Читать книгу La navaja de Ockham - Gastón Intelisano - Страница 14

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El móvil de Escena del Crimen se detiene frente a media docena de autos oficiales desperdigados en una zona no muy lejana al complejo habitacional de lujo donde vive el matrimonio. La calle tiene una cierta pendiente que hace que nuestro conductor tenga que poner el freno de mano al estacionar. Mis compañeros abren la puerta trasera de la camioneta y comienzan a vestirse con los ambos descartables, mientras miro por el parabrisas delantero, todavía sentado en el lugar del acompañante. Una profunda ansiedad y tristeza me atornillan a ese asiento y percibo que por mis venas el plomo ha reemplazado a la sangre. El cuerpo me pesa, se niega a abandonar su estática posición y una parte de mí no quiere enfrentar lo que parece inevitable. Me quedo mirando el mar, delante de mi vista, las personas que caminan al encuentro de ese despojo. La última obra maestra del mal en este mundo.

De repente, una voz me trae al presente, y abandono mis pensamientos.

—¿Venís? –me dice Battaglia, del otro lado del vidrio.

—Sí, ya bajo –le respondo. Me desabrocho el cinturón de seguridad, y abro la puerta. Una fuerte y fría brisa me recibe, como anticipándome lo que veré a continuación. Tomo mi maletín plateado y cierro la puerta con poco envión y queda abierta, lo que me obliga a tener que volver a abrirla. Esta vez la cierro con fuerza. Quizás, demasiada.

Es una mañana nublada, aunque el sol pega fuerte cuando se deja ver. Subimos la vereda en pendiente y me cuesta con cada paso vencer la fuerza de gravedad, pero lo logro. El maletín parece pesar el doble. De repente, el cielo se nubla por completo y el viento es implacable. Mi cabello y el de todos los que me acompañan se baten a duelo con ese torbellino. En el aire vuelan partículas de arena y polvo que nos obligan a cerrar los ojos.

Cuando ese pequeño vendaval pasa, continuamos con la peregrinación hacia la escena del crimen. Nuestro destino es un baldío abandonado en una esquina, junto a una casa antigua en ruinas, próxima a ser demolida.

El paredón que lo rodea es bajo, de piedras y está bastante maltrecho. Desde la vereda en pendiente puede verse lo que hay detrás de él, lo que no es mucho: matorrales de hiedra y pastos altos, penachos secos de viejas plantas que han muerto hace tiempo y escombros que han caído de la casa abandonada que le da la espalda. El pequeño cuerpo de la nena se encuentra en posición fetal debajo de uno de estos penachos secos. Parece más pequeña de lo que es y presenta un aspecto tan lastimero que me estruja el corazón.

Sus cabellos dorados tan perfectos y armoniosos en las fotos se ven ahora opacos y alborotados. Los ojos están parcialmente abiertos, como si tuviera mucho sueño y luchara contra él. La parte superior de su piyama blanco está sucio con tierra y el pantalón esta mojado. Posiblemente se ha orinado encima. ¿Habrá sabido lo que estaba por pasarle cuando la llevaron a ese horrible baldío? ¿Habrá sentido temor? ¿O habrá confiado hasta el último segundo en quien la llevó hasta ahí?

Elijo eliminar estas preguntas de mi cabeza, como quien borra archivos que ya no sirven y ocupan espacio en un disco rígido. Andrea De Marco sigue observando los alrededores del cuerpo y le pide al fotógrafo distintas tomas generales y de detalle. Cuando me ve llegar me hace señas para que me acerque. En sus ojos veo la preocupación y el dolor.

—Hola. –Es todo lo que dice para dar inicio a nuestra conversación, después de bajar su barbijo hasta el cuello.

—Es ella, ¿no?

—Sí. Está confirmado, aunque necesitamos que los padres lo hagan también. Están viniendo para acá.

Tiene su cabello corto color rubio ceniza recogido dentro de una cofia y sus manos enguantadas. Tiembla de frío a pesar de que estamos en verano y lleva puesta una campera negra gruesa. Los pantalones celestes de un talle más grande, su ambo se rinde a los embates del viento y a través de las Crocs azules veo que lleva soquetes blancos con rayas grises muy finas.

