Читать книгу Adónde va el derecho penal - Gonzalo Quintero Olivares - Страница 10

1. LOS PENALISTAS Y LA SOCIEDAD

Оглавление

La sociedad española y los penalistas rara vez coinciden en sus apreciaciones y en sus escalas de valores, como si una y otros fueran extranjeros respecto al otro. La verdad es que establecer una relación entre «sociedad» de un lado y «penalistas» de otro es en el fondo grotesco, pues los penalistas no pasamos de ser un puñado de individuos a los que se les supone el conocimiento de una especie de ciencia, sin entrar en que se tenga por útil ese conocimiento, y cuya función real en la vida cultural y hasta en la misma vida jurídica es bastante dudosa; la sociedad, en cambio, es nada menos que el cuerpo que integra el conjunto de la ciudadanía española, prescindiendo del grado de conciencia «colectiva» que tenga cada uno de sus miembros. Por lo tanto, la mera pretensión de establecer una especie de relación entre partes implicaría una cierta soberbia de los penalistas, que así, licitamente, se autoconstituirían en una élite.

Por otra parte ciertamente es incorrecto tratar como grupos compactos u homogéneos tanto a la sociedad como a los penalistas. La pluralidad de la primera, determinada por razones culturales, económicas, geográficas, religiosas, etc., es tan notable que no requiere mayor mención (lo que no atañe a la importancia intrínseca de esa pluralidad). Pero es que los penalistas, aun siendo un grupo de personas más o menos amplio, no deja de ser muy pequeño y con un solo elemento aglutinador seguro: la teórica dedicación profesional al derecho penal. Más allá de eso no puede apreciarse elemento alguno de cohesión de todo el grupo, pues afortunadamente, y pese a que haya algunas «tribus» doctrinales —cuyo aglutinante no es necesariamente una orientación metodológica—, no es una orden religiosa.

A partir de esa advertencia habrá que relativizar el alcance de lo que se dice cuando se habla de penalistas y de sociedad, de preocupaciones sociales y de inquietudes doctrinales. Cierto que en ocasiones se produce también cierta coincidencia de apreciaciones, y así por ejemplo en los últimos meses de 2003 podía percibirse que tanto en los medios doctrinales como en cualquier debate sociales veía con asombro el constante y vertiginoso aumento de leyes penales que impulsó el Gobierno de entonces, y que en buena parte ha dado lugar a la imagen de caos que rodea al derecho penal y procesal.

Sería absurdo, no obstante, negar que existen preocupaciones sociales vinculadas con el problema penal, y del mismo modo sería ciego no ver que a veces el aferramiento doctrinal a «principios» (por ejemplo, el de intervención mínima) puede no ser comprendido por los observadores sociales1). En el análisis de la situación en la que estamos vamos a comenzar por aquellas cuestiones que se suponen situadas cerca de las preocupaciones sociales, y después podremos valorar mejor la actitud de la doctrina.

Los gobernantes españoles y no españoles recurren al derecho penal (a legislar en materia penal) cuando y cómo lo estiman oportuno o cuando creen que es preciso corregir una ley equivocada o cuando quieren reducir o aumentar la presencia del derecho penal en una determinada materia. Eso es sin duda alguna una conducta que puede identificarse como ejecución de una cierta Política criminal2), la cual es, entre otras cosas, la parte de la política que se dedica al problema de la prevención y reacción contra el delito. Pero la Política criminal no se puede definir solamente así, y lo cierto es que es en verdad difícil alcanzar una concordia en torno a lo que es la Política criminal. Académicamente se puede decir que es, por una parte, la actuación del Estado y los poderes públicos por medio del derecho penal y otros instrumentos en pro de la consecución de una convivencia con los menores conflictos posibles, que genere eficaz protección de los bienes jurídicos más importantes, y que no suponga un uso excesivo o innecesario de la represión punitiva; y por otra parte será la ciencia que estudia y analiza la utilidad y eficacia del derecho penal para poder promover su reforma3).

