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1.

LA FILOSOFÍA DE VIDA

LA PAZ SEA CON VOSOTROS. Hay dos maneras de despertarse por las mañanas. Una es diciendo: «¡Buenos días, Dios mío!»; y la otra es diciendo: «¡Dios mío, otro día!». Empecemos por la segunda.

La gente que se levanta así sufre angustia vital. La vida les parece bastante absurda, y hoy día abunda la literatura que trata del absurdo de la vida. Una de las mejores expresiones de ese absurdo es el relato sobre dos fábricas situadas a uno y otro lado de un río. Una de ellas reúne piedras gigantescas, las tritura y las convierte en polvo; luego un barco transporta el polvo al otro lado del río, donde la segunda fábrica lo transforma en bloques enormes. A continuación los bloques se devuelven a la primera fábrica, y así una y otra vez. Se trata de una forma literaria de expresar la visión de la vida que tiene la gente de hoy.

Ese absurdo lo encontramos en la obra de teatro de un existencialista que describe a tres personas en el infierno. Cada una de ellas está deseando hablar de sí misma, de sus desgracias y sufrimientos personales. A las demás solo les interesan sus propias desgracias y sufrimientos personales. Esta es la última frase cuando por fin cae el telón: «¡El infierno es el otro!»; y así es como viven algunos. Junto a este sentimiento del absurdo se da también una deriva. Hay mucha gente que se parece al Old Man River: se limita a flotar en el agua dejándose llevar, como una flecha sin blanco, un peregrino sin santuario, un viaje por mar sin puerto. ¿A qué conclusión común han llegado quienes se levantan y dicen: «¡Dios mío, otro día!»? Para ellos la vida no tiene ningún sentido; carece de objetivo, de meta o de destino.

Recuerdo cuando aún era un joven sacerdote y fui por primera vez a estudiar a Europa. En verano hice un curso en la Sorbona de París con el objetivo fundamental de aprender francés. La pensión en la que me alojaba pertenecía a madame Citroën. Llevaba allí alrededor de una semana cuando la mujer vino a decirme algo, pero no la entendí. ¡Qué mal te sienta que en París los perros y los caballos entiendan francés y tú no! Como en la pensión vivían tres profesores norteamericanos, les pedí que me hicieran de intérpretes. Y esto fue lo que pasó.

Madame Citroën me contó que, después de casarse, su marido la abandonó y su hija acabó convirtiéndose en una de esas piltrafas morales de las calles de París. A continuación se sacó del bolsillo una ampollita con veneno.

—No creo en Dios —dijo—; y, si existe, yo lo maldigo. La vida no tiene sentido, es absurda; así que he decidido envenenarme esta noche. ¿Puede usted hacer algo por mí?

Le contesté por medio del intérprete:

—Si está usted decidida a tomarse eso, puedo hacer algo, sí.

Le pedí que retrasara su suicidio nueve días. Creo que es el único caso del que queda constancia en el que una mujer retrasa nueve días su suicidio. Nunca había rezado como recé entonces por esa mujer. Al noveno día el Señor le concedió una gracia inmensa. Años después, de camino a Lourdes, hice una parada en la ciudad de Dax, donde disfruté de la hospitalidad de monsieur, madame y mademoiselle Citroën.

—¿Son buenos católicos los Citroën? —le pregunté al párroco.

—¡Sí! —dijo él—. Las personas que conservan la fe durante toda la vida son una maravilla.

Era evidente que no conocía la historia. De modo que sí se puede encontrar una salida a ese absurdo.

Vamos con la pregunta que les interesa a todos los psiquiatras y a todos nosotros: «¿Cuál es la diferencia entre una persona normal y una persona que sufre un trastorno?». La persona normal obra siempre con una meta o un fin; la persona con un trastorno busca mecanismos de escape, excusas y justificaciones para evitar descubrir el significado y el fin de la vida. La persona normal se fija alguna meta. Un joven puede querer ser médico o abogado, pero detrás de eso hay algo más.

Imagínate que preguntas:

—¿Qué quieres hacer después de acabar Medicina?

—Pues… quiero casarme y criar a mis hijos.

—¿Y luego?

—Ser feliz y ganar dinero.

—¿Y luego?

—Dejarles el dinero a mis hijos.

—¿Y luego?

Así hasta el último «¿y luego?». La persona normal sabe qué es ese «y luego». La persona que padece un trastorno vive encerrada dentro del barril de su propio ego. Es como un huevo que nunca llega a romper el cascarón. Se niega a someterse a la incubación divina para alcanzar una vida distinta de la que tiene.

¿Cuáles son algunos de los mecanismos de escape de la persona que sufre un trastorno? Si quiere ir de Nueva York a Washington, no le interesa nada Washington: lo que le interesa es ofrecer excusas de por qué no va a Washington. Un mecanismo de escape habitual de estas personas es el amor a la velocidad. Creo que un amor excesivo a la velocidad o, mejor dicho, el amor al exceso de velocidad se debe al deseo de un objetivo o un propósito en la vida. ¡No saben adónde van, pero no cabe duda de que están en camino! Puede incluso que exista un deseo inconsciente o semiconsciente de poner fin a una vida que carece de objetivo. Otra vía de escape puede ser el sexo, así como volcarse en los negocios de un modo anormal con el fin de vivir la intensidad de una experiencia que satisfaga el deseo de una meta o un objetivo.

