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ОглавлениеJulio Ramón Ribeyro
Los hombres y las botellas (1964)
Tres historias sublevantes (1964)
En el prólogo a Los gallinazos sin plumas (1955), su primer libro de cuentos, Julio Ramón Ribeyro se encargó de precisar el sector de la realidad que de preferencia le interesaba: el de las clases más bajas de la sociedad urbana. Los hombres y las botellas confirma esa predilección por la miseria y las ciudades. Entre estas últimas, es Lima el escenario preferido de sus cuentos. A través de ellos surge una visión de nuestra capital hasta hace algunos años preterida por la literatura pues, por largo tiempo, el «pueblo» y aun la clase media sirvieron solo para ejercitar el «humor criollo», la «agudeza limeña». La Lima de Ribeyro es chata, fea, si se quiere lamentable, pero real; más real, al menos, que esa otra «alegre y dicharachera» o refinada y gentil en cuya invención se atarearon tantos escritores y periodistas y todavía se entretienen algunos.
Conviene advertir, sin embargo, que la fealdad que acusa Ribeyro es no tanto física cuanto moral. El mismo carácter ético se advierte en su pintura de la miseria: la de sus personajes se define más que por sus escasos medios económicos, por su falta de valor, por su irremediable fracaso. Ni cumplidores ni delincuentes, ni buenos ni malos, tampoco despreciables, los personajes de Ribeyro son dignos de conmiseración, de esa conmiseración que producen, muchas veces, la flaca y triste condición de los hombres, el espectáculo general de la vida.
Frente a ese espectáculo, Ribeyro aparece como un observador minucioso y reflexivo, de ninguna manera como un partícipe de la acción. Detrás de la mayoría de sus cuentos se descubre un decantado proceso mental, una voluntad que dirige su creación con inteligencia y acierto pero que también, de alguna manera, la enfría. Aunque quizás este último no sea el verbo más adecuado para lo que intenta decirse aquí: que los personajes de Ribeyro son vistos con hondura pero sin compasión; es decir, sin que su peripecia o su padecimiento lleguen a sentirse como propios.
Ribeyro entiende el cuento —y recurro a su personal apreciación, que aún continúa válida en su obra— como un momento culminante, como un intenso fragmento de la vida. Es así en él, pero el recorte de ese fragmento parece no proceder de la vida sino de la meditación sobre la vida. Que ello sea un defecto no (¿qué realismo no participa de esa condición en alguna medida?) depende de lo que cada cual exija a la literatura. Me limito, pues, a señalar una característica que implica un riesgo: el de disminuir en los protagonistas la plenitud o la verdad vitales.
Sea como fuere, una curiosidad intensa, una búsqueda tenaz, aunque sin optimismo parece presidir, hasta aquí, la creación de Ribeyro. En cierto modo podría ejemplificarse esta actitud con la cita siguiente: «lo único que me interesaba era ver cómo los muertos, al morir, trataban de abrir la boca (…) Me llamaba la atención la risa de los muertos, una risa que yo encontraba, no sé por qué, un poco provocadora, como la risa de aquellas personas que lo hacen sin ganas, solamente por fastidiarnos la paciencia» («Los moribundos»). Esta actitud es, en parte, la de Ribeyro. Como también es suya la reflexión que sigue inmediatamente a la cita que se acaba de hacer, reflexión que se refiere a cómo la abundancia de la desgracia despoja a esta de todo patetismo: «Ya no parecían hombres los muertos en camionadas. Parecían cucarachas o pescados». El mundo sobre el cual Ribeyro se inclina para mirar amontona así la desdicha. Y, más que por ella, Ribeyro se interesa por los gestos que hacen al vivir los desdichados. Esos gestos denuncian, en la gran mayoría de sus cuentos, la rendición o el fracaso.
En sus libros de cuentos anteriores Ribeyro matizó esta visión más bien sórdida —todavía entonces no tan acusada— con la ironía o la burla y, más exitosamente, con la evocación poética de hechos vinculados a su propia experiencia. En este libro no se va más allá de un dejo irónico, de una cierta sonrisa amarga y corrosiva. Sin duda, esta vez ha querido ofrecer una uniformidad mayor en los cuentos que agrupa. Pareja como la técnica lineal y simple, sin accidentes, que en todos ellos exhibe, comprime en este libro una impresión inmediatamente perceptible de la debilidad de los hombres para sobreponerse a situaciones negativas, de su incapacidad de actuar contra la injusticia, de su sometimiento a un orden establecido que íntimamente rechazan. Vida de pobres gentes incapaces de romper el yugo que las unce, en la de los personajes de Ribeyro toda felicidad es un engaño que no tarda en descubrirse.
