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2. EL PROBLEMA PENAL Y LA PERCEPCIÓN DE CRISIS

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En la historia del derecho penal, y de la imagen de los temas diversos que con el se relacionan, es cierto que nunca ha habido un momento de plenitud positiva, sino que, en el mejor de los casos, el sistema penal se ha considerado más o menos eficaz y más o menos respetable, valoración y calificación que de paso se otorga a los que lo aplican, como jueces, abogados o fiscales, y a los que mejor o peor lo enseñan. Eso se puede resumir en una idea muy simple: para un penalista la insatisfacción ha de ser su estado de ánimo natural. Las razones son tantas que en verdad se puede decir que la explicación última se comprende cuando se reconoce que el problema penal4) pertenece a la vez al derecho penal, a la filosofía del derecho, a la filosofía, a la sociología, y a la política5).

La turbulencia —entendida como situación permanente de conflicto o insatisfacción social o tensión entre sentimientos irreconciliables— constante que rodea todo lo que se relaciona con el problema penal es en verdad la misma que puede referirse al ideal de justicia. Es difícil, por no decir imposible, encontrar una sola época de la historia de Europa en la que gobernantes, pensadores, ciudadanos, ideologías, religiones, proclamas políticas, no hayan colocado a la Justicia en el centro de sus objetivos o en la causa última de todos sus actos. Gobernarse o gobernar en nombre de ella o para ella, eso lo desean e invocan todos. Pero también es cierto que no es fácil encontrar una palabra e idea en la que convivan una cantidad mayor de significaciones; y a partir de esa incuestionable percepción se comprende con facilidad que «Justicia» es una palabra multívoca, y es multívoca precisamente por la imposibilidad de encontrar un significado aceptable para todos6).

Conclusión de todo ello sería una simple en apariencia, y casi frívola, resumida en una sencilla reflexión: la justicia penal y con ella, arrastrado, el derecho penal7), no gozan de reconocimiento, antes lo contrario8), pero eso no ha de extrañar «ni preocupar» pues esa es su situación natural. ¿Y en verdad podemos resignarnos tan fácilmente cual si se tratara de una fatalidad contra la que es inútil luchar porque la causa reside en la condición humana y de las sociedades incluidas las democráticas ? No lo creo, o por lo menos creo que la resignación, aun en el negado supuesto de que eso fuera verdad, no contribuye a nada y antes al contrario, empeora todo.

En la hora actual9), creo, sin temor a equivocarme —basta con prestar atención a lo que se oye en cualquier círculo más allá de ideologías o de nivel social o cultural— que estamos en uno de los momentos más bajos, en la dimensión de la historia breve de nuestra democracia, en esa apreciación crítica, y no sirve de consuelo decir que hubo tiempos peores, cual si fuera suficiente alguna pequeña mejora, porque precisamente la democracia aspira a ser siempre el tiempo mejor imaginable. Pero lo preocupante no es ya solo el escepticismo con el que la ciudadanía contempla todo lo que se refiere al problema penal10), sino en algo si no peor, diferente: la desmoralización ha prendido en el ánimo de los penalistas englobando en esa palabra a todos los que profesionalmente se interesan de uno u otro modo por el problema penal, en especial los que dedican sus esfuerzos a sus dimensiones estrictamente jurídicas (contenido y aplicación del derecho y proceso penales).

La situación es aun más grave cuando se comprueba que en muchos ámbitos de la «vida penal» (el foro, la abogacía, y en general, en la sociedad cuando la ciudadanía presta atención a estas cuestiones), no hay el convencimiento de que el derecho penal sea además una técnica jurídica compleja, cuyo dominio requiere estudio y dedicación. Por el contrario se reconoce una cierta «pericia» en quienes cultivan otras ramas del derecho como puedan ser el derecho civil, el administrativo o el tributario. Respecto de estos últimos (que son sólo ejemplos) se registra un comportamiento prudente entre los que no se han especializado, mientras que respecto del derecho penal es fácil comprobar que cualquier joven licenciado está dispuesto a entrar y opinar sin más equipamiento que los recuerdos de la carrera, lo que por lo general es muy poco. Esa actitud podría explicarse en nombre de la necesidad de trabajar en lo que se presente, explicación seguramente razonable y fruto de una situación de hipertrofia del número de abogados que adquieren esa condición profesional sin controles de especie alguna11). Pero la contradicción aparece cuando se constata que esa alegría con la que se entra en el derecho penal no se tiene si se trata de debatir un problema de servidumbres o de nulidad del acto administrativo, por ejemplo. La causa, y a la postre hay que reconocerlo, reside en la idea inconfesa de que «no hay una técnica de interpretación y aplicación del derecho penal», y que todo se reduce a que la prueba12) funcione a favor de la defensa o de la acusación. El penalista, por lo tanto, no es un «especialista que ha adquirido una particular ciencia», sino alguien que practica una parte del derecho que está al alcance de cualquiera, o, lo que es peor todavía, que en el proceso penal nunca se habrá de producir un debate auténticamente jurídico, y pensar así no sólo revela un alarmante grado de ignorancia sino un escepticismo profundo sobre el sentido del derecho.

Posiblemente esa imagen no es compartida cuando se eleva el nivel de los observadores. En la magistratura o en la fiscalía, y por supuesto entre los abogados realmente especializados en derecho penal, así como entre los docentes de derecho de cualquier área, se reconocerá a buen seguro la especial complejidad que entraña el dominio de la teoría del delito, la teoría y práctica del proceso, las fuentes del derecho penal, los límites y el contenido de cada figura delictiva, etc. Pero eso no puede ocultar el descrédito que ha alcanzado la condición de penalista, descrédito que no es una situación «personal» que afecte a los penalistas en su relación con la sociedad, sino otra cosa peor: el descrédito del propio sistema penal, cuya pérdida de respetabilidad se manifiesta tanto en la frivolidad con la que un abogado inexperto entra a opinar y debatir en un proceso penal, cuanto en la manera en que socialmente se contempla la utilidad y eficacia del sistema penal.

¿Por qué razones se ha producido ese descrédito del sistema penal? Precisamente cuando más se supone vigente el imperio del derecho bajo el techo de la Constitución13) más grande es el escepticismo sobre el derecho y la justicia penal; cual mancha de aceite se ha extendido en la sociedad española14) el desánimo y la convicción de que todo «lo de las leyes y los Tribunales» es un inmenso fraude, de lo que se aprovechan todos los que creen que la panacea para una sociedad inteligente es el arreglo extrajudicial15), a despecho de los muchos —la mayoría— que no pueden acceder a esa vía, y de la impunidad y falta de control de futuro que ese sistema tiene16); y eso sin entrar en los muchos conflictos que no son, o no debieran nunca ser, objeto de transacción, porque no se juegan sólo los intereses de las partes formalmente enfrentadas17). A todo ello se une, en aparente paradoja, un crecimiento continuo e imparable del número de infracciones penales; en suma: más derecho penal y a la vez más desprestigio del derecho y la justicia penales.

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