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Sologuren: la poesía y la vida

Cuando Javier Sologuren publica El Morador (1944) tiene veintidós años y un concepto plenamente formado de la poesía. Formado y estricto: ningún desliz, ninguna concesión: sabe lo que quiere y ofrece solo los versos en que lo logra. Es joven, pero ninguna pasión tiene cabida en sus poemas: ni siquiera la del ensueño, pues este se encuentra regido por una voluntad artística que delimita el área en que puede moverse y discrimina sus elementos. Un rígido principio debe ser observado por la imaginación en movimiento: el reino de la poesía no es de este mundo. Solo podrá accederse a él ejercitando olvido, ausencia/ de la tierra, purificación imprescindible para quien intente pasar del infierno al cielo (p. 14)5, o de la realidad a la poesía. Morador de ese cielo, desde un primer momento Sologuren es consecuente: su escritura es un esfuerzo por eliminar la historia, el tiempo; limpia de todo acontecer personal o social, sin referencias circunstanciales ni localizables, las palabras que contiene carecen, propiamente, de un correlato objetivo. El poema solo alcanza su motivo y su paisaje/ en la linde del mundo (en incipiente/ aventura del párpado yacente)/ viéndolo todo y todo sin su traje (p. 15). De aquí la vaguedad de esta poesía, la brumosa huella que deja en la memoria. Como el poeta no puede valerse de lo que tiene vivido, como ha de recomponer todo, se apoya en la literatura y construye el suyo con los materiales más «nobles» de ese otro reino. Recurre a sonetos y décimas, a endecasílabos, a la rima, a formas y músicas que tienen ya un prestigio establecido, a elementos inmediatamente reconocibles como poéticos, para verter su poesía. Lo que le niega a la experiencia vital se lo concede a la experiencia literaria. El joven es un poeta prudente. Y lo es, más que por prevención, por temperamento. Todo en él se morigera, busca equilibrio: si aparece una espina de fragor (p. 13), es despuntada y recogida por el silencio; si menciona el fuego o la lumbre, esta es apagada (p. 16) y aquel débil (p. 15); si algo posee un ardoroso naranja frutescente es porque previamente el tono está adormido (p. 23); junto a la tierra hay cielo, junto a la sombra luz; las imágenes, si no en un mismo verso, en el poema —donde unas con otras se generan— buscan corregirse entre sí cualquier exceso.

Sin embargo, en el planteamiento mismo de su poética Sologuren no puede ser más extremado: prescinde de la realidad y al hacerlo la niega y se niega a sí mismo. La poesía no puede ser, entonces, sino una entrega total; únicamente en el poema el poeta podrá justificar su existencia, reducida a un ansia de identificación, de fusión, de disolución en la poesía. No debe extrañar, pues, que en los poemas de El Morador no se encuentre, paradójicamente, a nadie. En ellos solo habita una voz que cuando habla en primera persona no representa sino un accidente el verbo, algo sin entidad fuera del poema, que alienta en él y por él; y en este sentido su «yo» vacío se hace símbolo de la situación existencial del poeta, a quien, privado de todo contexto real, solo frente a una hoja de papel que debe llenar con palabras que han ganado independencia y ponen en primer plano su textura, su capacidad de seducción y sugerencia, le es imposible habitar el universo que crea puesto que es ese precisamente el precio que se ha impuesto para lograr su creación. El poema resulta, así, de un acto creador «puro», es un objeto a cuyo esplendor todo ha debido ser sacrificado, una chispa de luz alcanzada en la región de lo permanente, de lo bello, de lo perfecto. Toda necesidad de expresión o comunicación queda, de este modo, abolida. Lo único que importa es el poema como objeto hermoso, como una aproximación a la poesía, valor en sí y que se sostiene a sí mismo.

En tanto que aproximación, los poemas conforman un universo de opalescente sombra acogedora (p. 22) sobre el que se cierne la tiniebla de seda de los peces (p. 24), un imperio suavísimo (p. 23) y solitario cercado por los muros ciegos del silencio (p. 19). El poeta reside en la caverna de Platón y su trabajo consiste en acceder a la luz plena, a la poesía; no hace sino girar en torno de esta, de su idea, llama instalada en el centro de su ser y que todo lo reduce a humo. De ese humo está hecha la poesía del joven Sologuren, humo que sube en busca del cielo que es la poesía, es decir, otra vez del mismo fuego. Este circuito cerrado deslinda un territorio fuera del tiempo donde El Morador instala el presente absoluto de sus versos.