Ciertamente no hay una sola visión de lo bueno y de lo malo. En este punto quiero prevenir una posible objeción del lector, que se resumirá en una idea correcta formalmente: no puede admitirse que necesariamente lo bueno sea lo que el crítico dice y lo malo sea lo que el gobernante hace. Eso es verdad, y por eso mismo hoy no es posible, en una sociedad tan plural en todos los órdenes (culturales, económicos, religiosos, etc.) como es cualquiera de las occidentales incluida la española, pretender explicar los ideales de justicia4) y de derecho desde una especie de «neo-iluminismo» o, si se prefiere, resucitando la filosofía de los valores, sin perjuicio de los que se plasman en garantías democráticas. El pluralismo es por lo tanto lo «lógico», pero el pluralismo exige por su propio bien la racionabilidad de lo que se legisla; quien tiene poder para crear leyes penales no podrá lógicamente desprenderse de su propia ideología para seguir la de los otros, pues las reglas mismas de la democracia le permiten y le obligan a ser coherente con sus propuestas electorales. Pero la viabilidad de la convivencia jurídica exige evitar leyes que no pueden ser calificadas como «razonables»5).

La aplicación de una Política criminal tiene necesariamente puntos de partida ideológicos, aunque, justo es subrayarlo, los Partidos políticos españoles no se caracterizan por una especial preocupación por el tema, y para comprobarlo basta con leer sus programas electorales, en los que se confunden las ideas de «eficacia de la justicia», «rapidez», «seguridad» y firmeza contra el terrorismo, con lo que ha de ser una Política criminal completa, lo cual sería lo mismo que confundir la política fiscal con el rigor en el cobro de los tributos y en la persecución de los delitos fiscales. Pero a pesar de eso —siempre en el plano de lo teórico— se puede admitir que toda acción de gobierno y toda acción legislativa han de partir de una Política criminal concreta expresada públicamente o no, pues de lo contrario habría que tener a cada decisión como algo gratuito y que a nadie interesa y que además no sirve para alcanzar el fin propuesto; cuestión diferente es que ese fin no sea la lucha contra la criminalidad con respeto a las libertades ciudadanas, sino que sea la demagogia o el halago hacia potenciales votantes o el modo de acosar al enemigo político, pues de todo eso hemos visto.

Volviendo al tema de la «indefinición» es preciso ser consciente de que en España tradicionalmente ha sido difícil saber cuál es la Política criminal que va a proponer cada formación política6). Por su parte la ciencia penal construye también sus propios postulados básicos, entre los que se incluyen los que se pretende que marquen o inspiren la Política criminal y de que el Poder legislativo actúe respetándolos, y así se invocan los conceptos de derecho penal mínimo, ultima ratio, o la necesidad de no confundir el derecho con la moral. Pero como veremos a propósito de comentar las últimas reformas penales, todo eso queda en agua de borrajas en cuanto la mayoría parlamentaria toma la pluma de legislar.

Por otra parte, las medidas de carácter legislativo no son únicamente de índole estrictamente penal (delitos y penas), sino en la misma o mucha mayor medida de carácter penitenciario y procesal penal Sin duda alguna todo eso es derecho penal en sentido amplio, y todo eso es visto como el derecho «de los delitos y de las penas» por la ciudadanía. Pero aquí comienzan los problemas, especialmente los problemas de actitud de la ciencia penal española, la cual, por lo común, se caracteriza por una preocupante ignorancia o desprecio de todo lo que atañe al derecho procesal penal, cultivado por profesores diferentes y sin relación alguna y, desgraciadamente, con un preocupante desconocimiento respectivo de la materia problemática que contiene cada ámbito.

De esa separación tan hispánica no tienen la culpa los penalistas —ni quiero decir que la tengan los actuales procesalistas— pero la verdad es que esa ignorancia mutua es objetivamente evidente, y, lo que es peor, es perceptible un preocupante nivel de abandono intelectual del derecho procesal penal, lo cual permite al penalista desentenderse de medidas de reforma —se llamen restricciones de la persecución o juicios rápidos— que pueden poner en peligro la teórica propuesta que formula el derecho penal.

