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3.

EL BIEN Y EL MAL

NADIE NACE ATEO NI ESCÉPTICO —que es aquel que pone en duda la posibilidad de descubrir alguna vez la verdad—. Estas actitudes proceden menos del modo de pensar que del modo de vivir. Si no vivimos como pensamos, pronto empezamos a pensar como vivimos. Acomodamos nuestra filosofía a nuestras obras, y eso no es bueno.

Os voy a contar la historia de una atea que vivía en Londres (Inglaterra), donde yo desarrollaba buena parte de mi labor en la parroquia de St. Patrick, en Soho Square. Un domingo por la mañana pasé al presbiterio de la iglesia para preparar la misa y me encontré a una mujer que, puesta en pie, arengaba a los fieles desde el comulgatorio.

—¡Dios no existe! —decía—. En el mundo hay demasiado mal. La razón no puede alcanzar su sentido. Es imposible demostrar la existencia de Dios. Me paso las noches en Hyde Park negando la existencia de Dios y recorro toda Inglaterra, Escocia y Gales repartiendo folletos que niegan que exista.

Me acerqué al comulgatorio y le dije:

—Joven, celebro oírle decir que cree usted en la existencia de Dios.

—¡Qué estupidez! Yo no he dicho eso.

—Pues yo le he entendido todo lo contrario —repliqué—. Imagínese que todas las noches me fuera a Hyde Park para negar la existencia de los fantasmas de doce piernas y los centauros de diez. Imagínese que recorriera toda Inglaterra, Escocia y Gales criticando la fe en fantasmas y centauros como esos. ¿Qué diría de mí?

—Que está usted loco —contestó ella—. Deberían encerrarle.

—¿Y a Dios no lo incluye usted en la misma categoría que a esas fantasías de la imaginación? —dije—. ¿Por qué sería una locura que yo las negara y no es una locura que usted niegue a Dios?

—No lo sé. ¿Por qué?

—Porque cuando yo niego la existencia de esos fantasmas imaginarios estoy negando algo irreal, mientras que cuando usted niega a Dios está negando algo tan real como un navajazo. ¿Cree usted que en este mundo existirían las prohibiciones si no hubiera algo que prohibir? ¿Habría leyes antitabaco si no existiera el tabaco? ¿Cómo puede existir el ateísmo si no hay nada que negar?

—¡Es usted odioso! —dijo la joven.

—Usted misma acaba de dar la respuesta —le dije.

El ateísmo no es una doctrina, sino un grito airado.

Existen dos clases de ateos. Están las personas sencillas con ciertos conocimientos científicos que admiten que probablemente Dios no existe, y hay otra clase de ateos que son militantes, como los comunistas. En realidad no niegan la existencia de Dios: desafían a Dios. Lo que evita que se les tome por locos es la realidad de Dios. Lo que les proporciona algo real sobre lo que volcar su odio es la realidad de Dios.

Una vez expuestas las actitudes que el alma puede adoptar ante la evidencia, pasemos a analizar el conocimiento de Dios. ¿Cómo conoce Dios? Dios conoce mirándose a sí mismo, igual que un arquitecto. Nosotros conocemos mirando las cosas. Antes de levantar un edificio, el arquitecto es capaz de decir el tamaño, la ubicación, el peso y el número de ascensores porque es él quien ha diseñado el edificio.

Dios es la causa del auténtico ser del universo. El arquitecto examina su propia mente para entender la naturaleza de lo que ha diseñado; el poeta conoce los versos que están en su mente; y Dios conoce todas las cosas mirándose a sí mismo. No necesita esperar a que dobles una esquina para saber que lo estás haciendo. No ve a los niños metiendo la mano en la lata de las galletas y concluye que están robando. A ojos de Dios todo está desnudo y al descubierto. En Dios no hay futuro. En Dios no hay pasado. Solo hay presente.

Imagínate que vas andando por un cementerio y ves una serie de tumbas que pertenecen a la misma familia. La inscripción de la primera lápida dice: EZEQUIEL HINGENBOTHAM, FALLECIDO EN 1938. Avanzas un poco más y ves otra lápida que dice: HIRAM HINGENBOTHAM, FALLECIDO EN 1903. Unos cuantos pasos más allá: NAHUM HINGENBOTHAM, FALLECIDO EN 1833; y aún más allá: REGINALD HINGENBOTHAM, FALLECIDO EN 1861. Estas lápidas señalan acontecimientos sucesivos ocurridos en el espacio y el tiempo. Ahora imagínate que sobrevuelas el cementerio en un avión: en ese caso, lo verías todo a la vez. Así ve la historia quien está fuera del tiempo.

Supón que ves el rollo de una película que contiene el desarrollo de una trama de principio a fin. Supón que ese rollo de película tuviera conciencia. De ser así, conocería toda la trama. Si tú y yo quisiéramos conocer la trama completa, tendríamos que esperar a que la película se proyectara entera en la pantalla. Iríamos conociendo de forma sucesiva lo que el rollo de la película conoce de una sola vez. Esto es lo que ocurre con el conocimiento de Dios.

