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3.

DE ORIENTE A OCCIDENTE[1]

HACE NUEVE DÍAS, EL 3 DE OCTUBRE, una pareja judía que se encontraba en su ruta sabática hacia el Muro Occidental fue asesinada a puñaladas en la calle Al Wad en la ciudad vieja de Jerusalén, a pocos pasos de la puerta de acero del «Hospicio Austriaco». Fue una noticia impactante. Ya ni nos acordábamos de asesinatos de este tipo. Ha hecho que muchos teman una tercera Intifada en Tierra Santa. El joven palestino que perpetró el acto fue abatido a disparos por las fuerzas de seguridad israelíes. Venía de El-Bireh, cerca de Ramallah, donde, según la tradición, María y José se dieron cuenta de que Jesús ya no los acompañaba a su regreso a Nazaret, y donde se dieron la vuelta y partieron nuevamente hacia Jerusalén en busca de su hijo. Es muy probable que María y José corriesen preocupados por la calle Al Wad en su camino de regreso a Jerusalén en dirección al templo, del que en la actualidad solo se conserva el muro occidental. Debieron pasar apresurados por el lugar donde se encuentra el hospicio de peregrinos de la Sagrada Familia, que lleva allí más de ciento cincuenta años.

Es seguro que Jesús, María y José pasaron por aquí muchas veces; el lugar debía resultarles familiar. El retablo de la capilla del hospicio recoge este motivo con mucha viveza. Muestra a la Sagrada Familia con el Jesús de doce años en su camino desde Galilea hasta Jerusalén. Les queda por delante la última y más ardua parte del ascenso; pero ya se disciernen claramente los contornos de la ciudad y José, el padre adoptivo de Jesús, le muestra el camino a los lugares santos.

Hasta aquí la topografía del Hospicio Austríaco en Jerusalén. No está lejos del destino final de todos los cristianos que peregrinan a Jerusalén: la tumba vacía de nuestro Señor y Salvador. Cada paso que damos aquí sigue la estela del Salvador. La imponente casa en una esquina de la Vía Dolorosa señala un punto focal de la historia del mundo que nunca desaparecerá. Su legendario techo plano es algo así como el techo del mundo. Desde allí arriba, a la izquierda, casi se puede tocar con las manos la dorada Cúpula de la Roca, que se alza desde hace más de mil años sobre el lugar donde se encontraba el Sanctasanctórum del templo judío hace dos mil años. Ese era el templo que Jesús llamó «la casa de mi Padre», desde el Monte de los Olivos. Allí Jesús sudó sangre; allí arriba lloró por Jerusalén. A la derecha, las cúpulas de la tumba y la Basílica de la Resurrección se elevan sobre la colina del Gólgota desde el laberinto de casas del casco antiguo. Allí nuestro Señor fue clavado en la cruz y tres días después, en otro lugar que está a un tiro de piedra, en el Santo Sepulcro, regresó para siempre del reino de los muertos a la tierra de los vivos. En el Monte Sion, al sur, vemos la imponente rotonda de la abadía benedictina alemana de la Dormición, donde su madre se durmió. Esta Abadía de Hagia María es un lugar inconcebible, un desafío para los sentidos. Desde el tejado del Hospicio se escuchan las campanas de la ciudad, las llamadas a la oración de los muecines, muchas sirenas y el viento silbante de Jerusalén, que ya se ha llevado el último grito de Jesús.

Al mismo tiempo, esta pacífica casa parece como de otro mundo, de otro planeta, cuando salimos del bazar oriental en la calle Al Wad y entramos en una casa de los Habsburgo, un reflejo del orden austríaco. En un paso nos trasladamos de Oriente a Occidente: del corazón de Tierra Santa al corazón de Europa. No hay muchos lugares así. En el Hospicio Austríaco estamos en medio de los acontecimientos mundiales. Por eso acepté con mucho gusto presidir la instalación de una reliquia del beato emperador Carlos en la capilla de la casa de los peregrinos, durante la fiesta de la Ascensión de Cristo el pasado mes de mayo. Y tengo que admitir que disfruté del lugar como un niño. Por lo tanto, me complace presentar este libro sobre el Hospicio aquí, en Santa Maria dell’Anima, un libro que con suerte introducirá a muchos lectores en este fascinante albergue de la Iglesia católica en Jerusalén, donde uno puede dejar que nuestro mundo, con sus consustanciales tensiones encerradas en una especie de cáscara de nuez, lo maraville y lo asombre.