Pero eso guarda coherencia con que para muchos penalistas españoles merecen menos atención científica cuestiones nucleares como, por ejemplo, la política criminal y la técnica de tutela de los derechos fundamentales que temas sin duda importantes —yo mismo he escrito sobre ellos— pero cuantitativa y cualitativamente menores, como puedan ser la viabilidad legal de la tentativa idónea o la omisión impropia, en cuyo estudio y cultivo7) se encuentra la necesaria preservación de todo compromiso y el perfecto camuflaje ya de la ideología ya del desinterés por los otros problemas.

No deben entenderse mis palabras como un repudio a la dogmática. Todo lo contrario: mientras que se dan actitudes de búsqueda del «refugio de la dogmática» como modo de evitar encararse a otros problemas penales, sigue siendo imprescindible una dogmática presidida por la orientación al fin del derecho penal8), pues una dogmática en la que no tengan cabida la Política criminal, las teorías sobre el fin y fundamento de la pena, y una amplia gama de problemas procesales, acaba no sirviendo para nada más que la satisfacción del primer y más elemental paso: la interpretación del derecho positivo, pero no para formular un sistema penal9).

Cuando un penalista español, desde su humildad y buena fe, escribe que una determinada norma positiva genera un grado de represión o de impunidad político-criminalmente inadmisible, lo que en verdad quiere decir es que o bien el legislador ha usado su poder sin reflexión alguna, o bien que ha optado por criminalizar o inhibirse sin razón conocida que lo explique10), aun cuando el que no sea «conocida» no supone que no sea inconfesable, o que sea tan evidente y sectario su propósito que claramente pueda denunciarse la carencia de legitimidad moral11).

Mas no por eso puede negarse que en alguna ocasión la crítica doctrinal no ha sido sensible al problema o no ha querido admitir la entrada en el derecho penal de normas que en su ulterior aplicación han mostrado su utilidad. Como ejemplo de lo primero puede citarse la cuestión de la inseguridad ciudadana: una cosa es que los penalistas rechacen la excusa de la seguridad ciudadana como argumento definitivo para justificar cualquier clase de reforma legal, incluyendo las más xenófobas, y otra muy diferente es negar la evidencia de que en muchas ciudades y pueblos de España ha aumentado la inseguridad en las calles y han crecido las zonas «peligrosas»; todo eso requiere actuaciones de los poderes públicos, aunque esas actuaciones no tengan que plasmarse necesariamente en modificaciones de las leyes penales.

Ejemplo de lo segundo (la resistencia a admitir nuevas normas) puede citarse el de las ya antes citadas modificaciones legales para reprimir el llamado terrorismo de baja intensidad (la violencia callejera), pues el paso del tiempo ha mostrado que la extensión expresa?12) de la represión penal puede ser necesaria para evitar la impunidad, y entonces la crítica de los penalistas, resultará un tanto excesiva.

Por lo tanto, a la luz de la experiencia, y por supuesto que se trata de mi opinión, que ni aspiro a que sea compartida ni lo espero, muchas invocaciones o referencias a lo político-criminal en la ciencia penal española tienen, por lo tanto, una elevada carga de voluntarismo cuando no de recurso literario para embellecer el discurso penal. Si un penalista inicia un discurso crítico o la expresión de su parecer con la advertencia de que habla desde el plano de lo político-criminal, lo más frecuente será que exponga su libre y soberana opinión identificándola con la que debiera ser la política criminal del Gobierno.

1

Es difícil atribuir a alguien o a alguna institución o fuerza la representación fidedigna de la «opinión de la sociedad». En sociología política se ha estudiado mucho en torno a la representatividad material de los partidos políticos (que nada tiene que ver con la legitimidad de la representatividad parlamentaria), pero también se ha analizado la representatividad de los medios de comunicación en cuanto «creadores de opinión». La complejidad social, por sí sola y sin entrar en mayores análisis, hace muy difícil esa representatividad por la simple razón de que es imposible establecer una única opinión social. Por eso es mejor o más prudente usar la referencia a las opiniones o pareceres de la ciudadanía sin pretender indirectamente erigirse en intérprete de ésta.

2

Aunque no siempre se trate de una política criminal, ni siquiera en la peor acepción que se le quiera dar al concepto, pues en algún caso conocido la modificación de leyes penales obedece exclusivamente a problemas personales de quienes tienen poder para modificarlas.