Dios lo conoce todo porque es Creador; cada una de las cosas de este mundo ha sido hecha conforme a un patrón que existe en la Mente Divina. Mira a tu alrededor y fíjate en un puente, una estatua, un cuadro o un edificio. Antes de su inicio, cada uno de ellos existía en la mente de quien los diseñó o los planificó. De igual modo, no hay en este mundo árbol, flor, pájaro ni insecto que no se corresponda con una idea existente en la Mente Divina. Ese patrón se ha envuelto en materia. Lo que hacen nuestro conocimiento y la ciencia es desenvolver la materia para redescubrir las ideas de Dios. El hecho de que Dios haga cosas de esas ideas y patrones garantiza la racionalidad y el sentido del cosmos, lo que hace posible la ciencia. Si en el universo no hubiera inteligencias humanas y angélicas, las cosas seguirían siendo reales porque se corresponden con la idea existente en la mente de Dios.

No se puede sacar a relucir el tema del conocimiento de Dios sin tropezarse con alguna dificultad. Una de las más evidentes es: «Si Dios lo conoce todo, sabe qué le va a suceder a cada una de las almas de este mundo. Sabe si me voy a salvar o si me voy a condenar. Por lo tanto, estoy predestinado». Hace siglos que se utilizó este argumento, que formaba parte de la filosofía de los pueblos orientales.

Para entender el conocimiento de Dios hay que distinguir entre presciencia y predestinación, que no son lo mismo. Dios tiene un conocimiento previo de todo, pero no nos predetermina con independencia de nuestra voluntad y de nuestros méritos. Imagínate que conoces a fondo el mercado de valores. Basándote en tus profundos conocimientos de la situación empresarial, dices que dentro de seis meses el valor de unas acciones estará diez puntos por encima de su valor actual. Imagínate que al cabo de seis meses las acciones han subido diez puntos. ¿Has predeterminado o provocado tú la subida de esos diez puntos? ¿No han intervenido otros factores que no son tus hondos conocimientos?

Por concretar aún más: en los inicios de la época colonial de esta nación un granjero se fue a la ciudad a hacer algunas compras. Cuando llevaba recorrido parte del camino, volvió a casa y le dijo a su mujer que se le había olvidado el rifle. Como buena determinista que era, su esposa le argumentó así:

—Puede que estés predestinado a que los indios te peguen un tiro o puede que estés predestinado a que los indios no te peguen un tiro. Si estás predestinado a que los indios te peguen un tiro, el rifle no te servirá de nada. Si estás predestinado a que los indios no te peguen un tiro, no te hace falta el rifle.

—Supón —contestó el marido— que estoy predestinado a que los indios me peguen un tiro siempre y cuando no lleve rifle.

De modo semejante, Dios lo conoce todo, pero nos sigue dejando libertad. ¿Cómo puede influir Dios en ti y, al mismo tiempo, dejarte libertad? Vamos a fijarnos en distintos tipos de influencia. En primer lugar, gira la llave de una puerta: se producirá un impacto de algo material sobre algo material y, en consecuencia, la puerta se abrirá. Existe otro tipo de influencia. En primavera plantas una semilla en el jardín. El sol, la humedad, la atmósfera y las sustancias químicas de la tierra empiezan a ejercer una influencia conjunta sobre esa semilla. Desde luego, no es el mismo tipo de acción que la de girar un trozo de metal dentro de una cerradura. Esa semilla contiene una inmensa capacidad de crecimiento y lo que más fomenta el crecimiento es algo invisible: el sol.

Avancemos un paso más. Piensa en un padre que mantiene una conversación con su hijo para intentar influir en él y que estudie Medicina. Lo que realmente influye en el hijo es cierta verdad invisible, junto con el profundo amor que el padre profesa al hijo y el hijo al padre. Lo que en realidad hace el amor es inspirar en el hijo un acto libre. El hijo no está obligado a hacer exactamente lo que desea su padre. Es libre de hacer lo contrario. Pero la verdad y el amor lo han movido hasta el punto de considerar que lo que hace constituye la verdadera perfección de su personalidad. Puede que más adelante diga: «Todo lo que tengo se lo debo a la conversación que tuve con mi padre. Ahí empecé a descubrir mi verdadero yo». De un modo así de misterioso actúa Dios en tu alma. No actúa igual que la llave en una cerradura. Actúa de un modo menos visible que un padre con su hijo, pero ahí siguen estando las mismas palabras misteriosas: tú y yo. Dios es la encarnación del amor. El amor te inspira para que seas lo que estás destinado a ser: una persona libre en el sentido más pleno de la palabra. Cuanto más te guíe el amor de Dios, más serás tú mismo; y todo eso ocurre sin que pierdas nunca tu libertad.

Aún sigue existiendo otro problema fundamental: el problema del mal. Quizá te preguntes: «Si Dios es poder y amor, ¿por qué ha creado un mundo como este y por qué permite el mal?». No vamos a ofrecer aquí una explicación concluyente acerca del mal. Nos limitaremos a exponer algunas conjeturas sobre lo que lo hace posible.

