostraba efectos de blanqueamiento.

Benton calcula que la extinción pérmica se llevó sesenta de las sesenta y dos especies vertebradas de las que se tiene conocimiento, una pérdida de 97%, mientras que en los mares se prevé una pérdida del 75% de los vertebrados. Números desastrosos, pero, una vez más, demasiado familiares. Según un reporte de la ONU de 2019 en el que colaboraron cientos de expertos, la humanidad ha reducido la población de fauna y flora en la Tierra un 20% en tan sólo el último siglo, sobre todo en zonas tropicales que albergan la mayoría de la biodiversidad. Si no se pone un alto a las causas, entre las que mencionan la agricultura intensiva, deforestación y sobreexplotación de recursos, un millón de especies podrían desaparecer en el tiempo de una generación humana. El tiempo y la velocidad son igual de desconcertantes: tan sólo de 1980 a 2000, los bosques tropicales en Sudaméricay el Sureste de Asia perdieron cien millones de hectáreas principalmente por ganadería y cultivo palma de aceite africana. Entre las especies que corren mayor riesgo se encuentran los anfibios (40%), los coníferos (34%), los arrecifes de coral (33%), los tiburones y mantarrayas (31%), algunos crustáceos (27%), mamíferos (25%), como el orangután y el rinoceronte, y las aves (14%). Es verdad que no todos los animales, cualquiera sea su forma o tamaño, desaparecerán, porque ni siquiera durante el Pérmico fue así: hubo perdedores y ganadores, pero lejos de significar que los últimos tenían mejores capacidades de adaptación, su supervivencia se debió más a un factor de suerte que de fortaleza evolutiva. El sobreviviente más significativo del periodo geológico fue un reptil categorizado con el nombre de listrosaurio: una lagartija herbívora de aproximadamente un metro de largo que se convirtió en la reina de la Pangea entera. Restos suyos han sido encontrados en todo el globo, desde Sudamérica, China, Antártica, Sudáfrica e incluso Australia. Su supervivencia se debió a una serie de factores tal vez ajenas a su ADN, como la desaparición paulatina de cazadores, la falta de competencia por comida y por tanto el exceso de una variedad alimenticia que le permitió adaptarse sin mucho esfuerzo. De rostro compungido y colmillos medianos pendientes en su hocico, el listrosaurio representó, dentro del 5% que sobrevivió, el 95% de la fauna del planeta. La recuperación de la biodiversidad, debida en gran parte a la familia de listrosaurios —y otros organismos— que evolucionó a pierna suelta durante miles de años, también es un misterio. Los cálculos, aunque no son precisos, abarcan millones de años: la vida comenzó a florecer entre ocho y veinte millones de años después de la extinción y se alcanzaron cifras saludables hasta después de los cien millones de años. Esta lagartija contradice una las reglas de la evolución darwiniana que se ha convertido en uno de los dichos populares más pronunciados: no siempre el más fuerte sobrevive, y el listrosaurio, en suma, fue el primer estoico en habitar el mundo.

Por todas estas similitudes entre los números, los síntomas, los fenómenos, las causas y las consecuencias vivimos en un estado pérmico permanente en el que hay ganadores y perdedores: hay animales que se desvanecen y otros, como el listrosaurio, que se fortalecen. Podría decir que el homo sapiens sapiens en cierta medida es un listrosaurio, pero hacer tal aseveración es un desparpajo: no todos somos listrosaurios y no todos los humanos han contribuido de la misma manera a la debacle; de hecho, algunos humanos han sido, como los animales, llevados casi a la extinción. Nuestra época está habitada por algunos humanos con poder económico y político capaces de deshacer y rehacer biomas enteros para su supervivencia y, como el listrosaurio, vagan cómodos en su soledad, se alimentan, duermen, se reproducen y nada parece afectarles. Vive en una especie de jaula natural del confort. Sin depredadores. Sin competidores. Sin preocupaciones. Unos estoicos agresivos, violentos, hambrientos que consumen y transforman cada organismo que encuentran en el camino.

Esta historia que pretendo contar es la del sistema y época que beneficia a esos listrosaurios. Pero, más que tratarse de una historia estricta, lo que intento es contar cómo comenzó y cómo hemos llegado hasta aquí. No se trata de una historia lineal, porque para hacer la crónica de los últimos quinientos años es mejor construir un relato anacrónico y global. Así, saltaré del pasado al presente, de un continente a otro para contar las muchas historias que cuentan una historia: la llamada época del «Capitaloceno». De esta manera, esta crónica está compuesta de pequeños relatos cuyas fechas intentan ser fieles a un acontecimiento o, a veces, simplemente representan la culminación de fenómenos muy complejos. Intenté escribir una especie de narración, o metamorfosis, de la cantidad en cualidad tal y como lo explicó Hegel y luego Marx lo aplicó al mundo material; es decir, pequeños cambios acumulados que pueden alterar la naturaleza de una entidad hasta convertirla en algo completamente diferente. Así funciona la ruptura climática: no es el resultado de una acción masiva sucedida en un momento específico, sino que es un evento construido a lo largo de casi cinco siglos de historia. Talar un árbol no altera un bosque, pero talar todo un bosque hace colapsar todo un ecosistema. El cultivo del azúcar que comenzó en la costa norte de Brasil hace siglos para alentar el mercado europeo fue sólo un paso de un cambio más complejo —la deforestación de la Amazonía— que continúa aconteciendo hoy día con el cultivo de soya para alimentar reses que a su vez son usadas para alimento humano. La propuesta de este libro, por tanto, no es la de la precisión: «en este año, esta persona, en este lugar, el mundo comenzó a joderse». El Capitaloceno es un proceso que en cierta medida surgió de una crisis y a partir de ella se ha desarrollado de diferentes maneras en diferentes formas. Cada episodio y relato de esta historia es de una importancia radical para entender cómo llegamos aquí y, sobre todo, más importante aún, hacia dónde queremos ir.

El capitaloceno

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