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La toma de evidencias en la escena del crimen es el trabajo forense. Aquí es donde la ciencia y la resolución de crímenes se encuentran y determinan el valor manifiesto de los objetos encontrados durante la investigación criminalística.

El trabajo forense se basa antes que nada en la teoría de la transferencia, o el principio de intercambio: de chicos aprendemos que cuando escribimos en una libreta de papel nuestras impresiones con lapicera marcarán las hojas restantes, y una impresión de lo que hemos escrito puede leerse aún después de removida la hoja utilizada. Este es un ejemplo de trabajo forense rudimentario. La ciencia forense es más sofisticada que un juego de niños, y hoy, con pruebas de ADN, la evidencia encontrada en la escena del crimen es aún más pequeña.

Entramos al departamento 1C, ahora apropiadamente vestidos para la ocasión. Nos recibe un ambiente sumamente iluminado, una farola rectangular de diseño moderno vuelca luz amarillenta sobre las paredes de un corto pasillo, que tiene una mesa delgada y de patas altas, sobre la que descansa un florero cuadrado de vidrio que contiene un manojo de tulipanes. Siento la necesidad de tocarlo porque a simple vista no distingo si es una flor de plástico o una real. Me decepciona darme cuenta de que es falsa, aunque es admirable el detalle logrado. El ambiente de repente se abre ante nosotros. Estamos ante una cocina moderna, cómoda, aunque sus ocupantes no parecen usarla seguido. Recorro con la vista la superficie de una barra de madera laqueada de color crema que hace juego con tres banquetas altas cuyo tapizado de cuero en la misma tonalidad clara está impecable, como si hubiese salido recientemente de fábrica. En el piso de cerámicos claros no veo huellas de calzado de ningún tipo. Algo hace sonar una alarma en mi cabeza. La limpieza del lugar no se corresponde con la de una casa en la que vive un niño. No tengo hijos, pero la mayoría de mis amigos los tienen y sus hogares no se ven en absoluto como lo que estoy observando. En sus casas hay juguetes en todos los ambientes, libros de chicos desperdigados, olores, marcas de manos y de crayones en las paredes. Da la impresión de que en este departamento solo viven adultos, para los que el orden y la limpieza parecen ser un mandato.

—La casa está muy limpia y ordenada, ¿no? –pregunta Macarena, como si hubiese leído mis pensamientos.

—¿Tienen personal de limpieza? –pregunto, aunque estoy seguro de que la respuesta será afirmativa. Si los padres de la nena son médicos no tendrán ni el tiempo ni las energías para mantener ese grado de pulcritud. Y eso me lleva a pensar en las sospechas de un posible secuestro. Tal vez, una empleada no contenta con sus patrones. Conoce el departamento. Conoce los horarios de sus ocupantes. Debe tener llaves del lugar… Pero parece todo muy fácil. ¿Cómo salió por el portón de entrada con la nena sin ser vista? ¿Contó con la ayuda del guardia de la garita?

Abro las alacenas que están sobre la mesada. Las puertas de madera laqueada oponen cierta resistencia cuando trato de abrirlas, como cuando son nuevas y las bisagras aún no están flexibles. Adentro encuentro lo que esperaría encontrar en cualquier casa: platos, vasos, copas, elementos de plástico con motivos que no reconozco por no estar al tanto de los gustos infantiles actuales. Mi sobrina no tiene la misma edad que la nena desaparecida, es más pequeña, por lo que Disney sigue siendo su opción más a mano por el momento. Abro otra de las alacenas y en este espacio encuentro frascos de vidrio de distintos tamaños que contienen desde diferentes tipos de fideos, hasta arroz, azúcar, pan rallado y cereal. En los estantes del bajo mesada encuentro los artículos de limpieza usuales, también un plumero, trapos hechos con viejas remeras que han recortado, y en el espacio inferior, dos ollas, una sartén y varios cepillos. Todo está prácticamente sin usar. Battaglia revisa los cajones que repiten el orden que hay en prácticamente todas las casas que conozco y que a lo largo de mis años de trabajo han sido innumerables: cubiertos en el primero, repasadores en el segundo, bolsas en el tercero y cables y herramientas en el último. A simple vista, no hay nada que nos hable de un secuestro violento, en el cual la víctima haya opuesto resistencia. No hay indicios de un robo, porque no han revuelto el ambiente. Mientras Battaglia y Macarena continúan revisando la cocina, atravieso el living comedor y me dirijo por un pasillo angosto y cubierto de cuadros con fotos de la nena en distintas etapas de su corta vida. Me detengo a observarlas. Es una niña bellísima, con sus pómulos regordetes, su cabello rubio y sus ojos azules. Me interesa particularmente la habitación de la nena. Allí puede estar gran parte de la información que necesitamos para reconstruir los momentos previos y posteriores a su desaparición.

