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2.

LA «DESMUNDANIZACIÓN» Y LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

¿Eslogan o verdadero lema para reformar la iglesia?[1]

EN EL PREFACIO DE SU LIBRO Introducción al cristianismo, basado en una serie de clases a estudiantes de todos los departamentos de la Universidad de Tubinga en el curso 1967-1968, Joseph Ratzinger cuenta la vieja historia de Hans el Listo, quien, para hacer su camino más llevadero, intercambió un trozo de oro que tenía, que le resultaba entonces demasiado pesado, sucesivamente «por un caballo, una vaca, un ganso y una piedra de afilar, que finalmente arrojó al agua. No perdía mucho; al contrario: lo que ganaba a cambio, pensaba, era el precioso regalo de una libertad completa».

Para Ratzinger, era una metáfora de un modo de hacer teología: la de quien, por seguir las modas y, en última instancia, por comodidad, malinterpreta gradualmente las afirmaciones de la fe. Se diría que el mismo destino corrió el discurso impartido en la sala de conciertos de Friburgo el 25 de septiembre de 2011, durante su visita a Alemania. El objeto precioso que teníamos en nuestras manos nos parecía más bien una pesada piedra de afilar, una carga de la que había que deshacerse de inmediato.

Tan pronto como pronunció la última frase en la sala de conciertos, los comentaristas se empeñaron en asegurarse de lo que el papa Benedicto no había mencionado, lo que no había querido decir. Pero sus palabras no abogaban por una separación más fuerte entre Iglesia y Estado, ni aludían a los impuestos sobre el clero. Una de las valoraciones concluyó que se trataba de un «discurso espiritual». Con esta expresión quería mitigarse la naturaleza obviamente controvertida del discurso, que fue cualquier cosa menos plano e intrascendente, y desató finalmente una ola de discusiones y ensayos críticos.

Para que la Iglesia pueda llevar a cabo su misión, dijo el papa, «debe en toda ocasión tomar distancia de su entorno, “desmundanizarse” hasta cierto punto».

Con esta expresión, «desmundanización», que va ganando enteros como eslogan, el papa sorprendió a muchos oyentes, y a algunos incluso los desconcertó. Algunas voces se alzaron para expresar el temor de que el papa hubiese revocado el Concilio Vaticano II y su requisito de abrirse al mundo, dañando de ese modo el núcleo del cristianismo: Dios dirigiéndose al mundo mediante la Encarnación. ¿Quería acaso que la Iglesia volviese a ser una estructura ajena a la vida y que se mantuviese alejada de la suciedad y miseria del mundo?

Estas preguntas e inquietudes no se plantearon retóricamente. Afectaron a muchas personas. Pero erraron al interpretar la preocupación del papa Benedicto XVI, porque captaron solo una de las dos direcciones fundamentales a las que el papa aludió. La fe cristiana reconoce tanto el movimiento de Dios hacia el mundo, que alcanzó su culminación inigualable en la Encarnación de la Palabra de Dios en Jesucristo, como el necesario movimiento de distanciamiento del mundo, porque la fe no ha de conformarse a los estándares del mundo ni ha de quedar enredada en su trama.

El papa habló con toda claridad en Friburgo sobre la primera de las direcciones de la fe y la Iglesia:

La Iglesia está inmersa en el hecho de que el Salvador se dirige a las personas. Cuando es realmente ella misma, está siempre en movimiento, ha de ponerse en todo momento al servicio de la misión que ha recibido del Señor. Y por eso tiene que abrirse una y otra vez a las preocupaciones del mundo, al que pertenece, y entregarse a ellas para hacer presente y continuar el sagrado intercambio que comenzó con la Encarnación.

Desde el punto de vista teológico del papa, el lado de la Iglesia que se vuelve hacia el mundo es consecuencia sobre todo del lugar que ocupa la Eucaristía como núcleo sacramental del cristianismo, y tiene su expresión en que no puede haber un límite definitivo entre la liturgia y la vida. El papa Benedicto lo subraya: «La caritas, el cuidado del otro, no es un sector adicional del cristianismo junto al culto; está más bien enraizado en él y forma parte de él. Lo horizontal y lo vertical están inseparablemente unidos en la Eucaristía, en el acto de compartir el pan».

