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PREFACIO.

UNA FELICIDAD RECIA

(Príncipe Asfa-Wossen Asserate)

STAT CRUX DUM VOLVITUR ORBIS: la cruz permanece inmóvil mientras el mundo da vueltas. Este es el lema de la Orden de los Cartujos. Georg Gänswein quiso en su juventud ingresar en dicha orden, según él mismo ha comentado. La «felicidad recia» de los cartujos, como la llamó Goethe, descansa en el silencio contemplativo y la soledad. «Separados de todos, nos unimos a todos para, en nombre de todos, permanecer en la presencia del Dios vivo», como estipulan sus Estatutos[1].

Pero las imponderables vicisitudes de la vida dispusieron a Georg Gänswein a una vía distinta. Hoy en día es una de las figuras internacionales más influyentes de la Iglesia católica, además de un orador elocuente. Resistir a la dictadura de los tiempos y vivir decididamente según la verdad de la fe cristiana; estas máximas resuenan una y otra vez en sus discursos. Si inspira es porque aborda las preguntas esenciales de la humanidad y la cristiandad.

En enero 2013, el papa Benedicto XVI consagró a Gänswein, su secretario privado desde hacía diez años, como arzobispo, y le nombró prefecto de la Casa Pontificia. Bajo el mandato del papa Francisco, sucesor de Benedicto, Gänswein continúa sirviendo en el cargo con la diligencia y confiabilidad que lo caracterizan. Entre otros asuntos, está a cargo del calendario oficial del papa, es responsable de su agenda y audiencias y organiza la recepción de los invitados de Estado. Al mismo tiempo, Gänswein sigue trabajando como secretario privado del papa Benedicto XVI. Es una relación de estrecha confianza que se ha desarrollado con los años. Me resulta admirable la capacidad diplomática con la que el arzobispo Gänswein se encarga de todo este conjunto de deberes.

Testimonium perhibere veritati: dar testimonio de la verdad. Gänswein escogió este lema para su escudo episcopal. Estas son las palabras que Jesús dijo: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Juan 18, 37). En el segundo libro de su trilogía Jesús de Nazaret, el papa Benedicto XVI explica así el significado de estas palabras: «[Dar testimonio de la verdad significa] dar prioridad a Dios y a su voluntad por encima de los intereses del mundo y sus poderes. Dios es el criterio del ser». Veritas (la verdad) ha sido siempre también un concepto clave en la vida del papa alemán.

«¿Qué es la verdad?» (Juan 18, 38); la célebre pregunta de Pilatos en el proceso contra Jesús sobresale como uno de los hilos conductores en las vidas del papa Benedicto y el arzobispo Gänswein. Tiene que ver con la verdad cristiana, «que uno no puede poseer, y a la que solo cabe aproximarse»: Dios se convirtió en hombre. En Él la verdad está ante nosotros. Se ha revelado en la Persona de Jesucristo y nos ha llamado a seguirlo como su viva imagen, por ser nosotros sus hijos.

«En una sociedad en la que el relativismo y el rechazo de las verdades religiosas se consideran lo apropiado, hay que hacer espacio a otra verdad, a otra perspectiva, a un concepto alternativo del ser del hombre», declaró en cierta ocasión Gänswein al recordar el momento en que el papa Benedicto se dirigió al parlamento federal alemán en 2011. «Es urgente que recordemos esto a la gente, una y otra vez». Veo en estas declaraciones la motivación que esconden los discursos recogidos en este volumen.

Como cristiano etíope ortodoxo, siempre he admirado la radical libertad con que la Iglesia de Roma se ha responsabilizado de la verdad. A las iglesias ortodoxas, de un carácter nacional más acusado, las veo más inclinadas a alcanzar compromisos. Me encantó que Gänswein, en la presentación del libro del cardenal Robert Sarah, apuntase que esta libertad de la Iglesia de Roma tenía sus orígenes en un africano; en el siglo V, el papa Gelasio I —el tercero de los papas africanos— formuló la que después se llamó la «doctrina de los dos poderes». Puso la autoridad secular del emperador, el regnum, y la autoridad espiritual del papa, el sacerdotium, al mismo nivel, aunque en última instancia la autoridad secular quedase sometida a la divina. De este modo, pudo mantenerse el equilibrio entre el poder religioso y el secular durante siglos en la Alta Edad Media. El arzobispo Gänswein, a propósito de esto, comenta lo siguiente en el cuarto de los discursos recogidos en este libro:

La «doctrina de las dos espadas», como se ha venido a llamar la afirmación que se hace en esta carta [del papa Gelasio I], describió la relación entre la Iglesia y el Estado durante aproximadamente los siguientes seiscientos años. Sus efectos indirectos duraron mucho más y son incalculables. El desarrollo gradual de las democracias occidentales hubiera sido impensable sin esta declaración, porque en ella están no solo los cimientos de la soberanía de la Iglesia, sino también de la soberanía de toda oposición legítima […] Si los actuales Estados occidentales, uno tras otro, comprando la agenda de los grupos de presión globales, socavan la ley natural y tratan de legislar sobre la naturaleza humana, entonces estamos ante algo que va más allá de una fatal recaída en la regla de la arbitrariedad. Se trata de una nueva claudicación ante las tentaciones totalitaristas que siempre han sobrevolado nuestra historia como una oscura sombra.