Un psiquiatra muy famoso, el Dr. Carl Jung, decía que, tras veinticinco años de experiencia tratando a enfermos mentales, al menos una tercera parte de sus pacientes no presentaba una neurosis clínica apreciable. Todos eran víctimas del deseo de un significado y un objetivo en la vida y, mientras no lo descubrieran, nunca serían felices. La gran mayoría de la gente de hoy en día padece lo que podría denominarse una neurosis existencial, una angustia y un problema vital. «¿De qué va todo esto?», se preguntan; «¿hacia dónde me dirijo?», «¿cómo puedo llegar allí?».

Quizá estés pensando: ahora me va a decir que me arrodille y me ponga a rezar. No, no te voy a decir eso. Quizá lo diga un poco más adelante, porque quienes sufren una neurosis existencial se encuentran por el momento muy lejos de algo así. Ofrezco dos soluciones. La primera: ve y ayuda al prójimo. Quienes padecen angustia vital viven únicamente para ellos mismos. Sus mentes y sus corazones están bloqueados. Todos los residuos del río de la vida convierten su corazón y su mente en un montón de basura, y la mejor manera de salir de ahí es amar a las personas que ves. Si no amamos a los que vemos, ¿cómo vamos a amar a Dios, a quien no vemos? Visita a los enfermos. Haz el bien a los pobres. Ayuda a curar a los leprosos. Encuentra a tu prójimo, y el prójimo es cualquiera que tenga una necesidad. Si haces esto, empezarás a romper el cascarón. Descubrirás que tu prójimo no es el infierno, como dice Sartre: tu prójimo es parte de ti mismo y criatura de Dios.

Un padre me trajo a su hijo, un adolescente rebelde y presuntuoso, que había abandonado la fe y estaba enfadado consigo mismo y con el mundo. Poco después de nuestro encuentro, el chico estuvo viviendo un año fuera de casa y volvió tan mal como se había ido. El padre me lo trajo y me preguntó: «¿Qué hago con él?». Le aconsejé que lo enviara a un colegio fuera de Estados Unidos. Cerca de un año después el chico vino a verme y me preguntó:

—¿Podría prestarme apoyo moral para un proyecto que he empezado en México? Unos cuantos chicos de mi colegio han construido una pequeña escuela y hemos ido reuniendo a todos los niños del barrio para enseñarles el catecismo. Una vez al año llevamos a un médico estadounidense para que trate durante un mes a los enfermos del barrio.

—¿Y cómo has acabado metido en esto? —le pregunté.

—Los otros chicos fueron allí en verano y yo los acompañé —contestó.

En el prójimo el chico volvió a encontrar la fe, los valores y todo lo demás. Son los pobres, los indigentes, los necesitados, los enfermos, las demás criaturas de Dios, los que nos dan la fuerza. Hace años un indio viajó al Tíbet con intención de evangelizar un país no cristiano acompañado de un guía tibetano. En el trayecto, mientras atravesaban las estribaciones del Himalaya, hizo mucho frío, y los dos se sentaron exhaustos y prácticamente congelados. El indio, que se llamaba Singh, dijo:

—Me parece estar oyendo gemir a un hombre en el precipicio.

—Estás medio muerto —dijo el tibetano—, ¡no podrás ayudarle!

—Pues lo voy a hacer —repuso Singh.

Bajó y sacó a rastras al hombre del precipicio, lo llevó al pueblo más cercano y emprendió el regreso plenamente recuperado gracias a ese acto de caridad. Al llegar se encontró a su amigo, que se había negado a auxiliar al prójimo, muerto por congelación. Porque el mejor modo de escapar de la angustia vital es salir en busca del prójimo.

El otro medio consiste en abrirse a las experiencias y los encuentros con lo divino que te llegan de fuera. Me refiero a abrirte. Tus ojos carecen de luz. Tus oídos carecen de sonidos o armonía. El alimento que hay en tu estómago procede de fuera. Tu mente ha recibido formación. La radio capta las ondas invisibles que proceden del exterior. Ábrete a recibir ciertos impulsos que recibes de fuera y que te perfeccionarán. Por muy lejos que te encuentres de estas cosas de las que te hablo, te llegarán.

Recuerdo que invité a hablar conmigo a una mujer que acababa de perder a su hija de dieciocho años. Sufría una fuerte rebelión y no creía en nada.

—Quiero hablar de Dios —me dijo.

—Muy bien —le dije—, yo hablaré de Dios cinco minutos y luego usted hablará de Él o contra Él otros cuarenta y cinco. Y después hablaremos usted y yo.

Llevaba dos minutos hablando cuando la mujer me interrumpió. Apuntándome con el dedo, me dijo:

—Oiga usted: si Dios es bueno, ¿por qué se ha llevado a mi hija?

Le contesté:

—Para que usted pueda estar aquí, aprendiendo algo acerca del objetivo y el significado de la vida.

Y eso fue lo que aprendió.

Lo que te estoy sugiriendo es que no te limites a elucubrar sobre el significado y el objetivo de la vida. Tú mismo actuarás conforme al significado y el objetivo de la vida si rompes el cascarón de egocentrismo y de egoísmo y limpias las ventanas de tu vida moral para permitir que entre la luz del sol. No buscarías a Dios si, de algún modo, no lo hubieras encontrado ya. Eres un rey exiliado de su reino. Hablaremos de ello más adelante.

Dios y el hombre

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