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Capítulo 4. Los hermanos Videla Toldería Ranquel, noviembre de 1840

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—Mari mari —dijo Baigorria al cruzarse con un indio camino a la laguna.

Como buen militar, siempre se levantó muy temprano, pero le había costado adquirir la costumbre india de bañarse en la laguna todas las mañanas sin importar si hacía frío o calor. Debía admitir que el agua fresca ayudaba a despabilarse, pero bañarse públicamente no era algo que le surgiera naturalmente.

—Mari mari —saludó, al cruzarse a una cautiva cuando volvía a su toldo. Con las cautivas debía hablarse en mapuche, era mal visto hablarles en castellano. Los indios tendían a pensar que se estaba confabulando algo. Tan solo Baigorria con sus hombres tenían la libertad de hablar en español. Tanta era la confianza y la posición jerárquica que había alcanzado el ex alférez del general Paz, que ahora se hacía llamar “coronel Baigorria”.

En el toldo, su china18 le acercó un mate. Dos chicos jugaban cerca, eran sus hijos. Baigorria tenía cuatro mujeres, tres de ellas, cautivas. A dos de las cautivas las había tomado por mujeres para protegerlas. La tercera había sido cautivada de muy chica, no hablaba castellano. Esta, más allá de su piel blanca, era una china ranquel como cualquier otra. Su cuarta mujer era la china, india de nacimiento, que le había acercado el mate. Con las dos últimas había tenido los dos chicos que jugaban cerca.

El resto de la toldería de Baigorria se componía de hombres blancos, algunos con familia india, aunque la mayoría “solteriando”, como decían ellos. Era como una tribu blanca. Y así lo reconocían los demás indios, que consideraban a Baigorria el cacique de dicha tribu. La fama de Baigorria había crecido mucho en la Provincia de San Luis y, de a poco, ex unitarios, desertores o simplemente renegados se iban internando en el desierto para sumarse a “su tribu”. Los ranqueles aceptaban a esta gente siempre y cuando lo hiciera Baigorria, y estos quedaran bajo su tutela. Por un acuerdo con Painé y Pichún, se le sacaban las armas de fuego a todos estos huincas, los caciques no querían correr el riesgo de tener gente peligrosa armada. Al principio, las armas las guardaban los caciques, con el correr del tiempo le delegaron esa responsabilidad a Baigorria, tal era la confianza que los caciques le tenían.

Entre los indios también la figura de Baigorria era controversial. Había de los que lo admiraban y de los que lo detestaban. El cacique general Painé lo respetaba mucho y le había puesto el nombre mapuche de “Lautrán”, que quería decir “cóndor petiso”. Baigorria sonreía al recordarlo. Lo de “petiso”, estaba claro por qué, su altura era muy pequeña, aún entre los indios. Pero lo de “cóndor” le gustaba, hacía referencia a “ver a la distancia”. Los caciques ranqueles lo respetaban porque sus conocimientos sobre los huincas les permitían eludir los problemas antes de que estos tomaran importancia. Lo gracioso era que esta idea, los ranqueles la habían sacado de una frase de Napoleón que Baigorria les había repetido varias veces, y que él, a su vez, se la había escuchado al general Paz. Según él, Napoleón decía que “viendo de lejos se remedian los inconvenientes”.

En esos pensamientos andaba el coronel, cuando un tumulto le atrajo la atención. Eran tres o cuatros indios trayendo a un huinca que parecía haber sido muy maltratado. El que parecía jefe de los indios llamaba a gritos a Lautrán. Baigorria se paró y les chistó para que pararan de golpearlo y se lo trajeran. Seguramente se trataba de un renegado que se había internado buscando escapar de la ley. Cuando Baigorria se acercó más, este vio que el hombre vestía lo que alguna vez había sido un uniforme militar.

—Me manda el gobernador Videla —dijo el hombre como pudo, con su boca ensangrentada e hinchada por los golpes.

