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4.

DIOS O NADA[1]

QUERIDO CARDENAL SARAH: cuando en verano leí las galeradas de su libro Dios o nada, su franqueza me recordó varias veces la audacia con la que el papa Gelasio I escribió una carta al emperador Anastasio I de Constantinopla, en Roma en 494. Cuando finalmente se encontró una fecha adecuada para la presentación de este libro aquí en el Anima, descubrí que hoy, 20 de noviembre, la Iglesia está conmemorando a ese mismo papa. Hoy es la advocación del papa norteafricano Gelasio. Por lo tanto, me gustaría comenzar diciendo unas pocas palabras sobre esta carta del año 494.

Dieciocho años antes, en el 476, las tribus germánicas habían irrumpido en la ciudad de Roma. Fue el comienzo de la migración en masa de los pueblos que acabaron con el Imperio romano de Occidente. Del antes todopoderoso imperio, solo quedó en pie la impotente Iglesia.

Esta era la situación cuando el papa Gelasio escribió lo siguiente al emperador romano de Oriente en Bizancio: «No hay solo un poder para gobernar el mundo, sino dos. Sabemos, desde que el Señor transmitió a sus apóstoles la misteriosa información después de la Última Cena, que las “dos espadas” que le acababan de entregar eran “suficientes”» (Lucas 22, 38). Sin embargo, en opinión de Gelasio, estas dos espadas tendrían que ser compartidas por el emperador y el papa en un momento de la historia. En otras palabras: con esta carta, el papa Gelasio puso el poder espiritual al mismo nivel que el secular. Ya no habría un poder omnipotente, a su juicio. De acuerdo con el plan divino, estaba pensado que el papa y el emperador fuesen socios, por el bien de la humanidad entera.

Fue un cambio de paradigma. Pero eso no es todo, porque Gelasio agregó que el emperador de Constantinopla estaba un poco por debajo de él, sucesor de Pedro en Roma, según la ley divina. ¿No debían incluso los gobernantes más poderosos recibir humildemente los sacramentos de la mano de los sacerdotes? Entonces, ¿cuánto más está obligado el empe­rador a presentarse humildemente ante el papa, cuyo sitial está por encima de cualquier otro obispado?

Era una aseveración tremenda. No es de extrañar que el emperador bizantino apenas se encogiera de hombros al saber de ella. No obstante, la «doctrina de las dos espadas», como se ha venido a llamar la afirmación que se hace en esta carta, describió la relación entre la Iglesia y el Estado durante aproximadamente los siguientes seiscientos años. Sus efectos indirectos duraron mucho más y son incalculables. El desarrollo gradual de las democracias occidentales hubiera sido impensable sin esta declaración, porque en ella están no solo los cimientos de la soberanía de la Iglesia, sino también de la soberanía de toda oposición legítima.

En cualquier caso, Europa creció y maduró dolorosamente en base a esta tensa dicotomía. La historia de la Iglesia católica como fuerza civilizadora es impensable sin el rastro que dejó Gelasio I cuando se opuso a la lucha por la omnipotencia del emperador Anastasio I en su tiempo. La posterior separación de la Iglesia y el Estado y el sistema de «equilibrio de poder» comenzó con esta carta, en la que de pronto un papa impotente y arrojado le negó al gobernante más poderoso del mundo el derecho a querer mandar sobre las almas de sus súbditos. Fue una época de agitación y grandes migraciones en que la Iglesia romana se convirtió en el poder decisivo del orden en Occidente.

Por supuesto, de todo esto es consciente el cardenal Sarah, que como Gelasio proviene de África, actualmente la parte más vital y dinámica de la Iglesia mundial, y que hoy ve cómo fluye de nuevo una gran migración de pueblos del este hacia las fronteras de Europa. Esta es probablemente la razón por la que los pioneros sínodos «africanos» de Cartago del siglo III al V para él están tan presentes como todos los concilios posteriores, hasta el Vaticano II. Está claro que él ve con una claridad reservada a unas pocas personas que muchos Estados de hoy están reclamando nuevamente con todas sus fuerzas ese «poder espiritual» que la Iglesia una vez les arrebató en un largo proceso, para el bien de la sociedad en su conjunto.

Si los actuales Estados occidentales, uno tras otro, comprando la agenda de los grupos de presión globales, socavan la ley natural y tratan de legislar sobre la naturaleza humana, entonces estamos ante algo que va más allá de una fatal recaída en la regla de la arbitrariedad. Se trata de una nueva claudicación ante las tentaciones totalitaristas que siempre han sobrevolado nuestra historia como una oscura sombra.