Nada se ahorraría con decir «poesía pura», salvo el problema mismo. En Sologuren no se trata de la simple adhesión a una corriente, de un mero afán esteticista, sino de una actitud frente a la vida. Porque si bien no su poesía, la actitud que la configura hunde profundamente sus raíces en el hombre Sologuren. Por la época en que escribe los poemas de El Morador y Detenimientos escribe también otros que no recoge en libro —los que agrupa en «Varia I»— pues tocan su historia personal. En ellos habla de su soledad, cuenta que el amor le ha sido negado, hecho que lo lleva a perder la esperanza —nada sucederá, ya no habrá nada (p. 45)— a abdicar el futuro. Y en ellos se define a sí mismo como un ser indeciso entre dos fuerzas contrarias representadas por el níveo bien y el fuego terrestre (p. 46). Como en tanto que poeta ya ha elegido lo primero, los sonetos de «Varia I» son segregados: eran la vida, no la poesía.

Veinte años después, con otra concepción de esta, los rescatará e integrará a su Vida Continua.

El único rastro del drama interior que vive el poeta, de su desgarramiento, está en la naturaleza evasiva de su poesía «oficial». Para hacerla ha tenido que borrar uno de los polos del conflicto: el mundo (del cual se ha refugiado en la soledad de su corazón que resulta también insatisfactoria) y fundar, fuera de la realidad, un paraíso pasivo, donde todo es quieto y yacente y adquiere una rumorosa condición vegetal (p. 23). Entre los procedimientos estudiados por Luis Hernán Ramírez6 hay uno que expresa con mucha claridad tal condición: el empleo frecuente de verbos pronominales, que no solo frenan el dinamismo verbal y que más que introducir «un movimiento del alma en la frase» (Ramírez) dan la sensación de un suceder que se produce sin sujeto causante, de modo autónomo, enigmático, como se abre una flor o se amarilla una hoja. Es decir, con el fuego terrestre el poeta borra también la voluntad. En los dominios del níveo bien, de lo perfecto y lo eterno, la facultad de decidir es superflua. Se alcanza así la superación del yo vacilante, se cumple la construcción del antimundo. Es de este modo como la poesía de Sologuren hinca sus raíces en la realidad que pretende abolir. Y es así como la actitud del hombre y la modalidad del poeta se comunican. Esta comunicación, sin embargo, no aparecerá consciente hasta Otoño, endechas (1959). Entre tanto, la poesía del autor experimenta una progresiva transformación, reflejo de sus cambios de actitud para con una realidad que, al irse relajando la oposición entre vida y poesía, empieza a ingresar, idealizada, en esta. El poeta no puede mantenerse por mucho tiempo tan radicalmente escindido.

Así, en el primer poema de Detenimientos (1947), por contraste con los medios tonos y la enrarecida atmósfera de El Morador, parecería que se inaugurase la vida: Hallo la transparencia del aire en la sonrisa; hallo la flor que se desprende de la luz (…) Desciendo a la profunda animación de la fábrica corpórea (…) Aquí y allá las obras de la tierra (p. 27). Esta impresión es falsa, aunque el paisaje que admiten los versos de este libro es más reconocible que el anterior y hay en él sentimientos que apuntan vagamente como vividos por alguien no del todo sepultado bajo el lujo de las imágenes. «Morir», por ejemplo, es un poema que ilustra bien cómo la poesía de Sologuren sigue opuesta a lo real. La hermosa muerte que se propone allí, dándole tono desiderativo a un modo infinitivo, no tiene otro objeto que preservar la ilusión, lo soñado, de su confrontación con real; esa muerte expresa el temor a la realización, al acto. Aun cuando no persigan sino un propósito estético, las imágenes de ese poema hablan con elocuencia de la incompatibilidad entre poesía y vida, y su morir evoca más que la muerte, un deseo de entrega pasiva y definitiva a una belleza inalcanzable. La intemporalidad, la mórbida quietud, subsisten en Detenimientos, triunfan sobre la aproximación a una realidad idealizada.