Por eso me parece importante que se presente hoy este magnífico volumen, no solo en las casas de peregrinos de Jerusalén y Viena, sino también aquí, en Roma, en el Instituto Pontificio Santa Maria dell’Anima. Porque este también es un enclave legendario de la Casa de los Habsburgo y una especie de cápsula del tiempo del desaparecido Sacro Imperio Romano Germánico en medio de la capital italiana. Ambas casas, el Hospicio y el «Anima», tienen conexiones con Viena que se remontan a mucho tiempo atrás. Gran parte del glamur de la antigua metrópolis de los Habsburgo y la proverbial pietas austriaca se refleja en ambas casas.

La historia del «Anima» es siglos más antigua que la del Hospicio Austríaco, aunque, naturalmente, la propia Jerusalén tiene raíces mucho más profundas. Aquí la historia de la Revelación en general y del cristianismo en particular se puede comprender con las manos y medir con los pies. La Iglesia vio la luz en Jerusalén. Solo el cristianismo, y ninguna otra religión, proviene de esta ciudad. Esa historia puede respirarse en ese lugar: la historia de la Encarnación de Dios, que desde el Hospicio se despliega en sus aspectos esenciales como en un caleidoscopio. En la cuarta estación del Vía Crucis, al otro lado de la calle, encontramos un mosaico bizantino-armenio del siglo VI que representa unas pequeñas sandalias de mujer junto a las huellas de Jesús. Aquí se dice que María se encontró con su hijo torturado camino al Calvario, Él con la corona de espinas en la cabeza y la cruz en el hombro ensangrentado. De ahí que los peregrinos difícilmente puedan encontrar un alojamiento más conmovedor antes de partir desde aquí, por la mañana, hacia el Santo Sepulcro, y hacia la primera liturgia solemne de los franciscanos frente a la tumba. ¡Porque en esta basílica todos los días es Viernes Santo y Pascua!

En el prólogo a este libro, el cardenal Schönborn cita el siguiente extracto del Ecclesia in Medio Oriente del papa Benedicto XVI:

En esta tierra elegida por Dios de manera especial anduvieron los patriarcas y los profetas. Fue el glorioso escenario de la Encarnación del Mesías, vio la cruz del Salvador asomándose y fue testigo de la resurrección del Salvador y el derramamiento del Espíritu Santo. Recorrido por los apóstoles, los santos y muchos Padres de la Iglesia, fue el crisol de las primeras formulaciones dogmáticas.

En el mosaico del ábside de la capilla del Hospicio, bajo el libro apocalíptico de los siete sellos sobre los que descansa el Cordero de Dios, volvemos a encontrarnos con algunos de estos peregrinos. En el medio nos mira severamente el Padre de la Iglesia Jerónimo de Dalmacia, a quien debemos la primera traducción latina de toda la Biblia, en la que estuvo trabajando en Belén junto a la Gruta de la Natividad. Ya en el siglo IV, san Jerónimo dijo que además de los cuatro Evangelios, hay un quinto: la propia Tierra Santa, que, por así decirlo, abre y explica los primeros cuatro Evangelios. Esta observación no ha perdido un ápice de relevancia en nuestros días.