«Los hombres y las botellas», cuento que da título a este volumen, «El jefe» y «Una aventura nocturna» conforman una trilogía de la ilusión que se destroza y deja paso a una realidad aún más oscura. «La piel de un indio no cuesta cara» y «De color modesto» muestran dos actitudes rebeldes que carecen de la grandeza imprescindible para no frustrarse. «El profesor suplente» es la historia de un fracaso que sobreviene definitivo antes de que la aventura se emprenda. Los personajes de Ribeyro resultan, así, prisioneros de un destino impuesto en el que se hunden más en cuanto intentan escapar.
Hasta Los hombres y las botellas, Ribeyro siempre había mostrado a los seres de su invención humillados en su ineptitud y en su miseria, pero nunca como ahora tan duramente. Su visión se ennegrece, pues, sin que esto quiera decir por necesidad que es la suya una literatura que progresa hacia lo negativo. No es la condición enfermiza o saludable de su literatura, depresiva o provocadora de acción contra lo que describe, lo que interesa aquí. Es obvio que todo ello revela inconformismo implica una postura crítica, pero esta nota no pretende otra cosa que explorar el mundo de un narrador singular por sus virtudes, una de las cuales, es precisamente, ofrecernos una visión del mundo con matices personales y nítidos.
Se ha dicho que la mira de Ribeyro insiste en un cierto sector de la sociedad. Ese sector fue, casi exclusivamente, el de las clases llamadas bajas. Él mismo escribió, en 1955, que ello «puede revelar una preferencia de orden sentimental o un dictado de orden técnico. En el fondo son las dos cosas: simpatía, deseo de penetrar y comprender esta esfera social y, por otra parte, simplicidad de las anécdotas y de los conflictos que facilitan su trasposición literaria. La observación y la crítica de las pequeñas y grandes esferas de la burguesía exigirían una mayor compenetración, que por el momento considero en mí insuficientes».
Pues bien, en este libro Ribeyro se atreve a tratar otras clases más altas y no para practicar la burla como en «El banquete» (Cuentos de circunstancias, 1958) sino para completar una misma visión: la visión de los vencidos. Dos cuentos de este volumen, «De color modesto» y «La piel de un indio…» ingresan a otro ámbito social: el de un joven arquitecto que tiene una casa de campo, el de las fiestas de Miraflores donde el que llega a los 25 años sin tener auto es mal visto. Pero en uno y otro caso sus protagonistas son tan pobres como siempre. Más allá de las diferencias sociales o económicas, Ribeyro parece postular aquí un denominador común para los hombres: la miseria moral. El mundo de los jefes, el de los triunfadores, del que su obra apenas si acusa el peso, la opresión, parece empezar así a unificarse con el que está en su reverso.
Pero toda esta visión se transforma, experimenta un cambio inesperado en el último libro de Julio Ramón Ribeyro: Tres historias sublevantes. Precisamente cuando, como acabamos de ver, Los hombres y las botellas cargaba los tintes sombríos del fracaso y la miseria interior con que suele pintar Ribeyro a sus personajes; cuando todo conducía a creer que las características de su mundo no solo se acentuaban sino empezaban a extenderse, a penetrar en otros sectores sociales; cuando parecía que, para Ribeyro, la frustración no era una consecuencia de las injusticias que determinan las diferencias sociales y económicas sino algo más, algo quizá inherente a la condición humana, tres cuentos que aparecen inmediatamente después que los editados por Populibros nos ofrecen una versión rebelde, heroica y victoriosa, una versión edificante de la realidad que se contrapone a esa otra deprimida y vejatoria a la que nos hemos referido.