¿Pero de qué trata realmente esta cuestión de la naturaleza humana? Está en juego nada menos que la correcta comprensión de la dignidad humana según el estándar de la semejanza del hombre con Dios, como subraya Gänswein en su discurso con ocasión del decimoséptimo aniversario de la constitución de la República Federal de Alemania:

La respuesta católica a la cuestión de la dignidad humana es esta: uno no tiene dignidad humana como tiene una pierna o un cerebro. El hombre no adquiere su dignidad, y por lo tanto no puede perderla. Se da a cada persona incluso antes de que comience su concepción, y forma parte de la voluntad de Dios crear personas a su imagen y semejanza. Así pues, esta dignidad les viene dada y es propia de todas las personas, sin importar de dónde vengan, qué idioma hablen, qué color de piel tengan, carezcan de interés por la política o sean radicales, respeten la ley o la violen. Aunque todos seamos conscientes de ello, reiterémoslo una vez más: se da el mismo caso en los no cristianos. Todas las personas están hechas a imagen y semejanza de Dios.

Mi hogar de origen está en África; soy etíope. Solo puedo declarar mi adhesión de corazón a lo que Gänswein dice cuando, en el mismo discurso, concluye:

Cualquiera que quiera entender qué representa la «C» en las siglas de los partidos que se hacen llamar cristianos tiene que mirar al pesebre, donde el llanto del recién nacido ya nos susurra al oído en Belén: «¡Dios es el más pequeño!». Esta incomprensible humildad del Más Grande es una preciosa inscripción en el mundo mediante la cual, tras una serie de catástrofes para la humanidad, la dignidad humana pudo ser declarada inviolable. […] Quien quiera entender por qué incontables personas que atraviesan dificultades huyen a Europa y no a China o a Emiratos Árabes Unidos, debe mirar a ese niño, a quien debemos la base más importante de nuestro mundo cristiano, que adoptó una forma peculiar y la trasladó a sus medidas sociales, a su voluntad de libertad y a la exigencia de una inviolabilidad para la dignidad humana.

Nuestro trato hacia los parias, a los hambrientos, a los pobres y a los enfermos, y a los extranjeros pone a prueba a diario a nuestra fe cristiana.

Con todo, otro pensamiento emerge siempre en las conferencias de Gänswein: «La Iglesia quiere y no solo debe satisfacer las necesidades materiales del mundo. No es solo Caritas, aunque esa y muchas otras excelentes instituciones católicas en el ámbito social y de la salud ofrezcan un evidente testimonio de la Iglesia».

«Mi reino no es de este mundo», dijo Jesús a Poncio Pilatos (Juan 18, 36). En palabras de Gänswein:

El Omega y la meta de la dignidad humana es la santificación de los seres humanos y su reposo en Dios por toda la eternidad. Este es el último horizonte ante el cual nuestra vida puede tener éxito y las iglesias pueden y deben renovarse a sí mismas y al mundo entero que las rodea una vez más. […] Sabemos que esta dignidad llegará a la perfección solo al final de los tiempos, como también el papa Francisco subraya una y otra vez, porque la categoría definitiva de la vida es vivir con Dios en la eternidad, cuyas puertas celestiales el Hijo de Dios crucificado ha echado abajo de una vez por todas, al resucitar de entre los muertos.

Se dice sobre san Bruno, el fundador de la orden de los cartujos, que en el año 1080 tenía serias perspectivas de ocupar la sede episcopal de Reims en el noreste de Francia. Pero el deplorable estado de los asuntos eclesiásticos se había vuelto tan insostenible para él que rechazó su candidatura y eligió una vida contemplativa.

El itinerario de Gänswein, en mi opinión, se parece más al de san Agustín, que también quiso consagrar su vida a la contemplación, pero luego decidió que en adelante viviría «con Cristo y para Cristo, pero al servicio de todos», como lo describe el papa Benedicto. Los cartujos también saben que en medio de la labor «puede mantenerse el espíritu de oración y soledad». En mi opinión, la vida de Gänswein es justamente un ejemplo de ello, como este libro refleja de una manera maravillosa.

[1] Cfr. Estatutos de la Orden de los Cartujos en http://www.chartreux.org/es/textos/estatutos-libro-4.php#c34

Cómo la iglesia católica puede restaurar nuestra cultura

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