San Jerónimo también está rodeado por algunos santos populares de la monarquía de los Habsburgo, desde san Leopoldo a san Esteban, de san Wenceslao a san Estanislao y san Florián. Esta asamblea la interpretan Wolfgang Bandion y Helmut Wohnout en su contribución a este libro como un motivo simbólico que apela a «una Europa unida por su identidad cristiana». No podría estar más de acuerdo, porque el Hospicio Austríaco fue siempre un monumento fascinante del Estado multiétnico de los Habsburgo antes de 1914 y lo sigue siendo hasta el día de hoy. El lugar siempre ha encarnado la tradición católica supranacional de este imperio europeo. Antes del fin del imperio multiétnico de los Habsburgo, se la conocía como la «hospedería austrohúngara para los peregrinos de la Sagrada Familia». Se suponía que era una casa donde las disputas nacionales quedaban a un lado, un lugar comunal para los pueblos de la monarquía bajo el sello de su fe común en el Resucitado.

Desde el tejado del Hospicio podemos discernir a simple vista en el sur de Jerusalén, a la distancia, en las colinas de Judea, el poderoso muro que hoy corta y divide la Tierra Santa. «Todos los muros caen, hoy, mañana o dentro de cien años», le gusta repetir al papa Francisco. No obstante, estamos viendo al mismo tiempo cómo Europa se está enfrentando ahora a desafíos existenciales completamente nuevos. Fronteras que aparentemente se creía superadas están tomando forma de nuevo. Nuevas líneas divisorias, nuevos rollos de alambre de púas, incluso nuevos muros amenazan con emerger en la nueva Europa, que se había reencontrado consigo misma hace veintiséis años cuando cayó el Muro de Berlín, o eso les pareció a muchos en aquel momento.

Precisamente en esta situación, cada peregrino de Tierra Santa volverá hoy y mañana al corazón de nuestra identidad. «Europa nació de las peregrinaciones», reconocía Goethe. Justamente por eso la peregrinación a Jerusalén puede ser de gran ayuda y apoyo para que nos cercioremos de cuáles son nuestras raíces. Durante siglos, el Occidente cristiano hizo una peregrinación a la «Jerusalén celestial» citada por el Apocalipsis de Juan. Esta última ciudad de Dios se convirtió en el modelo central de nuestra cultura. ¡Que este libro sea una pequeña pieza del mosaico en el camino de esta memoria, y dé a los creyentes del ámbito de habla alemana un impulso para emprender el camino hacia el origen material de nuestra fe!

Y es que es especialmente en tiempos de crisis cuando más peregrinos se necesitan en Jerusalén. Lo que está sucediendo aquí concierne directamente al cristianismo. Cada vez son más los cristianos que abandonan el país, cuyos antepasados han vivido allí alrededor de dos mil años. Que ocurriese lo contrario sería lo que ayudaría a la Tierra Santa. Los peregrinos no se van, los peregrinos vienen. Porque los peregrinos no tienen miedo y no deben tener miedo, especialmente en el Hospicio Austriaco. Los peregrinos no son turistas; van siempre en camino hacia Dios. Por tanto, los peregrinos son siempre constructores de puentes. Tierra Santa y Europa, y el mundo entero, los necesitan más que nunca.

Con esto termino. Como prefecto de la Casa Pontificia, por supuesto, ni puedo ni debo publicitar un albergue, por mucho que me fascine. Ese no es el asunto que nos reúne esta noche. Lo que en realidad me gustaría publicitar aquí y ahora es ante todo una nueva reflexión sobre una de las tradiciones más venerables de Occidente. Me gustaría promover la peregrinación a Tierra Santa, con una abrumadora variedad de lugares que pueden leerse como un único mosaico de la Encarnación de Dios. Cada torre de iglesia en Europa apunta a ese sitio. Así es que vayan, y tanto mejor si lo hacen en masa. Dicho de otra forma, con las palabras del evangelista Juan: «¡Ven y mira!».

[1] Palabras de presentación de un libro sobre el Hospicio Austríaco en Jerusalén, pronunciadas en Santa Maria dell’Anima (Roma, 12 de octubre de 2015).

Cómo la iglesia católica puede restaurar nuestra cultura

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