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La compañía de Abelardo

Alonso Cueto

Creo que lo conocí y lo reconocí muchas veces. Estando con él descubría siempre aspectos de su personalidad que me asombraban y admiraban. Nunca dejaba de aprender y hasta ahora repito algunas de sus frases. Una de ellas es que un creador debe permitirse tiempos de silencio y de descanso para ir descubriendo nuevas vetas en uno mismo.

Quizá la primera vez que lo vi fue en un antiguo diario donde él trabajaba. Recuerdo verlo salir de una oficina con unos papeles en la mano. Me presenté con él y creo que, desde entonces, hace ya de esto más de cuarenta años, nunca dejé de verlo con frecuencia. Llevaba con toda naturalidad sus calladas pasiones. Su erudición, su gusto, su criterio y también ironía, y su serenidad, se mantuvieron hasta el final. En la clínica, donde fui a visitarlo dos o tres veces, seguía contando anécdotas y haciendo comentarios con la entereza del humor. A lo largo de los años, sus conversaciones siempre fueron memorables por sus ideas sobre los libros, sobre la política pero también por las anécdotas y los personajes. Recordaba el día en el que acompañó a un grupo de poetas en el asalto al antiguo local de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas, que llenaron de papel higiénico. Una de sus historias preferidas era la de un grupo de poetas que había formado un movimiento surrealista en Lima y que pedía como examen de ingreso que el postulante declarara que era un floripondio, con una flor delante (el examen tenía lugar en la Plaza San Martín pues arrancaban una de las flores de allí). Hablaba con pasión de sus escritores preferidos, entre los que estaban Borges y Robert Walser cuyo Jakob von Gunten era uno de sus libros preferidos.

Escribió muy poco pero algunas de las maravillosas piezas que escribió todavía resuenan en la memoria. Tuvo columnas magníficas en La República durante varios años. Recuerdo bien haber leído en voz alta su maravilloso prólogo a El avaro de Luis Loayza que publicó el INC en un tiempo perdido. Algunos recordarán su antología de narradores en Alianza Editorial y su Manual de puntuación y acentuación. Fue el gran asistente que tuvo Emilio Adolfo Westphalen en Amaru en los años sesenta. Colaboró en la edición de la obra de César Vallejo con su viuda Georgette. Pero su verdadera obra fue Hueso húmero. Junto a Mirko Lauer escogió los textos, organizó los números y, de vez en cuando, escribió en la revista cultural más importante de los últimos tiempos.

Enfrentado a su propio fin, plenamente consciente de todo lo que le pasaba. Me dijo pocas semanas antes de morir (estábamos en una cafetería cerca de su casa), que le quedaba poco tiempo. No había ninguna señal de lástima ni sentimentalismo en su voz. Rodeado de su esposa Pupi, de su hija Claudia, y de sus hijos Sergio, Patricia y Abelardo, creo que tuvo una vida plena.

Fue un habitante de Lima, por sus conversaciones. Mantuvo un culto a la amistad y a la inteligencia, lo que no siempre resulta fácil. Educado en los principios de la cortesía limeña, sin embargo, nunca se calló lo que pensaba, sobre todo si tenía que ver con su valoración de un libro. Como todo lector, sabía que la experiencia de leer era sagrada y que debía decirle a un autor lo que pensaba de su obra, por más amigo que fuera. Nos ha dejado un legado que es el de la lealtad, la autenticidad, como formas de la amistad. Creo que pensaba que el humor era la mejor forma de la lectura y la crítica. Alguna vez me contó que había participado en una antología de los peores poemas peruanos. Cuando se había encontrado con uno de ellos, había dicho: «Este ni como malo es bueno».

Escribo estas líneas con pena y nostalgia, cuando vienen muchas imágenes y voces suyas juntas. Conociéndolo creo que no hubiera aprobado que se escribiera sobre él. Siempre quiso ocultarse en una zona de rigor.

Toda vida es única y singular pero las de las personas queridas y admiradas parecen más especiales que las de otros. Creo que su forma suprema del placer era la lectura pero cuando la vista le fue fallando se dedicó con pasión a la música y descubrió compositoras modernas como Sofía Gubaidulina. A propósito de su muerte, Peter Elmore me escribió un mensaje: «En este momento las palabras fallan y sin embargo es lo único que uno tiene». Es lo único que tenemos y es los que nos deja Abelardo Oquendo. Palabras, gestos, imágenes. Una manera de leer el mundo aspirando solo a lo mejor. Qué ejemplo y cuántas lecciones para todos nosotros, que nos quedamos de pronto sin él.

Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación

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