No hay llamada alguna a declinar la responsabilidad que la Iglesia tiene con el mundo y ni siquiera hay alusiones a una huida del mundo en el pensamiento teológico del papa Benedicto. Por otra parte, quien ha destacado tan decididamente el vínculo con el mundo de la fe y la Iglesia tiene no solo el derecho, sino además el deber de prevenir ante el peligro de una adaptación autosuficiente de la Iglesia a las sugerencias del mundo, y tiene también el deber de recordar el juicio bíblico que afirma que la Iglesia está en el mundo, pero no es de este mundo. Esta advertencia busca una vez más mejorar la comprensión de la misión de la Iglesia: «Cuando la Iglesia se hace menos mundana, su testimonio misionero brilla con más fuerza. Una vez liberada de sus cargas y privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede llegar con más efectividad y de un modo verdaderamente cristiano al mundo entero, puede entonces abrirse verdaderamente al mundo».

Dicho esto, también debería ser evidente que es erróneo sospechar que con su programa de «desmundanización», el papa Benedicto XVI se remonte a la época anterior al Concilio Vaticano II. Antes bien, puede aprovechar las perspectivas esenciales que se desarrollaron en dicho concilio, por ejemplo, la llamada a una Iglesia que acoja a los pobres y la demanda de que renuncie voluntariamente a los privilegios mundanos para fortalecer así su credibilidad. Merece la pena recordar en este punto que el segundo capítulo de la constitución dogmática Lumen Gentium, que describe a la Iglesia como Pueblo de Dios, fue incluido sobre todo para resaltar deliberadamente la dimensión escatológica de la Iglesia. Porque la imagen del Pueblo de Dios apunta al carácter transitorio de la Iglesia en la historia: su permanencia solo se mantendrá mientras viaje a través de este tiempo mundano. Así pues, esta imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios también pone de manifiesto su disposición a distanciarse una y otra vez de su enraizamiento histórico en las configuraciones políticas y sociales del pasado, y su intención de afrontar nuevos desafíos.

Los cristianos viven en el mundo y son llamados a servir al mundo y a trabajar en él. Pero no han de conformarse al mundo. Por esta razón se producirán inevitablemente fricciones entre la esfera del mundo y la esfera de la cristiandad, algunas de las cuales pueden llegar al odio hacia quienes en los tiempos actuales no dejan sencillamente que la corriente del mundo se los lleve por delante. Para evitar este odio, los cristianos y la Iglesia experimentan una y otra vez la tentación de conformarse al mundo y querer ser como el resto. Tenemos un célebre e infame ejemplo en la institución del reino en el pueblo de Israel.

Resulta que el reino, del cual emergerá el Mesías, no fue originalmente planeado ni querido por Dios. Su establecimiento debe más bien entenderse como la expresión de una desmesurada rebelión del pueblo de Israel contra Yahvé, como una señal de su apostasía de la verdadera voluntad de Dios y como consecuencia de un exceso de adaptación de Israel al mundo. Tras alcanzar la Tierra Prometida, el pueblo no tenía gobernantes, sino jueces que no podían impartir justicia por sí mismos; solo se les permitía aplicar la ley de Dios, porque solo Dios era rey en el pueblo judío. Israel llegó a ser su propio reino solo por su empeño en adaptarse al mundo que lo rodeaba. Se volvió celoso de los pueblos de su entorno; todos tenían su rey, e Israel quiso ser como ellos. En vano el profeta Samuel le dijo al pueblo que si exigía un rey perdería su libertad y sufriría la servidumbre. La realeza en Israel es, por tanto, la expresión drástica de su rebelión contra la exclusiva realeza de Dios. Fue una verdadera contravención de su elección divina que el pueblo se negase a escuchar a Samuel: «No importa. Queremos que haya un rey sobre nosotros. Así seremos como todos los otros pueblos. Nuestro rey nos gobernará, irá al frente y conducirá nuestras guerras» (1 Samuel 8, 19-20).

Hoy en día, los cristianos ya no queremos reyes. Pero ¿no es verdad que queremos ser demasiadas veces como los otros? Querer ser como otros pueblos es una tentación fundamental de la Iglesia actual. Es especialmente eficaz allá donde el esencial término conciliar «Pueblo de Dios» se entiende cada vez menos desde una perspectiva bíblica, y cada vez más desde un punto de vista sociológico.

La historia del Antiguo Testamento sobre el establecimiento del reino en Israel y su honda inclinación a ser como los demás es una advertencia permanente para nosotros. El Pueblo de Dios debe estar siempre en guardia ante la opción de conformarse al mundo. La adaptación que se pide una y otra vez a los cristianos y a la Iglesia no es principalmente una adecuación a los tiempos modernos y a su espíritu, sino la adaptación a la verdad del Evangelio: «La crisis de la vida de la Iglesia no procede en última instancia de las dificultades para adaptarse a nuestra vida moderna y a nuestra actitud ante la vida, sino más bien de las dificultades para adaptarse a aquello en lo que radica nuestra esperanza y de cuyo ser, su altura y profundidad recibe su camino y su futuro: Jesucristo y su mensaje del “Reino de Dios”».