—¿Gobernador Videla? —dijo Baigorria con sorna—. ¿Y desde cuándo un Videla se hizo federal? ¿O, acaso, ahora San Luis está en manos de unitarios?

Baigorria conocía muy bien a los Videla. Sus familias eran amigas desde hacía generaciones. Todos ellos habían abrazado la causa unitaria, por la Organización Nacional. Y algunos habían muerto defendiéndola.

—No, mi Coronel. Volvieron Lavalle y Lamadrid. Uno en la Provincia de Buenos Aires y el otro en Córdoba. Lamadrid le ordenó a Don Eufrasio Videla que arme un ejército en San Luis y se convierta en su gobernador. La victoria es segura.

Para Baigorria ninguna victoria era segura hasta que se lograra.

—¿Y qué tengo que ver yo con eso? —preguntó Baigorria, desafiante.

—Don Videla me mandó buscarlo a usted. Lo quiere a su lado. Dice que usted tiene con qué ayudarlo —dijo mirando a su alrededor.

Baigorria conocía muy bien a Eufrasio. Era un hombre correcto, honesto y corajudo. Además la causa unitaria era la correcta. Sin duda, Baigorria tenía que sumarse a este nuevo intento de organizar el país. Pero cuando el soldado decía que Baigorria tenía con qué apoyar la causa, no se refería ni a sus conocimientos militares, ni a su veintena de hombres. Se refería a sumar a los ranqueles a la ofensiva, y de eso no podía estar seguro.

—Venga soldado. Siéntese acá, que mi china le va a cebar unos mates. Yo tengo cosas que hacer.

Se fue a buscar un chasque que le pidiera a Painé y a Pichún una conferencia. Ellos tenían que saber lo que estaba pasando y las consecuencias que eso podía tener. Tenía que ser sincero con ellos.


Manuel Baigorria.

* * *

—¿Y qué dice Calfucurá? —le preguntó Painé a su hijo Calvaíñ, una vez que Baigorria terminó de contar lo que estaba pasando en la tierra de los huincas.

—Dice que hay que ponerse del lado de Juan Manuel. Nadie podrá vencerlo y además él es el único jefe huinca que no le miente a los indios.

A Baigorria lo sorprendió que Calvaíñ tuviera noticias frescas de Calfucurá pero, pensándolo bien, nada debía sorprenderlo del hijo de Painé. Él era uno de los caciques que siempre desconfiaba de Baigorria, era el único que no lo trataba de “chuesqui”.19 Era bastante natural que, para oponerse a Lautrán, involucrara a Calfucurá. Los otros dos en la conferencia, Pichún y Coliqueo, tenían fe ciega en Baigorria. El último, que había escapado hacía años de los toldos de Salinas Grandes, le había advertido de la relación entre Calvaíñ y Calfucurá.

—Hay otra cosa a tener en cuenta —dijo Painé con voz grave—, Pichún y yo tenemos hijos nuestros en colegios de Buenos Aires, apadrinados por Juan Manuel. Si él nos viera del lado de los unitarios, algo malo les podría pasar a ellos.

Rosas, siguiendo el ejemplo de los romanos con las tribus bárbaras, siempre pedía un hijo de cacique, con la excusa de apadrinarlo y darle educación. La verdad era que, si bien era cierto que iban al colegio, los chicos eran rehenes para asegurarse que sus padres cumplieran con los acuerdos.

—¿Qué dice que hagamos, chuesqui Lautrán? —le preguntó Pichún, genuinamente preocupado.

Baigorria tomó su cigarro y fumó una larga bocanada, para darse tiempo de pensar una buena respuesta.

—Lavalle y Lamadrid son líderes muy fieros que le presentarán un desafío muy grande a Rosas.

