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El don de la palabra

Peter Elmore

La lectura era para Abelardo Oquendo una de las formas más plenas de la conversación: encuentro e intercambio que exige una disposición abierta a la palabra del otro, pero que además reclama en uno la voluntad de responder sin prejuicios ni falsa cortesía. Quienes gozamos el privilegio de su amistad, sabemos que le prestaba atención e interés a obras, ideas y personas por sus propios méritos y no por el prestigio o poder del que gozaban. Esa lección es perdurable y revela hasta qué punto la tarea intelectual de Abelardo tenía un fundamento a la vez ético y estético.

Conocí en persona a Abelardo —había leído ya Vuelta a la otra margen, la antología de poetas peruanos que preparó con Mirko Lauer, y Narrativa peruana 1950-1970— en 1979, cuando yo estudiaba literatura en la Católica. Él dirigió un taller en el que, me doy cuenta, aprendí que la crítica es (o, mejor dicho, debe ser) un ejercicio creativo del criterio y un modo de dialogar no solo con las obras individuales, sino con esa vasta sociedad de textos y comentarios que es la tradición literaria. Paul Valéry imaginó alguna vez una historia de la literatura compuesta solo por libros y que prescindiera del nombre de los autores. A Borges la idea le pareció buena, y Abelardo la suscribió también a su manera, o al menos eso creí entender entonces cuando tuvimos la primera sesión del taller. Nos dio a leer varios poemas que estaban transcritos con cuidado, pero en los que faltaba el nombre del poeta. Esa omisión no era un homenaje a los pronunciamientos estructuralistas y posestructuralistas sobre «a muerte del autor», sino una invitación a leer los poemas sin la ayuda (o el estorbo) de lo que sabíamos sobre la biografía o la fama de los poetas. Recuerdo bien la clara lucidez y la verdadera pasión con la que nos hizo notar la calidad y las virtudes tanto de un soneto renacentista como de un poema posvanguardista. Solo después supimos que Garcilaso de la Vega y Blanca Varela habían sido quienes, en siglos distintos y con sensibilidades muy diferentes, formaron con la materia prima del lenguaje algo que no tenía un valor de uso o cambio, sino que era —de un modo profundo y genuino— valioso. Tan valioso, de hecho, que se hacía necesario compartirlo con otros. Con su propio ejemplo enseñaba Abelardo que la experiencia de la poesía es intensamente subjetiva, pero no arbitraria ni azarosa. De ahí que no desdeñara la comprensión de los procesos históricos ni el aprendizaje del análisis de textos, aunque sin duda nada de eso sirve si no existe entre el lector y el texto esa comunicación intensa que involucra tanto a la inteligencia como a la imaginación y los sentidos. Lo que Abelardo Oquendo compartía era no solo un modo de leer, sino una ética de la lectura.

En su ensayo sobre Javier Sologuren, Abelardo destacaba en la obra del poeta de Vida continua el tránsito de una ética de la forma a una ética del sentido. Esa clave no solo ilumina la obra de uno de los más grandes poetas peruanos del siglo XX, sino que también permite apreciar el estilo de pensamiento que distinguía a Abelardo: la visión de conjunto se expresa en una frase elegante y certera que le hace justicia a la trayectoria del escritor. El breve prólogo de Un mundo de monstruos y de fuego, en la que acopia las páginas más reveladoras e intensas de José María Arguedas, es también ejemplar. «La imagen del autor que, desde su inicio, fue configurando la narrativa de Arguedas terminó imponiéndosele a él mismo», dice Abelardo unas líneas antes de afirmar: «En cierta medida Arguedas es una creación de su literatura». La conclusión puede parecer paradójica, sobre todo porque se ha insistido mucho a lo largo de los años en la raíz autobiográfica de la obra del autor de Los ríos profundos. ¿No sería más bien cierto que, en el caso de Arguedas, la literatura es una creación de la vida? Esa sería la certidumbre de un lector con menos vuelo y perspicacia —o, por decirlo así, más prosaico—, pero lo que Abelardo Oquendo percibe es que la escritura fue para Arguedas un modo de elaborar su propia identidad y, por eso mismo, de darse forma. La intuición es exacta y muestra hasta qué punto la literatura no solo representa realidades y experiencias, sino que las constituye.

Luis Loayza, el más íntimo y afín de los amigos de Abelardo, escribió lo siguiente a propósito de Las moradas, que Emilio Adolfo Westphalen dirigió en Lima entre 1947 y 1949: «Algunas revistas literarias tienen un carácter definido y son algo más que la suma de sus artículos. Se parecen a una obra de arte hecha de sutiles relaciones y equilibrios, a un libro con unidad propia y no al encuentro ocasional de páginas mejores o peores». Eso se puede decir también de Hueso húmero, la revista que fundaron y codirigieron Abelardo y Mirko Lauer, con quien también emprendió otra obra de gran valor para la cultura peruana: la editorial Mosca Azul. Con setenta números y cuatro décadas de existencia, Hueso húmero es mucho más que un ejemplo de persistencia y dedicación. Para formarse una idea de lo que ocurría y ocurre en el campo cultural —y no solo literario— del Perú, su consulta es imprescindible, como también la aventura editorial de Mosca Azul permite reconstruir buena parte de los debates y cuestiones que ocupaban a la intelectualidad progresista del país en las décadas finales del siglo XX. Construir puentes y crear canales fueron las manifestaciones de una labor sin la cual el campo cultural contemporáneo del Perú sería hoy mucho menos fértil y productivo. Como Sebastián Salazar Bondy, que aparecía con frecuencia en muchas de nuestras conversaciones, Abelardo Oquendo estaba empeñado, de un modo generoso y creativo, en la tarea de abrir espacios para la creación y la reflexión.

La última vez que conversamos Abelardo y yo fue en la terraza de un café miraflorino. Hablamos varias horas: de poesía, música y amigos ausentes, entre otras cosas. La enfermedad lo había demacrado, pero no había conseguido disminuir su calidez y su agudeza. Tampoco le había quitado la gracia para contar anécdotas que nunca envejecían ni las ganas de saber qué cosas de interés estaban sucediendo. Como siempre, el tiempo pasó demasiado rápido. Dos semanas después, supe que había partido una de las personas a las que más debo y más admiro. A la tristeza por la pérdida la acompañó una sensación viva e intensa, la de haber sido, sin que una condición anulara la otra, su alumno y su amigo.

Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación

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