Mas si el principio poético de Sologuren continúa intacto, deja asomar un elemento activo, el deseo, con el que terminarán por reaparecer las dudas y volverá a plantearse el dilema resuelto en esta primera fase de su obra; dilema que llevado a su crisis provocará en ella un cambio fundamental. Por ahora no hay sino anhelos que, como el de morir, se enajenan de lo anhelado para convertirse en materia poética7. Esta empieza a alumbrar n titubeante círculo de amor y sueños (p. 33), algo parecido a una existencia manifiesta aun en visiones fragmentarias porque la timidez vital inhibe al poeta de algo más que una relación entre soñadora y contemplativa que tiene el efecto de subrayar la distancia entre sus sueños y la realidad. Es de este modo oblicuo que ella asoma. Serena y tersa, exangüe, delicada, esta poesía flota en el vacío como un ángel que duerme.

Pese al título, Dédalo dormido (1949) iniciará el despertar. En uno de sus poemas se admiten por primera vez en la poesía de Sologuren cosas cotidianas, menciones con peso humano: Esta hora que alcanza tiernamente a su propia distancia,/ en la que un par de zapatos bien puede ser/ la historia de un hombre sobre la tierra/ y esta o aquella mujerzuela una mujer únicamente (p. 54). Esos zapatos, esa mujer, y más este tibio alimento pegado a nuestros labios (p. 52), son las materias corrompidas a las que cerró siempre los ojos el poeta, ese casto sonámbulo que había dicho: En mis ojos el sueño es un juguete de hielo,/ una flecha preciosa que no alcanza a herirme (p. 52) y que ahora con una larga garra de tristeza busca la pálida altura de una planta femenina (p. 52). Su sueño se impregna de nostalgia, de la nostalgia de una dicha cuya imaginación ya no basta y que solo puede tener lugar sobe la tierra. Aunque no lo admite, el poeta lo sabe. El juguete ha terminado por herirlo, la flecha abre una huella profunda, una ciega baraja/ abre un pecho donde la eternidad transita a solas/ en una desgarrada dulzura de sonidos y estrellas (p. 54). Por esa herida ingresará el tiempo en esta poesía fuera del tiempo, la historia personal donde no había historia. En el pequeño universo incontaminado, inalterable, se ha abierto una brecha y el viento que se desliza por ella instaura allí la agitación: No estoy en mí, no soy mío (p. 51) dice el poeta que se despierta en el vacío y descubre que no es sino un fantasma entre las flores de la aurora (p. 52).

Para apreciar mejor el cambio en proceso se puede comparar «La visita del mar» con «La ciudadela», soneto de «Varia I» del que aquel resulta, en cierto modo, una versión más elaborada y hermosa, y muchísimo menos directa; lo importante aquí es que el autor haya reincidido en un asunto colocado por él al margen de la poesía8. Dédalo dormido marca, pues, una alteración en su poética. Si la realidad y la imaginación empiezan a barajarse es porque la poesía admite a la vida y los sueños confundidos (p. 46). El mundo de Sologuren se amplía así notablemente: multitud de cosas irrumpen en un aparente desorden para armar imágenes deslumbradoras, los contrarios concurren no ya contrapuestos para alcanzar un punto inmóvil por igual alejado de los extremos, sino para enfrentarse, entrechocarse, penetrarse. La poesía es ahora el lugar donde el caos se encauza y adquiere hermosas formas porque es ella quien domina: la poesía. La superficie del poema, ya no tersa sino tensa por la agitación de las corrientes submarinas que a él confluyen, testimonia ese triunfo. El aparente desorden de las enumeraciones, el ingreso de ciertos elementos de la realidad dentro de la irrealidad, los vestigios de historia, los sentimientos que pugnan por ser más que un motivo estético, expresan que se ha tocado la tierra, pero para ponerla al servicio del poema. Este se torna lujoso; sobrecargado de joyas se estructura, sin embargo, no ya sobre atmósferas o visiones sino sobre ideas poéticas cada vez más precisas. El autor asoma en su obra y con él una vibración, un temblor que introducen un sutil pathos en sus versos, ahora canto arrancado a la tumultuosa soledad de un pecho humano (p. 62).