No era eso lo que Baigorria realmente pensaba de ambos. Para él, Lavalle era un militar que tenía puro corazón, pero cuyos arranques de ira, a la larga, le iban restando apoyos. Si la campaña se prolongaba, él quedaría solo en el campo. Respecto de Lamadrid, ni siquiera era un verdadero militar, a lo que Baigorria le agregaba crueldad y estupidez. No olvidaba que cuando el general Paz cayó prisionero, la causa unitaria quedó en manos de Lamadrid, quien la perdió en cuestión de semanas. Por otro lado, Baigorria había pasado varios años en los toldos y su única alternativa de volver a la civilización era con la victoria de los unitarios. A esto se sumaba la obligación moral de ayudar a Videla en un momento tan grave.

—Pero… —dijo Lautrán, retomando— las palabras del chuesqui Calvaíñ son muy sabias. Rosas es poderoso y más astuto que un güor20. Por más que me pese en el corazón, a la nación ranquel no le conviene sumar sus lanzas a la causa unitaria. Pero tampoco creo que le convenga sumarse a la de los federales. Creo que los ranqueleches21 no deben involucrarse en las peleas de huincas, al menos que puedan sacar algo muy bueno.

Los cuatro indios asintieron con aprobación, por algo lo llamaban cóndor.

—También es cierto que yo tengo un deber para con mi hermano Videla. Tengo que ir en su ayuda en este momento tan difícil para él y para muchos de mis amigos y familiares.

Painé se conmovió por la lealtad que Baigorria sentía para con ciertos huincas. No sabía el motivo de ese vínculo pero sí entendía y valoraba mucho la lealtad. Pichún y Coliqueo miraban con atención, preocupados sobre lo que diría Lautrán. Calvaíñ estaba sorprendido y desconfiaba de cada palabra.

—Por eso, chuesquis, lo que yo propongo es que yo, junto con mi gente, me sume al levantamiento unitario pero ustedes se queden aquí, en el desierto, sin envolverse en esta guerra de huincas.

—Chuesqui Lautrán —dijo Pichún con preocupación—, ¿Cómo sabe que no es una trampa? ¿Conoce a este soldado? Quizás todo sea un truco de los federales para hacerlo salir del desierto y apresarlo. Ya sabe que Juan Manuel le puso precio a su cabeza.

—Sí, ya lo pensé, chuesqui Pichún. Pero me parece que este soldado dice la verdad y por otro lado sabemos, por Calfucurá, que es cierto que Lavalle y Lamadrid están otra vez en campaña. Debo ir.

—Entonces nosotros te acompañaremos —dijo Pichún con decisión.

—¡Nada de eso! —protestó Calvaíñ.

—¡Silencio! —tronó Painé, con autoridad—. Chuesqui Lautrán es muy importante para nosotros. Nos enseñó a pensar antes de atacar. Chuesqui Lautrán es necesario para que los ranqueles podamos sobrevivir la permanente amenaza huinca. No podemos perder al chuesqui Lautrán —y, anteponiéndose a la protesta de Baigorria, continuó— pero entiendo que chuesqui Lautrán tenga que ir en ayuda de sus chuesquis huincas. Es el deber de todo hombre de corazón. Por eso acompañaremos a chuesqui Lautrán a San Luis hasta que estemos seguros de que no es una trampa y se pueda sumar a sus compañeros. Lo dejaremos allí y volveremos a nuestros toldos sin pelear con los huincas.

—¿Pero cómo haremos para que los conas quieran venir, si van a volver con las manos vacías? —se quejó Calvaíñ.

—En San Luis arrearemos algunas cabezas para nuestros conas. Con una guerra entre huincas, nadie notará la falta de algunas cabezas.

—¿Pero qué le diremos a Juan Manuel cuando se entere de que Lautrán pelea con Lamadrid? —insitió Calvaíñ.

—Le diremos que Lautrán es Lautrán y los ranqueles son los ranqueles. Él es y será libre para marcharse cuando quiera.

La conferencia terminó y Baigorria volvió a sus toldos con una buena noticia y una mala. La buena era que les diría a sus hombres que volvían a San Luis. La mala era que les tendría que decir a sus mujeres que las abandonaría.

* * *

La conquista de Rosas

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