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3. EL ESTADO DEL PRINCIPIO NULLUM CRIME SINE POENA

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A fuer de darse por sabido muchos no son conscientes del significado profundo del principio nullum crime sine poena. Todos saben que es una de las manifestaciones clásicas del principio de legalidad en su descripción originaria, y también que supone la racional necesidad18) de que las conductas proclamadas delictivas tengan anudada una consecuencia represiva. Pero en un segundo nivel de derivaciones aparecen otras consecuencias:

a) la seguridad de que todos los delitos serán castigados, lo que supone una promesa de lucha contra la impunidad,

b) la certeza de que la pena será precisamente la señalada y no otra,

c) la imposibilidad de abrir espacios a soluciones del conflicto penal que sen menos traumáticas que la pena,

d) la indisponibilidad de los ciudadanos sobre el proceso penal una vez que éste ha nacido.

Pero la realidad de la evolución de la sociedad pone de manifiesto que esa primera imagen del significado del principio nullum crime sine poena ha sufrido profundas modificaciones, unas para bien y otras no tanto:

Es fácil comprobar que aun apreciada la existencia de un hecho con caracteres delictivos el nacimiento del proceso penal es algo que no se produce automáticamente. La pregunta aquí será si eso es malo o por el contrario es comprensible y no necesariamente malo. Es verdad que un buen número de delitos (los violentos y los pequeños delitos contra el patrimonio) dan lugar a una actuación policial inmediata y normalmente provocarán la incoación de diligencias judiciales, con independencia de que no siempre habrá sido habida y desde el primer momento la persona del autor o autores.

Mas en otros muchos delitos la percepción por los sujetos afectados de que se ha realizado una conducta con caracteres delictivos no da paso ni a la denuncia ni a la querella inmediata. Tal vez los afectados tardan en asumir que están ante un delito, o quizás estiman conveniente la apertura de un tiempo durante el cual puede alcanzarse acaso una solución que evite el proceso penal, o, lo que es más grave, se ve con escepticismo, la posibilidad de alcanzar una solución ejerciendo la acción penal.

Alguna de esas causas merecen un análisis en clave positiva —la posibilidad de que se abra un espacio para la solución no judicial— mientras que otras son preocupantes, en especial el posible desánimo ante la viabilidad de una solución a obtener a través del proceso penal. Es verdad que a ese escepticismo contribuyen múltiples factores: costo del proceso, tardanza en obtención de la reparación del perjuicio sufrido, falta de interés en el ejercicio de la «pretensión punitiva» (el deseo del particular de que otro sea condenado, con independencia de la reparación económica), prefiriendo en muchos casos la reparación, o bien, si no hay un conflicto que el dinero pueda resolver, la resignación a transitar una vivencia de incierta duración, a veces excesiva y quizás de impredecible final.

A eso se unen otros elementos que contribuyen poderosamente a esa frecuente actitud ante el proceso; basta acercarse a los medios profesionales para oír con resignación o indignación que los jueces de instrucción pueden rechazar o admitir las querellas sin grandes esfuerzos por justificar su decisión, que además adoptan en el plazo que estiman oportuno.

Claro que en el tema del rechazo de las querellas aparecen otros elementos no desdeñables. Así unos opinan que la pretensión infundada y hasta temeraria de abrir un proceso penal ha de ser rechazada de plano, mientras que otros (con mejor criterio, a mi modo de ver) estiman que esa acción no puede ser cortada de raíz por la sola voluntad de los Instructores19) sin que los ciudadanos afectados por ella (denunciados o querellados ) puedan llegar a saber lo que se ha intentado contra ellos y, en su caso, responder si es preciso con la querella por acusación falsa.

En otro orden de causas de la «incerteza o incertidumbre» del proceso se inscribe su futuro una vez que ya ha nacido, pues los particulares enfrentados pueden desactivar el proceso y abandonarlo tras un pacto extraprocesal, aunque la ley no contemple esa posibilidad, en cuanto que ellos hayan zanjado su diferencia. Tan normal es eso que se considera «anormal» lo que formalmente es «normal»: que el Juez y el Ministerio Fiscal se empecinen en proseguir la causa en nombre de la naturaleza pública del delito (perseguible de oficio). En cuanto a las penas que se llegan a imponer, entre la ciudadanía española, sin duda a causa de casos puntuales, se ha extendido la convicción de que para determinadas personas la estancia en prisión no durará mucho, sea cual sea la gravedad de la pena impuesta20).

Consecuencia de todo ello es la pérdida de sentido del principio nullum crime sine poena sobre el cual se ha construido buena parte del pensamiento penalístico21). Cuestiones centrales como, por ejemplo, la idea de prevención general, descansan en la «obviedad» de que la comisión de un delito dará lugar a un proceso razonablemente ágil y éste, inexorablemente, concluirá con una sentencia, y no hace falta ser dueño de una visión muy aguda para comprobar que eso no sucede. Por la misma razón la certeza del derecho, o seguridad jurídica, si se prefiere el germanismo de nuestra Constitución, presupuesto natural del estudio del derecho penal, por lo visto afecta sólo a la descripción de las tipicidades delictivas22), pero no a la realidad de su vigencia (no es seguro que los encargados de aplicar la ley compartan el criterio del legislador23)) o a la certeza del proceso.

La evolución de la vigencia material del derecho penal24) es, aunque sólo fuera por eso, muy preocupante. En cualquier dominio jurídico la realidad de esa vigencia material es fundamental; pero en ninguno posee la carga o trascendencia que tiene en el campo del derecho penal, donde esa distinción ha de combinarse a su vez con la que existe entre antijuricidad formal y material. Por eso ha habido épocas en las que pudo darse la vigencia material —entendida como realidad de la aplicación de las normas— careciendo la conducta incriminada de la correspondiente y necesaria antijuricidad material. En cambio, la esterilidad o inaplicación de una norma que incrimina una conducta de la que no se discute su carácter material de injusta constituye una grave quiebra del principio de certeza del derecho y de la fiabilidad del Estado de Derecho.

La legalidad penal acuñada en el Iluminismo y en el pensamiento revolucionario francés, la explicación dogmática de la relación entre delito y pena, la política criminal y, especialmente, el control sobre la realidad del principio de intervención mínima y también de la oportunidad del proceso parecen escapar de las manos de la organización de la Justicia y pasar a las de la libre voluntad de los particulares y sus intereses o a fuerzas oscuras ajenas a todo control público. Y lo peor es que, sin entrar por ahora en las causas humanas que dan lugar a ese estado de cosas, se puede además ver la notable incapacidad del pensamiento penal y de la política legislativa para adaptarse al paso del tiempo.

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