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II

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Me desperté con un dolor insoportable en la pierna. Como si un tren (o un androide, lo que es peor) me hubiera pasado por encima. Para mi desgracia, enseguida recordé los fríos ojos del robot gigante con el que me había intentado pelear unos minutos antes. Bah, unos minutos, bien podrían ser horas o días. ¿Habría sido un sueño? Traté de consolarme con eso. Pero eso no me permitía explicar por qué todavía tenía ese tremendo dolor en la pierna con la que intenté (sin éxito) propinarle una patada lateral a mí metálico atacante.

“Fredi, estuviste viendo muchas películas de ciencia ficción y leyendo muchos libros de Isaac Asimov”, me dije, y me incorporé esperando ver la ventana de mi habitación, en mi barrio, bien al sur de Buenos Aires. Pero no.

Para mi sorpresa no solo no estaba en casa, sino que me encontraba en lo que probablemente era un hospital, o eso parecía. La habitación se veía bastante más futurista que las que conocía hasta ese momento. Pantallas por todos lados, con una calidad de imagen desconocida para mí y que medían con precisión decimal cosas que no tenía idea que existían: datos. “El paraíso de los datos aplicados a la salud”, pensaba mientras iba haciéndome notas mentales sobre uno de nuestros clientes al que la información de monitoreo de pacientes en tiempo real le vendría genial para la toma de decisiones. “Este es el tipo de sueños que me hacen pensar que tengo que buscarme un nuevo hobbie y no ser tan adicto al trabajo”, divagaba cuando alcancé a ver también dos brazos robóticos a un costado ¿de dónde?, que vaya uno a saber para qué servían. Sólo rogué que no se activaran.

“Workaholic”, qué palabra horrible. Simplemente me apasiona mi trabajo, casi tanto como la música. Me apasiona tanto que no puedo sacarlo por completo de mi cabeza incluso durante un apocalipsis tecnológico. O alienígena. O quién sabe en qué tipo específico de apocalipsis nos encontramos. Estar acostado en esa cama de ¿hospital? —era demasiado cómoda para serlo— me hizo pensar en muchas cosas. En los casi cuatro años que pasaron desde que fundamos RockingData habíamos visitado muchas empresas —incluso en Silicon Valley, la meca de la tecnología— pero nunca habíamos visto tantos datos y números juntos en un solo tablero. De hecho, recuerdo que las primeras veces que hablamos con clientes nos resultaba sumamente difícil explicar lo que hacíamos, porque era algo nuevo para la mayoría. Y es que, si bien desde hace muchos años se analizan datos, los conceptos de inteligencia artificial y machine learning, parecían un poco futuristas e imposibles de aplicar en América Latina. Y ni hablar de big data, que sonaba más como nombre de rapero que como herramienta para tomar decisiones.

Pero, mientras mi mente seguía divagando casi con nostalgia por esos años, algo me estremeció completamente. No sé muy bien cómo, pero durante todo ese tiempo no me había percatado de la presencia de esa diminuta especie de pulsera negra en mi muñeca, parecida a un smartwatch, que decía mi nombre y lo que, según mis estimaciones, era fecha de ingreso al establecimiento: “F. VIVAS - MIE 17 MAYO 2140”.

“¿¡Dos mil ciento cuarenta!?”, me recorrió un escalofrío en la espalda. Ahora sí, tenía que estar soñando, definitivamente. Y aunque eso explicaba lo sofisticado de la habitación del hospital, para ese año yo debería tener algo así como 160 años.

Me saqué lo más rápido que pude todos los cables que tenía conectados, decidido a escaparme y averiguar qué era lo que estaba pasando. Pero, de repente, la puerta por la que tenía planeado salir, se abrió de par en par haciendo ese típico ruido futurista que se escucha cuando se abre una compuerta de una nave espacial.

—Tranquilo, Fredi. No venimos a hacerte daño —me dijo una voz grave lo que aparentemente era algo así como un ropero con forma humana, vestido de uniforme militar—. Soy el capitán Connor y estoy liderando el quinto escuadrón de la resistencia humana. Espero que ya estés mejor.

“¿La resistencia qué?”, pensé, pero aparentemente en voz alta, o más bien demasiado alta, porque el Capitán se incorporó de golpe, algo sorprendido por mi reacción.

—Mis sinceras disculpas —parecía que había recobrado por completo su inquietante tranquilidad—. Debí haber empezado con un poco más de contexto, pero no tenemos tiempo para perder. Vístete y te iré contando en el camino.

—¿En el camino a dónde, si se puede saber? —atiné a preguntar, mientras seguía sacándome torpemente los cables de encima para no hacer enojar al Capitán, que, si bien todavía me daba un poco de miedo, al menos no era el cíborg asesino. O por lo menos no lo parecía.

—Desde hace más o menos unos cinco meses que estamos en guerra con un grupo rebelde de robots —dijo, sin anestesia, mientras atravesábamos la puerta para adentrarnos en un largo pasillo donde decenas de personas uniformadas corrían de un lado al otro—. Desde hace tiempo sabemos que algo así podía suceder, pero, para serte franco, los ataques nos tomaron más por sorpresa de lo que esperábamos y perdimos el control de gran parte del continente.

¿Qué continente? ¿Qué tipo de guerra? ¿Qué máquinas? ¿Aquello era una broma de mal gusto de mis amigos que conocen mi fanatismo por la ciencia ficción? Tenía demasiadas preguntas y no sabía por cuál empezar. Mientras navegaba en mis pensamientos, el Capitán acercó sus ojos a un pequeño lector e inmediatamente se abrió un enorme portón frente a nosotros, el cual daba paso a una sala rodeada de mapas, pantallas y más personas corriendo.

Cuando entramos, todo el mundo dejó de hacer lo que estaba haciendo y la sala quedó sumida en un silencio sepulcral.

—Te trajimos hasta acá porque necesitamos tu ayuda —dijo el Capitán rompiendo el silencio que ya se estaba tornando incómodo. No pude evitar lanzar una carcajada, probablemente por la tensión o el miedo acumulados o porque ya estaba casi convencido totalmente de que me estaban haciendo una broma de mal gusto.

—Capitán, con todo respeto —comencé, para atenuar un poco las consecuencias de mi risa, que no fue compartida por nadie más en la enorme sala—. Probablemente se habrán dado cuenta de que no estoy lo suficientemente capacitado para pelear contra nadie. Por si quedaba alguna duda después de haber visto cómo me dejó ese androide que me crucé en la puerta de mi casa—, y ahora la risa fue del Capitán, al que, obviamente, le siguieron las de todas las demás personas en la sala.

—Fredi, nosotros no queremos que pelees, para eso ya tenemos todo un ejército —y su semblante ahora volvió a su estado de seriedad normal—. Te necesitamos para algo mucho más importante que pelear.

No llegué a terminar de balbucear algunos monosílabos inteligibles cuando el Capitán Connor, qué parecía más entrenado en el arte del suspenso que un presentador de reality show televisivo, terminó larga e irritante pausa.

—Te trajimos hasta acá porque puedes ayudarnos a entender cómo piensan las máquinas.

¿Cómo piensan las máquinas?

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