Nos ponemos en cuclillas al lado del cadáver. Con sus manos cubiertas por guantes de látex morado, corre delicadamente el cabello de la nena y me muestra una herida en el cuero cabelludo.

—Lesión contusa de forma estrellada con bordes anfractuosos… –enumero lo que estoy viendo.

—¿Qué significa eso? –pregunta Battaglia, que se acuclilla detrás de mí.

—Que recibió un fuerte golpe en la cabeza –le responde De Marco.

—Cuando replieguen el cuero cabelludo en la autopsia, seguramente van a encontrar fracturas en el cráneo –agrego.

—¿Hay alguna otra lesión visible? –quiere saber Battaglia.

—Encontré algunos hematomas en sus brazos. Cuando lleguemos a la morgue voy a pedir radiografías de todo su cuerpo.

—¿Evidencias de abuso sexual? –hago la pregunta que en estos casos nadie quiere hacer.

—No, aparentemente. Fue lo primero que revisé antes de que llegaran. Igualmente quiero observarla con mayor detenimiento cuando la tenga en mi mesa –responde Andrea, refiriéndose a una de sus mesas de acero inoxidable de la sala de autopsias de la Morgue judicial.

—¿Ya terminaste con el examen externo? –le pregunta mi compañero.

—Sí. Ya pueden venir los morgueros. Y me voy con ellos.

Battaglia se pone de pie y se acerca hasta el paredón. Desde allí les hace señas a los dos jóvenes de mameluco azul, que están apoyados en el móvil tanatológico, más conocido como “la morguera”. La reluciente camioneta blanca con sus inscripciones en azul marino fue una de las últimas compras que nos autorizaron después de años de pedir que jubilaran a la anterior Ford F100 que llevaba décadas transportando los cadáveres a la morgue, con su pintura saltada y sus camillas destartaladas y oxidadas.

Unos instantes después, oímos el ruido de puertas que se cerraban y el de una camilla con ruedas que se acercaba hasta donde nos encontrábamos.

—Que nos esperen en el paredón –ordena Andrea.

—Quiero una sábana limpia. ¿Me pasan una, por favor? –le pido a uno de los muchachos.

Uno de ellos emprende un trote veloz hasta la camioneta, haciendo alarde de su estado físico envidiable. Vuelve en segundos con una sábana blanca que saca de una bolsa plástica transparente.

—Gracias.

Extiendo la sábana paralela al cadáver de la nena. Entre Andrea y yo, mudamos el cuerpo arriba de la sábana, tomándola por sus brazos y sus piernas, tratando de modificar lo menos posible su postura, para no perder ningún tipo de rastro. Una vez que la tenemos sobre la sábana, les pido que me pasen la tabla para transportarla y la colocamos sobre ella, no sin antes envolverla en la sábana como un capullo. La transportamos por el baldío tratando de pisar lo menos posible las superficies que nos rodean. Cuando llegamos al paredón, nos reemplazan los morgueros, tomando la tabla por cada uno de los extremos y la llevan hasta el interior de la camioneta, a la espera de que lleguen los padres y puedan hacer el reconocimiento.

—Voy a esperar a que los padres la vean y me voy –me dice Andrea, mientras se quita la cofia y se peina con las manos los cabellos alborotados por el viento. Seguimos con la vista a los morgueros, mientras la acomodan dentro del móvil tanatológico y cierran las puertas con fuerza. En la esquina, al otro lado de la cinta amarilla que indica que se está frente a la escena un crimen y no se puede pasar, los periodistas esperan ansiosos a que alguna autoridad se acerque. Las cámaras están encendidas y recopilan cada uno de nuestros movimientos. Las cámaras fotográficas emiten flashes y capturan lo que mañana ilustrará todas las portadas de los distintos diarios. Imagino que ya estarán discutiendo los titulares de cada informativo. A cada hora del día. Esto atraerá la atención de los medios nacionales y la conferencia de prensa de esta tarde desbordará de periodistas de todo el país interesados en los motivos por los cuales una niña de solo cinco años ha sido secuestrada y posteriormente asesinada. Exigirán respuestas. Explicaciones. Pruebas.

Lo cierto es que quien hablará con el tono más alto y elocuente será su cuerpo. Y quien escuchará sus últimas palabras será la mujer que ahora veo alejarse.

La navaja de Ockham

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