La soledad, ubicada en la zona central de la poesía de Sologuren, deja de aparecer como un simple tema poético y se siente como un pesar, una sombra de angustia. El poeta se vuelve entonces hacia el amor, cuyas menciones aumentan. Con él será posible la vida, realizar en ella la poesía. Pero un poema: Bajo los ojos del amor (1950) identificará estos tres términos: el que se canta allí es a la poesía, dama recóndita que el poeta trata de crear, como otra Eva, con su propia sustancia. Todo fluye del mismo punto al que refluye. Esta concepción circular preside la creación del poeta en estos años; con ella se ratifica en su soledad y confirma a la literatura en su función compensatoria. El poeta toma a la poesía por pareja y trata, con ella, platónicamente, de «reproducirse en la belleza». Su canto entonces es acto de amor, se enciende y es fuego,/ fuego la constelación que desata en nuestros labios,/ la gota más pura del fuego del amor y de la noche,/ la quemante palabra en que fluye el amor, aún (p. 66).

Quebrado el presente absoluto donde inicialmente permaneció congelada, con el pasado y el futuro en esta poesía ingresa la sombra de la muerte. Las cosas empiezan a tener origen y destino y cuando se alude a su misterio este ya no es solo un ingrediente estético; un leve temblor de angustia lo denuncia: Algo tomo de este alimento que la soledad me ofrece,/ algo como un fuego perdurable hecho de amargo delirio/ y de flores invadidas por el viento de la tarde./ Ahora sé que huye sin bullicio para dar en el olvido/ algo como la luz que, a nuestras espaldas, envejece (p. 71). A muy poco más se extiende el terreno que la realidad va ganando; mas ahora el que habla es el poeta, (el pronombre ha alcanzado entidad en la primera persona). Y el poeta, al acercarse a la tierra, siente que Todo oscila a lo lejos con un parpadeante dibujo,/ como blancos veleros que atracasen duramente en mi lecho,/ como el alborozo de unos pájaros que invaden mis sueños/ desde un nido donde mi adolescencia brilla como una perla./ (Reconozco una voz, caigo bajo una mirada, soy herido por la luz) (p. 73). La poesía, entonces, no es solo quehacer estético; el poema se dispara hacia algo más que su propia belleza. El pensar se funde con el sentir, trabaja sobre este en profundidad, no en discurso lógico sino como una mirada que penetrara aquello en que se fija y lo trascendiera; el poema es ahora el resultado de esa fusión, el objeto en que se plasma. Su condición, de este modo, es abstracta, pero ya no decididamente elusiva. Un poco abrumados por las vestiduras retóricas y el brillo de las imágenes que se multiplican, apuntan en esta etapa el movimiento generador y el sentido de la posterior poesía de Sologuren: el afán de reconciliación con lo externo, de comunión con el mundo donde, en un tiempo no llagado (p. 45), fue feliz. La total negación cede y el poeta se acerca a lo más inofensivo entre lo vivo, a lo que menos puede dañarlo; inicia su diálogo con la naturaleza, y el árbol, el viento, una flor, las nubes, son los primeros destinatarios de sus confidencias; o la noche, cuando la realidad lo hiere y tiende otra vez a encerrarse en sí mismo, cuando recobra su rigidez la incompatibilidad entre vida y poesía y solo es deseable no ser9. La segunda persona se hace así frecuente en sus poemas y pasa de vocativo vacío —mero recurso retórico en libros anteriores— a tener una (precaria) existencia de interlocutor pensado.

Aproximar la poesía a la vida es, para Sologuren, un proceso lento y difícil que se cumple con recaídas constantes en el sueño, que sigue siendo su escudo: Yo sueño, y un rayo de nieve y una ola/ y una mano estelar envuelta en llamas/ con una rosa inmóvil me reúne (p. 82). La torre sigue en pie; el poeta no ha hecho otra cosa que abrir esas ventanas que cada vez más se mencionan en sus versos aunque, en su mayor parte, funcionan como pantallas para proyectar los sueños. Porque la poesía es, aún, todo aquello que la realidad no concede, el lugar donde cobra forma la ausencia. Una forma que poco a poco se hace semejante a la realidad, todo lo semejante que permite un ejercicio poético que despoja al asunto vivido que lo motiva de su circunstancia y sus atributos particulares hasta hacerle perder la condición de recuerdo, pues lo que pretende es el rescate de las últimas esencias, la captación del olvido (p. 80).