Cada generación conoce esta tentación, por más que en cada época adopte una nueva forma y se sirva de un nuevo lenguaje. El cardenal Sarah insiste hoy de manera muy contundente en que la Iglesia no debe fusionarse con el zeitgeist, incluso allá donde ese espíritu de la época se disfraza de ciencia, como sabemos que han hecho el racismo y el marxismo.

Nunca más debe institución alguna aglutinar todo el poder en sus manos. Ni el Estado ni el zeitgeist tienen derecho a esta omnipotencia y, por supuesto, tampoco la Iglesia. Al césar lo que es del césar. Indudablemente. ¡Pero a Dios lo que es de Dios! Esta es la distinción en la que hoy insiste el cardenal Sarah, con su propia voz, franca y valiente.

El Estado no debe convertirse en una religión, como acabamos de ver con horror en el llamado Estado Islámico. Y tampoco debe el Estado prescribir al pueblo el laicismo, como una cosmovisión supuestamente neutral. Este no es más que otra pseudorreligión que resurge tras las ideologías totalitarias del siglo pasado, para intentar reemplazar al cristianismo (y a todas las demás religiones) después de tacharlas a todas de inútiles y retrógradas.

Por eso resulta radical este libro del cardenal Sarah. No en el sentido en que hoy usamos el adjetivo, sino en el sentido original de la palabra. La raíz latina significa justamente «raíz», y es en ese sentido en que el libro es radical, porque nos lleva de regreso a las raíces de nuestra fe. Es el radicalismo del Evangelio el que inspira este libro. El autor está «convencido de que una de las tareas más importantes de la Iglesia es permitir que Occidente redescubra el rostro radiante de Jesús».

Por eso no le da miedo volver a hablar de la Encarnación de Dios y de la radicalidad de esta buena noticia, que contrasta con un análisis implacable del tiempo. Nos abre los ojos al hecho de que las nuevas formas de indiferencia hacia Dios no son solo aberraciones mentales de las que podamos sencillamente desentendernos. Reconoce una amenaza existencial para la civilización humana en la transformación moral de nuestras sociedades.

No hay duda de que en esta precaria situación el mandato de volver a predicar el Evangelio de forma viva está cobrando nueva urgencia. A esta hora la voz de Sarah se alza profética. Sabe que el Evangelio, que una vez reformó las culturas, corre ahora el peligro de ser reformado por las llamadas «realidades de la vida». Durante dos mil años, la Iglesia ha cultivado el mundo con el poder del Evangelio. No va a funcionar al revés. La revelación no debe adaptarse al mundo. El mundo quiere devorar a Dios, pero Dios quiere ganarnos a nosotros y al mundo.

De ahí que en esa lucha este libro no sea una contribución fugaz a ningún debate concreto. Tampoco es una respuesta específica a puntos de vista ajenos. Describirlo así no haría justicia a la profundidad y al resplandor de este testimonio de fe. Al cardenal Sarah no le preocupan los conflictos individuales, sino la fe en su conjunto. Demuestra cómo, desde el todo correctamente entendido, también se puede comprender al individuo; y cómo, a la inversa, con cada intento teológico de aislar cuestiones parciales, el todo queda dañado y debilitado.

En todo caso, con este libro no estamos ante un manifiesto ni ante un panfleto. Es una guía de viajes hacia Dios, que mostró su rostro humano en Jesucristo. Es un vademécum para el comienzo del Año Santo.

El 20 de noviembre de 2016 —justo dentro de un año— este Año Santo, dedicado al «Rostro de la Misericordia», llegará a su fin. Mientras tanto, podemos aprender de este libro las lecciones más valiosas sobre la naturaleza de la misericordia. Reginald Garrigou-Lagrange escribió ya en 1923: «La misericordia y el rigor de la enseñanza solo pueden existir juntos». Y añadió: «La Iglesia es intolerante en cuanto a sus principios porque cree, y es tolerante en su praxis, porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en cuanto a sus principios, porque no creen, e intolerantes en su praxis, porque no aman».

El cardenal Sarah es una persona que ama. Y es una persona que nos muestra en qué obra de arte Dios quiere transformarnos si no oponemos resistencia a las manos del artista. Su libro es un libro de Cristo. Es un credo. Tenemos que pensar en su título como un feliz suspiro: ¡Dios o nada!

[1] Palabras de presentación del libro homónimo del cardenal Robert Sarah en Santa Maria dell’Anima en Roma, el 20 de noviembre de 2015.

Cómo la iglesia católica puede restaurar nuestra cultura

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