3

No voy a entrar aquí en la complicada cuestión de la entrada de la Política criminal como criterio útil también para la interpretación de las leyes y desde ahí la construcción dogmática del sistema penal.

4

Sobre esta cuestión vid. Supra 1-2.

5

En relación con el tema del «pluralismo razonable» es de gran interés la tesis de Rawls, bien expuesta por R. Gargarella en «Las teorías de la justicia después de Rawls», 2ed., Barcelona, Paidos, pp. 192 y ss. Del mismo Gargarella vid.también: «Los críticos del “liberalismo político” de Rawls». «Revista CLAVES», núm. oct.-nov. 1997.

6

Sin perjuicio de que los Gobiernos o sus Ministros de Justicia puedan en cualquier momento anunciar decisiones de carácter político-criminal, lo lógico es que esas líneas de actuación se marquen en los programas electorales, recordando que la Política-criminal no pasa ni sólo ni en primer lugar por la reforma de leyes penales y procesales.

7

Sin duda muchos creen de buena fe que el cultivo de la Dogmática penal es de por sí lo bastante extenso como para dejar espacio para que otros se ocupen de las otras dimensiones del problema penal. Ya Liszt sostuvo que Dogmática y Política criminal eran mundos que jamás se tenían que mezclar, planteamiento separador que hoy en buena medida ya ha sido abandonado. En su pensamiento la Política Criminal era la ciencia de la «crítica y la propuesta», que sólo comenzaba su misión cuando el método dogmático había terminado de explicar los contenidos del derecho positivo creando un sistema conceptual a partir del mismo. La fase final, a la que el criminalista llega con la información criminológica y el análisis de la eficacia de la norma es la que conforma el campo de formulación de la Política criminal. Pero el penalista tiene un compromiso ético que le obliga a contemplar la totalidad de los problemas que la convivencia y el delito entrañan.

8

Nos basta, para exigir eso, recordar la influencia que tuvo en el propio Liszt R. von Ihering y su tesis (en el famoso texto «Der Zweck in Recht») sobre el necesario sentido final del Derecho, en virtud de la cual «las normas no pueden nunca ser entendidas como una realidad normativa objetiva o conceptual», sino como algo «que persigue un fin»;'las manifestaciones jurídicas sólo se interpretan correctamente cuando se conectan con el fin que pretenden alcanzar.

9

La función de la dogmática jurídico-penal es por lo tanto algo necesario porque sin ella no tendríamos realmente sistema, tal como hace ya bastantes años expusiera magníficamente Hassemer en «Strafrechtdogmatik und Kriminalpolitik», Hamburg, Rowohlt, 1974, pp. 23 y ss. y pp. 146 y ss.

10

Sobre el tema de la irracionalidad legislativa, entendiendo por tal la discordancia entre la ley y su propósito formal o aparente y lo que en realidad ha de provocar, así como las condiciones de la racionalidad legislativa, vid. M. Atienza, «Contribución a una teoría de la legislación», Madrid, Civitas, 1997, pp. 27 y ss. De gran interés, Díez Ripollés, «Un modelo dinámico de legislación penal», en «La ciencia del derecho penal ante el nuevo siglo», Libro Homenaje a Cerezo Mir, Tecnos, Madrid, 2002, pp. 291 y ss.

11

Sobre la racionalidad ética, vid., Atienza, op. cit., p. 39-

12

El problema de la descripción «expresa» de una conducta como delictiva se reconduce a veces al tema de la llamada función simbólica del derecho penal incorrectamente. Las funciones simbólicas suponen una manifestación necesaria de valor positivo respecto de un bien jurídico, aun cuando la realidad cuantitativa de la conducta descrita sea baja o nula. Eso nada tiene que ver con el castigo de conductas que tal vez serían punibles con una correcta interpretación de las leyes ya vigentes, pero que la experiencia enseña que la cuestión no puede fiarse a la interpretación, sino que es necesaria la descripción expresa, aunque pueda parecer reiterativa, por su función de llamada, pues así se designa la misión que algunas normas tienen (recordar a los Tribunales que eso ha de ser castigado).

Adónde va el derecho penal

Подняться наверх