Dédalo dormido, Bajo los ojos del amor, todos los poemas de «Varia II» se publicaron o fueron escritos en México entre 1948 y 1950: sin embargo, su poesía es indiferente a este hecho porque, no importa donde esté, el poeta siempre está ausente. Cuando se habla de aproximación a la realidad hay que entender, pues, la expresión de un modo relativo y dentro del conjunto de la obra contenida en Vida Continua. Solo un poema de esta época, «Grabación», tiene una circunstancia definida, se genera en un contexto real perceptible de inmediato, utiliza recuerdos concretos y adopta una función desidealizadora muy rara en Sologuren: Y sé que el cielo es una casa habitada por una familia modesta;/ que no hay vestido espléndido, delicados perfumes,/ viajes repentinos por un espacio enjoyado,/ pasos de un baile suavemente regido por los astros (p. 74). En él se evidencia el resquebrajamiento que traerá a tierra el níveo bien. El poeta ha comprendido que de nada vale edificar un paraíso inhabitable, pero no renuncia al paraíso; en vez de inventarlo buscará la forma de hacerlo posible por la única vía que conoce: la de la poesía.

Nueve años habrán de pasar antes de que Sologuren publique otro libro. La cosecha de ese largo periodo está en Otoño, endechas y en «Varia III». Entre los poemas, escritos en Suecia, de este último grupo hay uno que expresa la nostalgia del autor por su país, de un modo inusitado por ser tan directo y, sobre todo, porque expresa. Pero algo no menos importante ocurre aquí: la retórica se despoja de los lujos anteriores, la idea poética figura menos revestida, la palabra y sus símbolos parecen obedecer a una motivación más urgente que preocupa hondamente al poeta: la de buscar su rostro en la obra que ha hecho. El resultado es revelador de la conciencia crítica que empieza a cobrar de su condición soñadora y ausente, conciencia que se hará más aguda en Otoño, endechas. Si en «Al pie de la ventana»… (p. 107) se limita a comprobar y dice: Yo estaba todo en viaje como pájaro en vuelo, en otro poema afirma: No, no todo ha de ser un viaje sin destino,/ dolorosa distancia sin poder alcanzarme,/ piedra sin llama y noche sin latido./ No. Mi rostro busco, mi música en la niebla,/ mi cifra a la deriva en mar y sueños (p. 92). El poeta encuentra ahora que su complacencia en llamar a la puerta de lo que no existe, su persecución del Nirvana, su negativa a vivir lo han llevado a conformarse con la sustitución, a elegir un placer engañoso y que la poesía no es eso, no ese juego con un puñado terrestre que se incendia y un misterio (p. 81). Los cambios de tono y de lenguaje, las formas de transición visibles en este insatisfecho Sologuren están determinadas por esta toma de conciencia, por esta reflexión sobre sí mismo que lo lleva a formular un «arte poética» retrospectiva10 que es una suerte de ensalmo melancólico. Es como si el tiempo hubiese pasado en vano y no le quedara de todo lo vivido sino un puñado de versos arrancados al silencio y al olvido, palabras nacidas de la soledad e inasibles como la música. Y ese tiempo pesa sobre él, se acusa, se acorta, se hace urgente, lo hace verse al margen de la vida que le negó a la poesía de la que hizo su vida y que, sin embargo —confiesa en un dramático poema en el que la interroga— aún no se le entrega. El verso final de ese poema implica la negación del concepto que tuvo hasta entonces de poesía: y solo creo en el dolor haberte visto (p. 100).

El dolor, núcleo del temido fuego terrestre, es, ahora, tras el fracaso del níveo bien, vía de acceso a la poesía. Es decir, en virtud de la aceptación del hedor y de la gran migaja/ oscura de la tierra ante las cuales la muerte fue esperada como una «Primavera secreta» (p. 83), en virtud de la aceptación de aquello de lo que se pretendía evadir en el refugio del ensueño, podrá alcanzarse la poesía, merecerse su cielo. Un cielo que, de alguna manera, es dable en este mundo mediante la purificación por el dolor. La realidad, antes deprimida por su contraste con la ilusión, adquiere, desde que el poeta está dispuesto a entregarse al corazón mismo de sus llamas, valores que le fueron negados. Con esta nueva actitud —que es el supuesto tácito de la obra que emprenderá— el poeta está listo para residir en la tierra, puede arriesgarse a vivir.