Empecemos con una pregunta: «¿Por qué ha hecho Dios un mundo como este?». Piensa que este no es el único mundo que podría haber hecho Dios. Podría haber hecho miles de tipos de mundos distintos en los que no existieran el dolor, el esfuerzo o el sacrificio. No obstante, este mundo es el mejor mundo posible que Dios podría haber creado para el objetivo que tenía en mente. Fíjate en la distinción que estamos haciendo. Un niño, por ejemplo, puede decirle a su padre, un eminente arquitecto: «Quiero que me construyas una jaula para gorriones». El arquitecto diseña una jaula. No es la mejor jaula que podría haber hecho, pero sí es la mejor jaula que el arquitecto podría diseñar para su propósito: construir una jaula para gorriones.

¿Cuál era de la intención de Dios al crear este mundo? Dios quería un universo moral. Desde toda la eternidad quiso construir un escenario en el que los personajes fueran éticos.

Podría haber hecho un mundo sin moral, sin virtud y sin calidad ética. Podría haber hecho un mundo en el que todos progresáramos en el bien tan inevitablemente como el sol sale por el este y se pone por el oeste. Pero no eligió hacer un mundo en el que nosotros fuéramos buenos igual que el fuego es caliente y el hielo frío. Quiso hacer un universo moral en el que, mediante un uso recto de la libertad, pudieran desarrollarse personas con calidad ética. ¿Qué importancia podría tener para Dios una pila de cosas amontonadas en el espacio infinito, aunque fueran diamantes? Si todas las órbitas celestes fueran las de joyas tan brillantes como el sol, ¿qué significaría para Él ese equilibrio exterior imperturbable en comparación con una sola persona capaz de coger la maraña de hilos de una vida aparentemente rota y arruinada para tejer con ellos el hermoso tapiz de la sacralidad y la santidad? La elección que se abría ante Dios en la creación del mundo consistía en crear un universo totalmente mecánico, de autómatas y máquinas, o crear un universo espiritual en el que se pudiera elegir entre el bien y el mal.

Evidentemente, Dios eligió crear un universo moral en el que existiera la calidad ética. ¿Qué condición exigía ese universo? Dios tenía que hacernos libres. Tenía que concedernos la capacidad de decir sí o no, de capitanear nuestro propio futuro y destino. La moral implica la responsabilidad y el deber, y estos solo pueden existir siempre y cuando exista la libertad. Las piedras carecen de moral porque no son libres. Nadie condena al hielo porque el calor lo derrita. La alabanza y la condena únicamente se pueden aplicar a quienes son dueños de su voluntad. Solo porque tienes la posibilidad de decir «no» es tan atractiva tu calidad ética cuando dices «sí». Priva a cualquiera del atributo de la libertad y tendrá la misma posibilidad de ser virtuoso que las briznas de hierba que crecen bajo sus pies. Priva a la vida de la libertad y no existirá más motivo para honrar la fortaleza de los mártires que para honrar las llamas que prenden un montón de leña.

¿Existe algo que haya impedido a Dios no reinar sobre un imperio de sustancias químicas? El hecho de que Dios haya optado deliberadamente por un imperio regido no por la fuerza, sino por la libertad, y de que sus súbditos sean capaces de actuar en contra de la voluntad divina mientras que las estrellas y los átomos no pueden hacerlo ¿no constituye acaso una prueba de que es posible que haya dado a los hombres la oportunidad de que le nieguen su lealtad para que, cuando libremente la escojan, esa lealtad tenga un significado y una finalidad?

Esta es una de las posibles razones de la existencia del mal. El mal está ligado a la libertad del hombre. El hombre, que es libre de amar, es libre de odiar. El que es libre de obedecer es libre de rebelarse. Según el orden de las cosas, la virtud solo es posible en los ámbitos en los que es posible ser malvado.

El hombre solo puede ser santo en una Iglesia en la que se puede ser diabólico.

Dirás: «¡Si yo fuera Dios, destruiría el mal!». Si lo hicieras, destruirías la libertad humana. Dios no destruye la libertad. Si no queremos dictadores en este mundo, menos aún los querremos en el reino de los cielos. Quienes culpan a Dios de permitir que la libertad del hombre se dedique a entorpecer y desbaratar su obra son como quienes, al ver los tachones y los errores de un cuaderno escolar, condenan al profesor por no arrancarle el cuaderno al alumno y ponerse a escribir él. Así como el objetivo del profesor es enseñar bien —y no conseguir cuadernos limpios y perfectamente escritos—, el objetivo de Dios es el desarrollo de las almas, y no la producción de entidades biológicas. Te preguntarás: «Si Dios sabe que voy a pecar, ¿por qué me ha creado?». Dios no ha hecho a nadie pecador: ¡pecadores nos hacemos nosotros! Ahí sí que somos creadores. El mayor regalo que Dios le ha hecho al hombre, aparte de la gracia, es el don de la libertad humana y la capacidad de corresponderle con amor.

Dios y el hombre

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