A la luz de este reconocimiento, las preocupaciones centrales del papa Benedicto XVI, que él asocia con el término «desmundanización», brillan aún con más fuerza. A esta luz, por supuesto, lo primero que se hace visible es la sombra, esto es, la crisis elemental en la que se encuentra hoy la Iglesia. Lo primero que salta a la vista es una crisis pastoral. Surge cada vez más clara la pregunta de qué hacemos realmente en el cuidado pastoral cuando bautizamos a niños cuyos padres no tienen conocimiento de la fe y la Iglesia, o cuando llevamos a hacer la Primera Comunión a niños que no saben a quién recibirán en la Eucaristía; cuando confirmamos a jóvenes para quienes el sacramento no significa la incorporación definitiva a la Iglesia, sino su despedida; y cuando el sacramento del matrimonio solo sirve para embellecer una celebración familiar. Por supuesto, no hay respuestas rápidas y fáciles a estas preguntas, pero han de tomarse en serio, porque son verdaderos desafíos.

Tras la crisis pastoral se esconde una crisis aún más profunda: hoy estamos en medio de un cambio de época, pero no vislumbramos nuevos horizontes que nos indiquen cómo debería continuar. Vivimos actualmente el «final» de una época en la historia de la Iglesia, que puede describirse como «constantiniana». La estructura general en la que se basa la práctica pastoral se desmorona cada vez más. Los pilares sociales de la Iglesia del Pueblo, que hasta ahora habían sido «convertirse en cristiano» y «ser iglesia», están desapareciendo paulatinamente. Cristianismo y pertenencia a la Iglesia ya no forman parte del ámbito eclesiástico popular, sino que se están convirtiendo cada vez más en cuestión de decisiones personales tomadas por individuos. De ahí que la forma anterior, popular, de la Iglesia, no pueda ser el modelo al que se oriente el futuro de la Iglesia en el nuevo milenio.

Sin embargo, hoy en día hay muchas voces en la Iglesia que en gran medida presuponen y no ven problema alguno en esta visión de la Iglesia popular heredada históricamente que consiste en «ser iglesia». Esto no hace sino perpetuar la situación, pues se sigue contando con una práctica pastoral orientada popularmente, que lleva a acompañar en todos los ámbitos y a preservar los derechos adquiridos. Quienes apuestan por estas tendencias o miran hacia atrás a lo que queda en funcionamiento de esa Iglesia popular, o lo hacen con cierta complacencia o bien se quejan amargamente de lo que ya no funciona, como el pueblo de Israel en el desierto, que anhelaba las ollas de carne de Egipto e hizo de Moisés su chivo expiatorio (Éxodo 16, 3).

En contraste con estas estrategias «conservadoras», que a la gente le gusta considerar especialmente progresistas, se alza la convicción del papa Benedicto de que la Iglesia solo podrá hallar una buena senda hacia el futuro si tiene en cuenta esta nueva situación eclesiástica y se expone a los cambios que se están produciendo. Este enfoque incluiría su disposición a repensar los privilegios convencionales y sus especiales beneficios (por ejemplo, la soberbia estructura organizacional de la Iglesia) y hacer sitio a esta pregunta: bajo estas estructuras, ¿existe una fuerza espiritual correspondiente, la fuerza de la fe en el Dios vivo? Tras diagnosticar un «exceso de estructuras respecto al espíritu», el papa llegaba a la siguiente conclusión: «La verdadera crisis de la Iglesia en el mundo occidental es una crisis de fe. Si no logramos una verdadera renovación de la fe, todas las reformas estructurales serán ineficaces».

Resulta entonces que esa «desmundanización» no es una exigencia que Benedicto XVI lleve a la Iglesia desde fuera. Con esta expresión clave saca más bien las consecuencias que de suyo se desprenden de una observación atenta de la situación actual de la Iglesia.