Un año después, en Estancias (1960), se da el cambio profundo que paulatinamente se anunciaba en la poesía de Sologuren. Ahora existe el amor del hombre y la mujer, un amor que da frutos de carne a través de cuyos ojos es posible asomarse al confiado/ estar el mundo (p. 130); se ha descubierto que el mundo es compañía (p. 131) y con ella todo adquiere sabor y hasta la miseria de la realidad son soportables. El poeta inicia su redescubrimiento de la tierra por lo más elemental y lo más simple; vuelve a ser lo que fue, al tiempo no llagado, todo lo canta con la inocencia de entonces, lo ve con la luz nueva que hay en su corazón. Las Estancias son un retorno a lo natural que el poeta realiza a través de una poesía en la que la palabra se hace transparente hasta identificarse con aquello que nombra y al mismo tiempo depura hasta su más íntima sustancia y que ilumina y enriquece con una economía estricta y sabia. No solo el ser de lo nombrado se alberga y exalta en el poema, convertido en un instrumento para conocer, sino que se humaniza; los viejos materiales poéticos —el sueño, la noche, la nieve— toman, de este modo, otro sentido dentro de una visión armonizadora donde todo tiene su lugar: la sed y el vino, la música y el hambre. Vencidos los espectros surgidos de la soledad y el temor de no poder vencerla, el poeta ha descubierto que el mundo es nombrable sin traicionar a la poesía. Su canto se hace, entonces, como esa agua preciosa, humilde y casta que es como la palabra del seráfico Francisco (p. 127). Y así, como esta poesía, debe ser ahora la vida. «Debe ser» porque el futuro es ya algo construible en la vigilia gracias a ese amor de hombre y mujer que mano a mano/ levantaran el árbol/ de la vida,/ y su aire y sus pájaros (p. 131).

Pero el estar en el mundo de Sologuren tiene características singulares. Si bien establece un diálogo cierto con la realidad, y sus vocativos poseen ya carta de ciudadanía terrestre, la que comunica es una realidad interiorizada, destilada, sometida a un proceso del que no sale, como antes, «otra», sino «purificada», «espiritualizada». Porque la pureza es la gran aspiración de Sologuren; por ella se inventó otro mundo y en Estancias descarna el mundo hasta quedarse casi sin otra cosa que su idea. Luego de arrojar toda la pedrería y el vestuario, la escenografía de su obra antigua, su lenguaje se ajusta a la contemplación y es un lenguaje que denota. Podría decirse, a la manera idealista, que el poeta ve el mundo en el espejo de su alma; y ya no como un espectáculo cuyo valor consistía en la belleza que de él pudiera extraerse: hay ahora valores perceptibles como tales más allá de la función estética que cumplen en el poema, un sustrato de la vida y sociedad que aparecían antes solo en negativo.

Estancias es testimonio de una voluntad de estar en el mundo. La gruta de la sirena (1961) y la poesía suelta escrita entre 1958 y 1964 («Varia IV») completan un cuadro de apertura a la vida. El girasol de lo vivido (p. 148) abre, estira sus alas (p. 145) ahora que el poeta ha dejado su torre; mas es dentro de los límites de su pecho, esa cárcel estrecha, donde habrá de moverse. El poeta reemplaza la torre por el hogar: fuera son difícilmente ubicables el claro amor, la verdad del corazón. Percibe esto como un mal que lo reduce a la condición disminuida de un enfermo11 y otra vez la ventana (vuelta cima de equilibrio) aparece entre su mundo y el mundo, a los cuales permite ahora un nostálgico comercio. Alguien muy semejante a ese yacente ser de El Morador convalece aquí entre la literatura y la vida, esa que se agita no más allá sino debajo mismo de su ventana abierta hacia el paisaje, la terrible vida humana que enturbia el aire, la plenitud del amor, el variado y amplio esplendor de una naturaleza de pronto vista enajenante de dolor de los hombres: Otros países hay de niebla y lejanía,/ otras comarcas pudriéndose de frutos,/ otros espacios indecibles, amor;/ pero la angustia es mucho rostro,/ muchos labios diciendo y no diciendo,/ mucho vuelo amargamente encadenado (p. 140). El autor ha logrado para su poesía un lugar sobre la tierra; pero frente a todo aquello que permanece irreductible, que no puede abstraer ni purificar, que le marca linderos, nuevamente aparecen el desasosiego, la inconformidad. El «arte poética» que por entonces formula12 —de contrición y propósito de enmienda— pone de manifiesto el peso adquirido por valores ético-sociales antes ausentes en su creación, dirigida ahora a comunicar esas luminosas verdades de la sangre solo alcanzables por la poesía, tenida por instrumento de conocimiento y camino de perfección interior.