Porque si bien Ribeyro continúa urdiendo sus historias con las gentes y los medios marginales de la sociedad del Perú, ubicándolas en ese vasto sector de exiliados en su propio país que siempre le ha interesado, ahora sus protagonistas conocen el triunfo. El no significará otra cosa que volver a empezar, como en «Al pie del acantilado»; que una muerte ejemplar, como en «El Chaco»; que un impremeditado y ocasional acto de venganza que no libera al esclavo que lo realiza sino que lo convierte en prófugo, como en «Fénix». Pero si se prescinde del aspecto externo de todo esto, es decir, de la eficacia visible de la tenacidad de Papá Leandro, de la rebelión solitaria de Sixto Molina o del asesinato de Marcial Chacón, brota, nítida, la victoria interior de los nuevos héroes de Ribeyro. Arruinados, perseguidos o muertos, todos ellos pueden decir con el perseguido Fénix: «Soy el vencedor. Si esas luces de atrás son antorchas, si esos ruidos que cruzan el aire son ladridos, tanto peor. Los llevo hacia la violencia, hacia su propio exterminio. Yo avanzo, rodeado de insectos, de raíces, de fuerzas de la naturaleza, yo mismo soy una fuerza y avanzo, aunque no haya camino, me hago un camino avanzando». Los hombres de Ribeyro son los mismos, pero con otra actitud: la adversidad ya no los rinde; el poder, aunque los derrote, ya no los humilla.
En los dos primeros cuentos de este volumen, Ribeyro mantiene el uso del relato sin accidentes temporales, sin alardes demasiado visibles en la técnica narrativa, pero con elementos sutilmente dosificados para crear el clima adecuado y obtener los propósitos que persigue. Buen delineador de caracteres, observador atento, hábil para elegir sus materiales, consciente de sus posibilidades y recursos, cauto, es decir, sin variar sus características habituales, en estas dos historias Ribeyro se muestra más cálido, más intenso también. Y no solo por la condición combativa, por el nuevo espíritu que infunde aquí a sus personajes, sino porque la extensión misma de las historias le resulta más apropiada para ello. Es interesante destacar además, en ambos cuentos, la soltura para mover conjuntos humanos, la capacidad de infundirles una presencia sólida, consistente que muestra el autor. Esto es algo novedoso en él y que le abre ricas perspectivas. Es más, sus protagonistas empiezan a apuntar, ya decididamente, hacia la representación colectiva.
El tercero y último de los cuentos, «Fénix», ofrece, si no la mayor originalidad en el tratamiento, sí la mayor audacia para incorporar técnicas más complicadas y llamativas a los, por lo regular, sobrios procedimientos narrativos de Ribeyro. Sin embargo, es este, en el fondo, uno de sus habituales retratos de la frustración, frustración que apenas si llega a salvarse, en lo que a Fénix se refiere, con el crimen.
Es curioso notar que «Fénix», historia del resurgimiento de un hombre que se describe como acabado, transcurre en la selva. Con su cabeza de oso en la mano, «decapitado, feliz», al final su protagonista se hunde en los bosques, «tal vez a construir una ciudad». El suyo es un triunfo individualista, solitario, como el de los pioneros de esa región por mucho tiempo llamada, en nuestro país, de la esperanza. En cambio, para la sierra es otra sublevación la que Ribeyro propone en «El Chaco». Sixto Molina muere porque allí no cabe la venganza individual, porque la rebelión contra el patrón explotador y tirano debe ser solidaria para alcanzar el éxito. Y en la costa, al filo mismo de la ciudad, pugnando por sobrevivir a su inclemencia, la familia de Leandro nos enseña una lucha en la cual el temple interior, la tenacidad, el indeclinable afán de vivir son las armas principales. Es especialmente esa irrupción del valor moral en la ciudad que ejemplifica «Al pie del acantilado», lo que más llama la atención en este último libro de Ribeyro.
Narrador del fracaso y de la cobardía —inclusive su novela Crónica de San Gabriel pinta la descomposición de una clase rural, la del mediano terrateniente— ¿qué puede haber determinado en él este cambio? Lo más probable y simple, quizá, sea pensar que Ribeyro intenta no ofrecer una visión intencionadamente positiva en contraste con su obra anterior, sin ampliar su visión del sector de la realidad que prefiere. El contraste existe, desde luego, o subrayado por el hecho de haberse reunido en un solo volumen estas tres historias «sublevantes», pues Ribeyro, si bien mejor en este libro que «Los hombres y las botellas», no es en él sustancialmente distinto. Entre la piedad y la ironía, de la depresión al heroísmo, su obra, sin embargo, se anuncia ahora más rica y el mundo que encierra más pleno.
Revista Peruana de Cultura, Lima, N° 2, (julio 1964).