Para comprender en mayor profundidad este aspecto, hemos de recordar que Joseph Ratzinger ya se había enfrentado a estas cuestiones fundamentales con anterioridad, extrayendo conclusiones de gran alcance en las que ya estaba muy presente su visión actual. Hace casi sesenta años, en 1958, en un artículo que llevaba el significativo título “Los nuevos gentiles y la Iglesia”, trazó el camino histórico de la Iglesia desde los pequeños rebaños perseguidos a la Iglesia universal, y hasta la época en que la Iglesia era en gran parte colindante con el mundo occidental. Ya en los años cincuenta, Ratzinger había percibido el nuevo desafío: en nuestro tiempo esa congruencia histórica es «solo una nueva apariencia» que encubre la verdadera índole de la Iglesia y el mundo, e impide en cierta medida a la Iglesia abordar sus necesarias actividades misioneras. «De modo que, tarde o temprano, con el consentimiento de la Iglesia o sin él, tras el cambio estructural interno vendrá otro, desde fuera, que hará de ella un pusillus grex [un “pequeño rebaño”]».

Joseph Ratzinger estaba convencido de que, a la larga, la Iglesia no se ahorrará el trabajo

de tener que desmantelar pieza por pieza esa apariencia de asemejarse con el mundo para volver a ser lo que es: una comunidad de creyentes. De hecho, su fuerza misionera solo puede crecer a costa de esas pérdidas externas. Solo cuando deje de ser una cuestión barata que se dé por supuesta, solo cuando vuelva a presentarse como lo que es, será capaz de llegar nuevamente con su mensaje a oídos de los nuevos gentiles, que hasta ahora han podido pensar ilusioriamente que no son paganos en absoluto.

En este texto inequívocamente claro se puede ver todo el programa de «desmundanización» de la Iglesia que el papa Benedicto planteó a la Iglesia en Alemania. En esta misma dirección se expresaba convencido Joseph Ratzinger en los años sesenta, en cuanto a que de la crisis de la Iglesia saldrá su renovación: esto es, que emanará un gran poder de una «Iglesia más simple y más hacia dentro».

Este lema, la «desmundanización», nos conmina a una discusión intensa sobre la calidad de esta crisis que vivimos actualmente en la Iglesia. Del mismo modo que un médico solo puede recetar una terapia eficaz si cuenta antes con un diagnóstico claro, en la Iglesia solo podremos caminar por una senda común hacia el futuro si tenemos claro el diagnóstico respecto a las infecciones peligrosas a las que nos exponemos. Pero eso es justamente lo que no funciona.

A primera vista, hay que hablar antes que nada de una profunda crisis de la Iglesia que se viene articulando desde los años sesenta bajo el eslogan «Jesús sí, Iglesia no». Porque este lema eleva ya la mencionada crisis al nivel de la fe, ya que no puede separarse a Jesús de la Iglesia que él quiso y en la que está presente, y no puede comprenderse la verdadera naturaleza de la Iglesia sin Cristo. El papa Benedicto también puso el dedo en esa llaga durante su visita a Alemania:

Mucha gente solo ve la forma externa de la Iglesia. De ahí que se les aparezca solamente como una más de las muchas organizaciones dentro de una sociedad democrática, en función de cuyas normas y leyes se debe juzgar y tratar ese engorroso mastodonte que es la «Iglesia». Si también existe la dolorosa experiencia de que hay frutos buenos y malos, trigo y malas hierbas en la Iglesia, al fijarse la vista en lo negativo queda oculto el gran y hermoso misterio de la Iglesia. No queda ya alegría alguna por pertenecer a esta cepa a la que llamamos «Iglesia».

La controversia que realmente hemos de afrontar puede describirse como «Jesús sí, Cristo no», o «Jesús sí, el Hijo de Dios no». Solo esta fórmula aclara la perturbadora pérdida de significado de la fe cristiana en Jesús como el Cristo que constatamos en nuestro tiempo. Porque hasta en la Iglesia hay gente que no consigue ver en el hombre Jesús el rostro del Hijo de Dios. Lo ven sencillamente como un hombre, muy bueno y excepcional, pero solo un hombre.

La fe cristiana se sostiene o se cae en función de cómo contemple el credo cristológico. Si Jesús solo hubiese sido humano, se habría perdido irrevocablemente en el pasado, y solo nuestros propios recuerdos distantes podrían traerlo con mayor o menor claridad hasta nuestro presente. Pero entonces Jesús no sería el único Hijo de Dios, por quien vivimos, Dios con nosotros. Solo si en verdad creemos que Dios mismo se hizo hombre y que Jesucristo es verdadero hombre y verdadero Dios, y por lo tanto participa de la presencia de Dios que abarca todos los tiempos, puede entonces Jesucristo ser nuestro verdadero contemporáneo y luz de nuestras vidas. Solamente si Jesús no fue sencillamente un ser humano de hace dos mil años, solo si también vive hoy como Hijo de Dios, podemos experimentar su amor y encontrarnos con Él, sobre todo en la celebración de la Sagrada Eucaristía.