Puede, así, decirse que la poesía de Javier Sologuren ha pasado de una ética de la forma a una ética del sentido13, sin que se deba entender por esto que la primera ha sido desechada. La dicotomía poesía-realidad que llevó al poeta, inicialmente, a abolir uno de esos términos, se transforma en un problema de jerarquías que da lugar a la búsqueda de un equilibrio que haga efectivo el encuentro cabal de poesía y ética, de poeta y hombre, de arte y humanidad. Se opera, entonces, el tránsito de un lenguaje que «significa» y se orienta a la comunicación. Simultáneamente, el ejercicio de la poesía deja de practicarse como un hacer (una inmersión en lo absoluto, aspiración de no ser) y se convierte en un hacerse del autor dentro de su entorno, en un tratar de hallarse justificadamente en él. La unidad profunda que se percibe en su obra consiste en que los cambios experimentados por ella nacen de un mismo y continuo esfuerzo por aprehender lo poético, en que siempre tiende a ser o una figuración o un pensamiento de la poesía. Sustituto de la vida y luego vida en la vida, la poesía es algo que Sologuren tiene instalado en su centro. Para quemarse en el ara de ese ídolo, de ese dios, han nacido todos sus versos, materia tibia y sutil alzada en su homenaje ayer y hoy con la misma levedad, la misma grave gracia.

Válido para la poesía reunida sobre la que hemos venido trabajando, el esquema anterior no comprende el poema más reciente de Sologuren: «Recinto»14, donde se alcanza una visión que abarca y concilia las dos vertientes básicas de su obra. Si bien el movimiento circular que adopta su creación se afirma en él y adquiere una dimensión insospechada, la tendencia a la conformación de zonas cercadas, esa necesidad de demarcar los campos en que se da su poesía, estalla aquí y se extiende a la existencia en su conjunto. El recinto no tiene esta vez otros límites que los del escenario del hombre, y la existencia es vista como un sucederse donde todo es origen, como un afán que nada calma y que solo puede explicarse como motor de un circuito que gira sobre sí sin fin ni trascendencia. El misterio humano no se niega ni se despeja (quién nos apura sí quién nos pide cuentas/ antes que el día concluya quién/ el plano nos muestra/ no exige entenderlo/ quién muerde en nuestro corazón/ el ácido fruto), la vida se toma tal como está dada, como un vivir y un morir recíprocamente sirviéndose, haciéndose el uno sobre el otro, se asume en la cíclica finitud que se afirma y se niega en el renacer que la eterniza y encuentra un símbolo en la forma misma de este poema. El tan ansiado equilibrio se alcanza así en un movimiento cuya repetición sin término equivale a la inmovilidad. Y el primero y el último Sologuren se encuentran de este modo en uno de sus poemas más hermosos, al que aportan lo mejor de su experiencia poética; en un poema que envuelve, también, entre sus significados, al acto de la creación en su contexto de vida y de cultura y, dentro de este, a la propia vida poética de su autor.

Amaru, Revista de artes y ciencias

(Universidad Nacional de Ingeniería), Lima,

N° 5 (enero-marzo, 1968).

5 Como aquí, en adelante se indicará con un número entre paréntesis el de la página a que corresponde la cita en el libro que reúne la obra poética del autor: Vida Continua (1944-1966), Lima, 1966, Ediciones de la Rama Florida y de la Biblioteca Universitaria, libro al cual se remiten todas las demás referencias de este trabajo.

6 Estilo y poesía de Javier Sologuren, Lima, 1967, Ediciones de la Biblioteca Universitaria.

7 Solo con Aleixandre el poeta se permite rotundamente querer; con él dice en un epígrafe: «Quiero amor o la muerte» si bien este amor y su «lava rugiente» se neutralizan de inmediato en el día cabal, en la serenidad plácida que pide Fray Luis: «Un no rompido sueño/ un día puro, alegre, libre quiero» (p. 31).

8 Una relación similar puede establecerse entre «La tarde» y «Casa de campo», también de «Varia I» y Dédalo dormido, respectivamente.

9 «Torre de la noche», p. 79.

10 Pág. 99.

11 Pág. 153.

12 Pág. 141.

13 «Ética de la forma» se usa aquí en el sentido que le da Valéry, y «ética del sentido» alude a la preocupación de JS por el de la vida y el de la poesía y al de este en relación con aquella.

14 Amaru, N° 4, p. 24; y Ediciones de la Rama Florida, Lima, 1967.

Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación

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