Entro en el pasillo que conecta las habitaciones, y comienzo a oír voces, destellos de un flash, y todo me indica que ya han empezado.

—¿Cómo va todo? –les pregunto desde la puerta, sin apoyar mis manos o mi cuerpo en ninguna de las superficies.

—Estamos haciendo una inspección preliminar para determinar los límites de la escena. El punto de entrada puede ser donde estás parado, si es que usó la puerta. O la ventana, que calculo que es la abertura que utilizó para meterse a la habitación en caso de que la puerta hubiese estado cerrada con llave y no contara con una copia.

—¿Te parece la ventana como punto de entrada? Estamos en un primer piso…

—Solo como una remota posibilidad… –me responde, no muy convencido.

—Tratemos de que sea la menor cantidad de gente posible la que tenga que entrar. Ya bastante con todos los que entraron después del aviso de la desaparición… –le recomiendo a Parisi, aunque sé que no necesita que lo haga. Lleva mucho tiempo en la Unidad y ha estado en cientos, tal vez miles, de escenas del crimen a lo largo de su carrera.

—Por supuesto –responde él, respetuoso como siempre. Mientras habla conmigo, toma nota de las posibles rutas de acercamiento y escape.

Raúl, el fotógrafo, lleva su alborotada cabellera dentro de la capucha de su traje blanco. Su boca y su nariz aguileña desaparecen tras su barbijo y solo sus ojos quedan al descubierto, detrás de unos lentes rectangulares de marco plástico en una tonalidad fluorescente que denota su otra pasión: la música. Es baterista en tres bandas distintas y suele salir de gira en los días en que no cumple funciones como fotógrafo forense. Siempre que no está tomando fotos está golpeando sus muslos, imitando una melodía que se reproduce en su cabeza.

—Sacá varias panorámicas, así después hacemos un itinerario de búsqueda. Empezando por acá. –Parisi señala la pared de la derecha. A la izquierda, a solo metros de donde estoy parado, está la puerta que da acceso a la cocina. Camino hasta la puerta de entrada al departamento porque me doy cuenta de que hay un detalle que no había observado apenas llegué. No veo marcas de efracción en la puerta, que hubiesen aparecido y quedado si el raptor hubiese entrado violentamente. Le pido una pequeña linterna a uno de los técnicos y, cuando me la pasa, ilumino el marco de la puerta, especialmente en el área de la cerradura, donde podrían haber quedado rastros. Pero nada. Ni una sola marca.

—Me llamó la atención lo mismo –dice Jorge, que se acerca hasta donde estoy y observa lo que hago.

—A simple vista, la ventana de la nena tampoco está violentada. No hubo entrada forzada por parte del secuestrador. ¿Tendría una copia de la llave?

La puerta entreabierta es de color blanco, con una margarita de madera pintada que indica que la habitación a la que estamos por entrar es de Sara. Golpeo suavemente con mis nudillos y desde adentro me invitan a pasar. Dos técnicos recorren la habitación, que es bastante espaciosa para ser la de un niño. Las paredes blancas son el fondo para varios cuadros con motivos infantiles. La pared de la derecha está llena de cubículos de madera pintada también de blanco y contienen juguetes, libros para pintar y disfraces. En la esquina posterior izquierda de ese ambiente se encuentra la cama, que no está tendida. Las sábanas y el cobertor rosado se arremolinan a los pies, como si alguien se hubiese levantado y las hubiese empujado para salir de su cobijo. El piso es de parqué, pero está cubierto con dos amplias alfombras muy coloridas, una con líneas como un arcoíris y la otra imitando un césped de hojas bien cortas. Me arrodillo y las observo de cerca, pero no veo huellas de tierra o dejadas por el peso del secuestrador al pisarlas. A la derecha de la cama y sobre la alfombra-césped hay una pequeña mesa redonda con cuatro sillas de plástico de distintos colores: amarillo, rosa, celeste y morado. Sobre la mesa hay un juego de té de color verde claro y frutas de plástico en una pequeña canasta. Una lámpara blanca en forma de cono cuelga desde el techo y tiras de cinta de colores que la adornan se mueven al viento que entra por la ventana abierta. Las cortinas blancas están corridas a los costados y se mecen lentamente como fantasmas perezosos. Jorge Parisi estuvo buscando huellas con un polvo revelador de color rojo en los marcos y en el delgado alféizar, y cuando me ve entrar en la habitación, hace señas para que lo siga.

—Cuando me acerqué a la ventana para inspeccionarla de cerca, ahí estaba. Justo en el medio del alféizar –me dice, al tiempo que señala el objeto.

Es una pelota de tenis, verde fluorescente y con el sello de la marca Penn.

—¿Le sacaron una foto? –le pregunto.

—Sí, pero quería dejarla en el mismo lugar hasta que la vieras. Parece algo puesto a propósito, ¿no?

