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MARÍA, ESTRELLA DE LA MAÑANA[1]

CASTEL GANDOLFO ES UNO de los lugares más bellos de los Montes Albanos, a media hora de Roma en coche, magníficamente situado sobre el lago Albano. Durante siglos ha estado aquí la residencia de verano de los papas, y desde 1934 el Observatorio Vaticano tiene aquí su sede. Fue trasladado de Roma a Castel Gandolfo por el papa Pío XI, porque en ese entonces ya se había vuelto imposible observar el cielo nocturno de la metrópoli, anegada de luz artificial. El mismo papa confió entonces la administración del observatorio a la orden de los jesuitas.

Hace ahora algún tiempo que dos padres jesuitas descubrieron durante sus observaciones astronómicas un nuevo planeta en el firmamento. La noticia dio la vuelta al mundo. En cuanto a mí, el descubrimiento astronómico me hizo recordar que a veces ocurren cosas similares en la doctrina de la fe. Observando el cielo estrellado con instrumentos ópticos cada vez más precisos, de cuando en cuando los astrónomos consiguen descubrir una nueva estrella desconocida hasta entonces. Naturalmente, esta estrella no empezó a existir en el momento de ser descubierta, sino que ya existía desde mucho antes. Lo que ocurre es que nadie la había visto hasta ese instante; los cálculos y las observaciones no habían sido lo suficientemente exactos, los instrumentos habían carecido de la sensibilidad suficiente, y a esa búsqueda le había faltado algo.

Algo parecido ocurre cuando observamos el maravilloso firmamento de las verdades reveladas, que Dios nos ha anunciado a los seres humanos a través de su Hijo Jesucristo y de sus apóstoles. Mediante observaciones más exactas, de cuando en cuando una nueva estrella se descubre (y no simplemente se crea) en el cielo de la revelación divina.

Eso pasó a mediados del siglo XIX: los teólogos, como los astrónomos, habían orientado el telescopio de sus investigaciones hacia la Estrella de la mañana, o Stella matutina, como se llama a la Virgen en las letanías lauretanas. Observaron la salida de esta Estrella del alba y descubrieron que su luminiscencia y claridad habían sido inmarcesibles desde un principio.

En otras palabras: los teólogos de la época concentraron sus observaciones e investigaciones en el propio comienzo de la existencia de María, y descubrieron con mayor claridad y de manera inequívoca que desde el momento de su concepción María estaba «llena de gracia», libre del pecado original. Tras esto, el 8 de diciembre de 1854 el papa Pío IX, como maestro supremo de la Iglesia, declaró solemnemente que el descubrimiento de los teólogos era certero; que es una verdad revelada por Dios que ha de ser aceptada y creída por todos los cristianos que María fue concebida inmaculada, esto es, libre del pecado original.

En el siglo posterior a esta declaración infalible los teólogos volvieron a concentrar sus observaciones en la Estrella del alba. Esta vez, sin embargo, no se fijaron en su salida, sino en su ocaso. Descubrieron cada vez con mayor claridad y agudeza que esta Estrella no se oculta, sino que continúa brillando en el otro mundo con un esplendor inagotable, con incluso más intensidad que antes.

Esta vez, los teólogos no estaban preocupados con el comienzo, sino con el final de la vida terrenal de María. Y he aquí que reconocieron que su comienzo radiante como la Inmaculada Concepción tiene por contrapartida su final luminoso: la partida de María sin deterioro, una glorificación de la Madre de Dios en alma y cuerpo. Con creciente claridad pudo saberse algo que había sido parte de la revelación divina desde el principio, y que ya se había creído y celebrado con su propia fiesta durante mucho tiempo, al menos desde el siglo VI o el VII, a saber: al final de su vida, María fue llevada a la gloria del cielo no sólo en su alma inmaculadamente pura, sino también en su virginal cuerpo. No tuvo que experimentar la muerte en su efecto más humillante, es decir, su descomposición, sino que con su Hijo obtuvo la victoria completa sobre el pecado y sus consecuencias, la principal de las cuales es la muerte. Está entronizada en el cielo, en cuerpo y alma, como reina de los ángeles y los santos.

Lo que los teólogos habían averiguado a lo largo del tiempo con creciente claridad acerca de la Estrella del alba en el cielo de la revelación divina no era ni una percepción errónea ni el producto voluntarioso de la celosa devoción mariana de los fieles, sino que era y es la verdad, que encontró su confirmación cuando el papa Pío XII declaró solemnemente la Asunción como dogma el 1 de noviembre de 1950. Al final de su vida terrenal, María ascendió, en cuerpo y alma, a la gloria del cielo, y su Asunción no fue tanto una excepción como la anticipación de aquello por lo que todos pasaremos algún día si, como María, demostramos ser fieles en la custodia de los mandamientos de Dios y en nuestro amor por Dios, quien nos creó para que pudiésemos conocerlo y amarlo.