Dado que la confesión de Cristo siempre lleva consigo la creencia en el Dios vivo, que entró en la historia de la humanidad, se hizo carne y vivió como una persona entre las personas, también es evidente que la crisis actual de la fe en Cristo está escalando radicalmente hacia una crisis de la creencia en Dios mismo. La actual crisis de fe que estamos presenciando consiste en un gran desvanecimiento del Dios bíblico cristiano como un Dios presente y activo en la historia: «Si Dios existe, tal vez desencadenase el Big Bang, pero es todo lo que queda de Él en el mundo ilustrado. Parece casi ridículo imaginar que se preocupa de lo que hacemos o dejamos de hacer, dado lo minúsculos que somos respecto al tamaño del universo. Desde esta perspectiva, parece mitológico atribuirle acciones en el mundo».

No hace falta decir que un Dios entendido de manera tan deísta no debe ser temido ni amado. Falta la pasión elemental por Dios que caracteriza a la fe cristiana; y ahí radica la más profunda necesidad de fe que exige nuestro tiempo.

En el trasfondo de este diagnóstico, se comprende el remedio que el papa Benedicto propone: volver a colocar la cuestión de Dios en el centro de la vida de la Iglesia y de la predicación. En esta centralidad de Dios resplandece también el núcleo más íntimo de lo que debe entenderse con el término «desmundanización». «No ser de este mundo» significa, en sentido bíblico, ser de Dios y conformar la propia vida en torno a Dios. «Desmundanización» significa ante todo redescubrir que el cristianismo es, en su esencia, creer en Dios y vivir en una relación personal con Él, y que todo lo demás es consecuencia de ello. Dado que la nueva evangelización consiste esencialmente en llevar a Dios a las personas y acompañarlas en su relación personal con Dios, la nueva evangelización y la «desmundanización» son dos caras de la misma moneda.

La centralidad de la cuestión de Dios y la predicación cristocéntrica son los contenidos elementales en juego en esta «desmundanización» que ha de emprender la Iglesia, y que lleva a su verdadera renovación: una renovación que no proviene de fuera, sino de sus propias entrañas. La llamada de Benedicto a la «desmundanización» como un programa de reforma de la Iglesia católica enfocado en lo esencial significa, simplemente, dar testimonio de la fe.

De hecho, la propuesta de esta «desmundanización» tiene como objetivo dar testimonio. El programa no consiste, por tanto, en alejarse del mundo, sino en que ese testimonio misionero de una Iglesia que no es de este mundo no solo salga a la luz, sino también que parezca creíble.

Los cristianos no pueden elegir en qué tiempo vivir. Las respuestas que demandan no pueden ser simplemente una repetición de las que obtuvieron las generaciones anteriores. La Iglesia en su conjunto, después del giro emprendido con Constantino y tras dos mil años de historia, no puede regresar a la comunidad primitiva. También ella tiene que encontrar respuestas para su forma de vida que traduzcan fielmente su forma inicial. La pregunta es si los católicos, al aferrarse a lo tradicional y temer ante lo desconocido, seguirán justificando el preciado tesoro del discurso de la sala de conciertos de Friburgo hasta despojarse finalmente de él como de una piedra de molino, o si, inspirados en Benedicto XVI, correrán el riesgo de redescubrir la Iglesia como «algo completamente nuevo», discutirán con determinación y se atendrán a las consecuencias que resulten de su diálogo con la sociedad.

Estamos tratando con una mayoría de no cristianos y de cristianos que no conocen la fe y la Iglesia, y que ya no encuentran nada que merezca la pena cuestionar en su forma anterior. Este hecho parece ir abriéndose camino lentamente en nuestras conciencias, de modo que aún no se ve reflejado en la predicación y en el lenguaje de la Iglesia. Al nivel del cuidado pastoral de los más próximos, un buen punto de partida sería comprobar si la homilía y la catequesis dominical o festiva resultan comprensibles por quienes no hablan el idioma interno de la Iglesia. Ser conscientes de esta inmensa tarea es el requisito previo para iniciar una nueva vida en la Iglesia. Porque la nueva evangelización no constituye una tarea adicional, sino que significa sencillamente un cambio de perspectiva para la Iglesia y sus creyentes.

[1] Discurso de apertura del año académico en la Universidad Filosófica-Teológica Benedicto XVI, abadía de Heiligenkreuz, en el Bosque de Viena (1 de octubre de 2015).

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