—Habría que preguntarles a los padres si juegan al tenis y si tienen esta marca de pelotas.

La miro más de cerca. La tomo con mi mano enguantada. Se siente dura y la coloración parece la de una pelota recién comprada. Hasta huele a nueva.

—¿Podremos buscar huellas en ella? –quiero saber.

—Es una superficie bastante complicada, pero haremos nuestro mejor intento –me responde Jorge, que es uno de los mejores en la materia. Ha recuperado huellas de telas, maderas y hasta de la piel de un cadáver, cosa de lo más difícil de lograr.

—¿Encontraron alguna huella más? –pregunto, mientras con la vista hago un escaneo de las superficies que han sido manchadas con polvo revelador.

—Al parecer son todas de la nena. Puede que sean de otro nene. Pero son pequeñas. Hay algunas parciales de adulto, pero calculo que corresponderán a alguno o a ambos padres.

—¿Algo más?

—Pelos, largos y rubios. Que suponemos que son de Sara, la nena secuestrada. Los recolectamos y envasamos. Nos llevaremos todo al laboratorio.

—Perfecto.

Es urgente saber quién es este matrimonio y el grupo de amigos, qué hacen, qué problemas tuvieron en España, si alguna vez maltrataron a sus hijos… ¿Algún vecino, familiar o amigo notó algún comportamiento incorrecto? ¿Su profesión la ejercen a tiempo completo? ¿Algún miembro del matrimonio ha sufrido de depresión? ¿La relación en el matrimonio es saludable? ¿Están implicados en un litigio grave? ¿Alguien los odia?

Veo parados, estáticos y muy atentos, a varios oficiales de la policía local. Me acerco hasta donde se encuentran y les consulto:

—¿Quién de ustedes llegó primero?

—Yo –responde un joven de unos veinticinco años, el cabello bien corto, de un rubio ceniza, y ojos oscuros, grandes e inquietos. Me estrecha la mano con determinación y se presenta–: Oficial Diego Correa, un gusto.

—¿Tocaste algo, Diego? ¿Moviste algo? ¿Qué fue lo que viste apenas llegaste? –le hago las mismas preguntas a cada policía al llegar a la escena de un crimen, porque quiero asegurarme de que está intacta y no han modificado ni un centímetro de nada.

—No, no toqué nada. Cuando llamaron al 911, nos acercamos hasta el edificio, les pedí que liberaran el departamento y dejé a un compañero custodiando la entrada. Avisé a la gente del complejo que nadie podía pasar a este sector –me indica, señalando el comienzo del pasillo que lleva a los ascensores y a la escalera que comunica con los departamentos de la planta baja.

—Muy bien. ¿Y qué alcanzaste a ver del departamento? –quiero saber.

—No mucho. Tomé un par de fotos de cómo se encontraba el lugar y después me ocupé de sacar a toda la gente y no dejar que volvieran a entrar. Se llamó a la Fiscalía inmediatamente y nos comunicaron que ustedes estarían en camino…

—Dejame ver las fotos que sacaste –le digo, y él saca su celular de uno de sus bolsillos. Ingresa una contraseña y cuando el menú se abre hace clic en el ícono de la cámara fotográfica. Me pasa un celular con una pantalla inmensa, de unas cuantas pulgadas más que el mío y observo un menú con doce fotografías en tamaño reducido. Le doy clic con mi dedo a una de ellas, y se despliega en primer plano una imagen de la habitación de la nena desaparecida. La puerta de entrada está entreabierta y la toma es oscura, pero alcanzo a divisar los ambientes. El departamento se compone de dos habitaciones, una sala de estar y una cocina. Lo que me llama la atención es que las fotografías no parecen retratar lo que se encontraron al llegar. Supuestamente, había varias personas en el lugar momentos posteriores a la desaparición, pero en las fotos no se ve a nadie. El lugar de los hechos debía haber sido plasmado con fidelidad. Las fotos o imágenes de video deberían fijar, para la historia, aquello que vio cuando llegaron al lugar. Especialmente, la forma en que estaban vestidos los presentes. Continúo pasando las fotos que sacó el oficial. Otra cosa hace que suene una alarma en mi interior: Nicolás me comentó, mientras veníamos al lugar de los hechos, que los niños pequeños (hijos de uno de los matrimonios amigos) se encontraban durmiendo en la cama matrimonial, pero no hay fotos de ese momento.

—¿Cuándo llegaste había mucha gente? –le pregunto, porque quiero saber si la contaminación de la escena del crimen fue consciente o inconsciente, casual o con un propósito en concreto.

—Sí, estaban ellos, el matrimonio… sus amigos, había vecinos… –el oficial trata de hacer memoria, y va enumerando los recuerdos que llegan a su mente.

Va a ser difícil encontrar algún vestigio. El apartamento puede estar irremediablemente contaminado.

La navaja de Ockham

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