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FANNY, EL FESTIVAL DE ARTE DE CALI

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Si Cali no fuera Cali, sería el cielo, o una mujer. Entonces se llamaría Fanny, Sixta, Marta o Maritza.

Que Dios me perdone, pero no puedo separar nada de lo que amo de un rostro de mujer. Por ejemplo, cuando era creyente, pensaba que la Virgen era Dios, y mi complejo de Edipo teológico era para la Inmaculada. Mi nostalgia del Paraíso es una Eva desvestida a la última moda, inventando trucos para vestirse con Adán. Y cuando pienso en el Festival de Arte de Cali, ¿en quién voy a pensar sino en Fanny?

Esta artista se ha vuelto un símbolo, un imperativo de la acción, un dínamo que mueve mil cosas y personas con el pensamiento, una hecatombe, una Biblia, una filosofía del método para llevar a la práctica esa pesadilla de la imaginación que es el Festival de Arte de Cali.

Para que sea posible esa aventura espiritual ha sacrificado el sueño, la identidad, su pertenencia, y a su marido, quien desde el día en que Fanny es elegida “coordinadora” –desde luego unánimemente–, se resigna a dormir solo, comer solo, hablar solo, aburrirse solo, y todo solo, excepto ciertas cosas que solo se pueden hacer entre dos.

Pues el pobre marido entra a casa cuando Fanny sale; o sale cuando Fanny entra. Al fin vuelve a “capturar” a su mujer cuando ella ya no existe, o está desintegrada en el nirvana, es decir, cuando el Festival termina. Entonces, de la cabecera de su cama cuelga un diploma que bien podría ser un epitafio. Reza cariñosamente:

“La ciudad de Cali, a Fanny, en gratitud”.

Fanny solamente, amorosamente, a secas, como la verdad. Pues esta mujer a quien el Gobernador le dice Fanny, el obispo le dice Fanny, y solo Pedro le dice mi amor, ha terminado por perder su apellido como Desquite, como Rasputín, como X-504. Se ha vuelto un símbolo de lo más puramente caleño como el TEC, o La Manuelita.

Fanny es de esos seres tan vitales que uno olvida que de repente se pueda morir. Con su energía, Colombia podría mandar su primer cohete a la luna. Incluso uno puede imaginarse perfectamente que Dios después de hacer de la nada a ese monumento de Fanny, se acostó a hacer la siesta, se durmió sobre los laureles, y se olvidó de nosotros.

Un esfuerzo tan colosal está bien en Dios que es inmortal. Pero no en Fanny que hace de la nada un festival de arte nacional olvidándose de que solo es una mujer como Dios manda, pero no tan divina ni tan inmortal como Dios Padre.

Y por olvidarlo, una tarde casi se muere en Bogotá: la fulminó un ataque. El abogado Gustavo Vasco, su afortunado anfitrión capitalino, sin saber qué hacer ni qué rezar, confundió un ataque al corazón con la crisis de la poesía, y llamó al poeta Bonilla-Naar para que la salvara. El galeno muy ofuscado se presentó con su estetoscopio lírico, y empezó a pulsar las lánguidas palpitaciones de la adorable moribunda.

El poeta, finalmente, profetizó que se trataba de un ataque, de una desgracia para la cultura, que Fanny se iba a morir, con sus cuarenta grados de fiebre, tan desfigurada que no se parecía a Fanny, la fatalidad misma. Entonces ella como que abrió una pestaña y susurró que llamaran a Gonzalo Arango a ver si se me ocurría alguna brujería para conjurar el peligro, pues yo había estudiado algo de magia negra con los jaibanás (brujos) en las selvas del Atrato.

El poeta Bonilla, mi rival en concursos literarios, se puso muy celoso de su ministerio, pero no tuvo más remedio que telefonearme al Bar Caruso para darme la noticia. Sinceramente yo no creí en el tal ataque de Fanny, aunque mi colega juraba y gemía por el teléfono, diciendo que era algo espantoso, inminente, y que la última voluntad de la artista exigía mi presencia. En cuanto a él –agregó–, ya había hecho todo lo poéticamente posible para salvarla, y solo quedaba por intentar un milagro. ¿Yo qué pensaba? Entonces dije:

—Vea, doctor Bonilla, lo que Fanny tiene es un guayabo bogotano, dele un Alka-Seltzer, puede que eso le haga el milagrito.

El poeta trinó de ira, me acusó de charlatán, y colgó el teléfono. ¡Diablos!, me dije con remordimiento, ¿y si fuera en serio? Salí disparado como una bala. En el camino robé una rosa del jardín de una inspección de policía, y con una flor roja en la mano me presenté a exorcizar la muerte.

Evidentemente, la pobre Fanny estaba más blanca que un querubín, y yo le apliqué mi estetoscopio florecido en la nariz. Leve mejoría. El doctor Bonilla se deshizo en elogios a mis dotes de taumaturgo, me pidió permiso para respirar el aroma de la flor, y en pleno éxtasis declaró que ese perfume era el olor de la poesía misma. Yo le dije:

—Usted no conoce una verdadera rosa, doctor. Esta es una rosa subdesarrollada, una col. Si usted quiere conocer una rosa de verdad, una rosa caleña, tendría que ir a Cali en junio, más o menos en el verano, por la época del Festival de Arte; entonces usted podrá ver rosas que con solo olerlas resucitarían un muerto.

—¡Oh, no! –exclamó el galeno con escepticismo cartesiano.

—Si no cree pregúntele a Fanny, ¿verdad, cariño? (había olvidado que Fanny estaba en pleno apogeo de surmenage). No obstante, abrió la pupila, me vio, y dijo arrastrando las letras:

—Hola, ca-ri-ño…, ¿qué ho-ras son…?

—Las seis.

—¿Las seis? Demonios, a las siete tengo que estar en el grill del Hotel Cordillera exhibiendo el documental del Festival de Arte. –Y diciendo esto a velocidades de rayo se desembarazó del afiebrado sudario, lamentándose de que ya era muy tarde para ir a la peluquería, y se esfumó al baño a tirarse las mechas sobre la frente.

El poeta Bonilla no salía del asombro, del milagro, y no sabía dónde meter su inútil y estúpido estetoscopio, protestando por la evidencia.

—Es imposible, no puedo creerlo, esta mujer estaba más muerta que el Frente Nacional.

—Doctor, eso le pasa por olvidar que Fanny es Fanny, que Fanny es un milagro, que Fanny es un Festival.

Desde entonces, el escéptico e inspirado poeta doctor Bonilla juró dejar la medicina para dedicarse a la magia negra, a pesar de lo cual este año tampoco nos ganamos el Premio Esso.

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