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EL ROSTRO DEL AMOR[1]
LLAMAMOS A ESTE DOMINGO OMNIS TERRA siguiendo las palabras del Salmo 66 (65) al comienzo de esta santa misa: Omnis terra adoret te, Deus, et psallat tibi! En castellano: «Que se postre ante ti la tierra entera, que toquen en tu honor». Este domingo tiene ese nombre desde hace ochocientos años. Entonces, como hoy, el evangelio de las bodas de Caná se leyó en todas las iglesias católicas. Desde entonces, han sucumbido imperios que se han ido como hojas de otoño. La Iglesia ha tenido noventa y dos nuevos papas. Revoluciones y guerras masivas han sacudido Europa, divisiones fatales han desgarrado al cristianismo. La calma parece casi un milagro con el que todavía cantamos en la liturgia de este domingo como lo hacíamos entonces: «Aclamad al Señor, tierra entera».
En este domingo de júbilo recordamos también al papa Inocencio III, que hizo traer hoy hace ochocientos ocho años el santo velo de Cristo de San Pedro a Santo Spirito. Era el velo sagrado que nos muestra el «rostro humano de Dios», del que el papa Benedicto XVI nunca se cansa de hablar, o el «rostro vivo de la misericordia del Padre», al que el papa Francisco ha dedicado este año jubilar. Ya entonces, en enero del año 1208, esta Santa Faz o velo de la Verónica quedó vinculado a esta iglesia con la idea de la misericordia activa de Dios hacia la especie humana. Además, en 1994 san Juan Pablo II consagró a la humanidad al rostro de la Divina Misericordia en honor de santa Faustina Kowalska, cuyas reliquias veneramos aquí. El papa de Polonia también fue un visionario, como podremos comprobar hoy y aquí una vez más.
Hace ochocientos ocho años, durante la primera de estas procesiones, el papa Inocencio III no hizo que trajeran la Santa Faz a los nobles de Roma, sino a los peregrinos enfermos y a los pobres de la ciudad, cuya casa más importante era este Ospedale Santo Spirito. Y decretó que el limosnero papal debía entregar tres denarios del tesoro de las ofrendas para san Pedro a cada uno de los trescientos enfermos y a los mil pobres invitados de toda la ciudad que asistieron a la ceremonia: uno para el pan, otro para el vino y un tercero para carne. También concedió grandes indulgencias a quienes visitaran la Santa Faz y acudieran a esta procesión. Fue prácticamente una anticipación de los Jubileos, que solo se introdujeron en Roma años más tarde, en 1300 bajo el papa Bonifacio VIII. ¡De modo que todo empezó aquí en aquel entonces!
Desde entonces, estas procesiones y exhibiciones del velo no se detuvieron hasta el comienzo de los tiempos modernos. Pronto fue prácticamente imposible contar los peregrinos que querían ver el rostro de Dios en Roma. Dante supo más tarde de esta procesión de la Santa Faz. Es el rostro frente al cual finaliza el «viaje cósmico» de su Divina Comedia, como dijo el papa Benedicto XVI hace diez años cuando presentó su encíclica Dios es amor. Era este el rostro del amor, el que «mueve el sol y las otras estrellas», como escribió en las líneas más célebres de la literatura italiana: «l’amor che move il sole e l’altre stelle».
Este es el amor de Dios que nos espera «como un joven se desposa con una doncella», como escuchamos en las palabras de Isaías, y el poder amoroso del Espíritu Santo, cuyos múltiples dones de la gracia nos ha vuelto a explicar san Pablo en esta iglesia consagrada al Espíritu Santo. Pero en ninguna parte habla este Espíritu con mayor claridad que en el rostro silencioso de Cristo, ante quien estamos hoy aquí reunidos.
Porque «esta es la vocación y la alegría de todo bautizado: mostrar y llevar a Jesús a los demás», nos dijo el papa Francisco el 3 de enero. Pero eso es exactamente lo que podemos presenciar hoy cuando los valerosos capuchinos de Manoppello «nos muestran y traen a Jesús», en cuyo rostro Dios mismo nos muestra su rostro.
Dicho esto, me gustaría agregar solo una cosa más sobre el evangelio de las bodas de Caná, sobre el que ya se han dicho muchas cosas instructivas. Después de todo, ¿debería sorprenderse hoy alguien de que Jesús dedicase su primer milagro público al matrimonio y la familia, que hoy están tan en peligro que el papa Francisco acaba de dedicarles dos sínodos por su cuenta? Más bien deberíamos, de hoy en adelante, tratar de entender mejor este primer milagro, ahora que acaba de pasar la época navideña, como una extensión necesaria del misterio de la Encarnación de Dios. ¿No es acaso en una familia donde nos convertimos en seres humanos? En una familia con una madre y un padre y, si hay suerte, con hermanos y hermanas. Por eso los artistas cristianos han recreado una y otra vez el rostro de Jesús y el de su madre. Porque si Dios es el Padre de Jesús, su rostro debe y solo puede ser como el de Él. Y es este rostro ancestral el que ha regresado hoy de manera casi maravillosa al Santo Spirito en Sassia, donde parece casi idéntico al rostro de la imagen de la Divina Misericordia, que aquí se venera desde hace más de dos décadas.
Es una copia del antiguo original, que el papa Inocencio III mostró a los peregrinos y que se ha conservado durante más de cuatrocientos años en los Abruzos, a orillas del Adriático, en la periferia de Italia, desde donde fue traído hoy por primera vez al lugar donde comenzó el culto de su veneración pública. Desde aquí, innumerables copias han dado a conocer a los cristianos la verdadera imagen de Dios a todo el mundo. Y ahí radica el significado más profundo de esta hora. Antes de llegar a Roma, el velo sagrado se custodió en Constantinopla; y antes de eso, en Edesa; y antes aún, en Jerusalén. Este rostro no debe ser el tesoro de ningún individuo, ni siquiera de los papas. Es un tesoro único de todos los cristianos. Solo nosotros sabemos qué aspecto tiene Dios, y cómo y quién es. El rostro de Cristo es, por tanto, el tesoro más noble y precioso de todo el cristianismo y todavía más, de toda la tierra. Omnis Terra! Siempre tendremos que abrirnos a este rostro. Siempre como peregrinos. Siempre a la periferia. Y siempre con un objetivo en mente: esa hora en la que estaremos cara a cara con él. Amén.
[1] Homilía pronunciada el domingo 17 de enero de 2016 en Santo Spirito en Sassia, en el distrito sajón de Roma.