Por lo tanto, tenemos razones de sobra para regocijarnos de todo corazón en la fiesta de la Asunción de María al cielo, como hicieron los católicos cuando Pío XII proclamó este artículo de fe en la fiesta de Todos los Santos en 1950. Aunque las Sagradas Escrituras no digan nada explícitamente sobre la Asunción, aunque solo la mencionen como entre paréntesis, la Virgen, la Madre de Dios, con el poder de su Divino Hijo se convirtió verdaderamente en la mujer que aplastó la serpiente (Génesis 3, 15). Incluso si la Tradición, esa transmisión boca a boca de la fe durante los primeros siglos de la cristiandad, calla aparentemente sobre la Asunción, es verdad que la Iglesia se fue convenciendo con los siglos de lo que el papa Pío XII definió como verdad de fe revelada por Dios: Assumpta est Maria in coelum; María ascendió a los cielos en cuerpo y alma.

Esta estrella del dogma de la Asunción de María al cielo ilumina la oscuridad de un tiempo, el nuestro, en que el positivismo superficial se ha extendido como una virulenta epidemia. En este funesto sistema de impiedad práctica no hay lugar para Dios, ni hay diferencia entre espíritu y materia, alma y cuerpo. Tampoco hay existencia continuada alguna para el alma después de la muerte, ni, en consecuencia, esperanza alguna de otra vida en el próximo mundo. En oposición a esta doctrina falsa, de fatales consecuencias, el dogma de la Asunción de María al cielo en cuerpo y alma viene a mostrar, a través de un ejemplo concreto, que el espíritu es lo que aviva, anima y transfigura la materia desde el principio; que el alma es inmortal; que el cuerpo, junto con el alma, está destinado a alcanzar la felicidad eterna; y que, por tanto, la esperanza de otra vida no es vana, sino algo que será verdaderamente realizado, porque con la muerte no todo se acaba; más bien, la vida comienza realmente en ese instante.

Así es como la estrella del misterio de la Asunción de María al cielo, que hoy celebramos tan solemnemente, puede brillar en la oscuridad de nuestro tiempo. Creamos de corazón como creyentes la admonición del gran devoto mariano san Bernardo de Claraval:

Quienquiera que seas: cuando sientas durante esta existencia mortal que flotas en las aguas traicioneras, a merced de los vientos y las olas, en lugar de caminar seguro sobre la tierra estable, ¡no apartes la vista del esplendor de esa estrella que te guía para que no te sumerja la tempestad! Cuando las tormentas de la tentación estallen sobre ti y seas lanzado hacia las rocas de la tribulación, mira a esa estrella, llama a María. Cuando seas golpeado por las olas del orgullo, la ambición, el odio o los celos, mira hacia la estrella e invoca a María. Si estás preocupado por la atrocidad de tus pecados, y sobrecogido ante la idea del terrible juicio venidero, y comienzas a hundirte en el abismo de la tristeza, piensa en María, ese radiante Lucero del alba, que a pesar de la oscuridad te señala la dirección correcta y te muestra el camino.

María es el primer ser humano al que se le concedió la plenitud de la salvación. En el sí que dio a María, Dios nos dijo sí a todos. La realidad completa de este sí se manifestará al final de los tiempos en la consumación del mundo. Pero incluso ahora, los rayos de la gracia de Dios nos alcanzan a nosotros, los seres humanos, a veces sencillamente tras una larga oración, a veces de un modo completamente asombroso.

Las numerosas placas votivas que hay en este lugar de peregrinación dan fe de ello. En ellas se lee a menudo: «María ha ayudado». Tras estas palabras está lo que muchas personas experimentan a diario: que nuestro mundo no es una empresa en bancarrota y dejada de la mano de Dios, y que nuestras oraciones y sufrimientos no son en vano. Dios nos guía, aunque a menudo misteriosamente. Quiere guiarnos de la mano de María. Tomemos esa mano con gratitud y confianza, y ella nunca nos dejará ir. Amén.

[1] Homilía en la peregrinación a la iglesia de Maria Verperbild, en Ziemetshausen, en la Solemnidad de la Asunción de María a los Cielos (15 de agosto de 2014).

Cómo la iglesia católica puede restaurar nuestra cultura

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